sábado, 12 de mayo de 2007

CUENTO: Jorge Díaz Herrera

Jorge Díaz Herrera nació en Celendín, Cajamarca, en 1941. Estudió en Trujillo del Perú y en Madrid. Ejerció la docencia universitaria en el Perú y en España, aunque muchos lo cataloguen como nacido en Trujillo o genéricamente en Cajamarca, él ha declarado a CPM su condición de shilico y el cuidado que está poniendo para que en las últimas ediciones de sus obras se escriba así.
Jorge nos ha manifestado su intención de dictar en Celendín un ciclo de conferencias gratuitas acerca de literatura para los estudiantes de Educación Superior y desde ya hacemos extensivo este deseo a los encargados de la cultura del actual municipio.
Escritor polifacético, ha incursionado en diversos géneros literarios: periodismo, poesía, teatro, ensayo, cuento, novela, recibiendo numerosas distinciones como el Premio Nacional de Fomento a la Cultura «José María Eguren» (1972), el premio de teatro de La Universidad Nacional Mayor de San Marcos, y de la Municipalidad de Lima, entre otros.
Ha publicado Orillas (poesía, 1964), Aguafiestas (poesía, 1974), Los duendes buenos (teatro para niños, 1964), Parque de leyendas (narración poética dedicada a la infancia, 1975), Comanche (teatro, 1970), Ver para correr (teatro, 1968), El diablo también come uvas (teatro, 1768), Mi amigo caballo (cuentos, 1980), Alforja de ciego (cuentos, 1975), La agonía del inmortal (novela, 1985), Por qué morimos tanto (novela, 1995), La colina de Irupé (novela corta, 2003), Cuéntame lo que nos pasa, (cuentos,2004), El Ángel de la Guarda (novela corta, 2005), Historias para contar, reír y jugar (cuentos para niños, 2005), Sones para los preguntones (divertimento familiar en verso, 2005). Sus crónicas están dispersas por revistas y periódicos nacionales y extranjeros.
Ha participado en diversos encuentros literarios dentro y fuera del país y residido varias temporadas en Europa. Actualmente vive en Chaclacayo, apacible distrito en las afueras de Lima.
En sucesivas entradas publicaremos una antología de sus obras.
De su libro Alforja de ciego transcribimos el siguiente cuento:

"Casona celendina" (Foto: Jorge A. Chávez S. "Charro")

EN LAS VIEJAS CASONAS

Por Jorge Díaz Herrera
1
El portón plomo de madera y algo desastillado, con su cerradura de llave grande y puño de bronce y la placa antigua aún legible junto a la placa nueva, y el patio de cemento y las habitaciones espaciosas y altas, empezando por la sala, todas con el piso entablado, y los cuartos de la servidumbre abarrotados de cosas inútiles y telarañas y la cocina al fondo con las paredes húmedas y enmohecidas al otro lado del cuarto del batán, y el corral hasta la otra calle y el sauce y el pozo clausurado y ella en el dormitorio escribiendo, con el pulso tembloroso por los años, en un retazo de cartulina blanca: SE VENDE, y el recuerdo de los recuerdos de su madre, que a la vez eran recuerdos de la abuela y también recuerdos suyos, y el bullicio de los rumores que traía el viento por las claraboyas y toda esa cantidad de historias derramadas, como agua sobre tierra seca por los rincones de la casa, y la humedad solitaria de ahora y ese viejo miserable insistiendo en comprársela por menos de la mitad de su precio, sin tener en cuenta que la casa siempre fue casa de gente decente, a la que podrían acusarla de lo que quisieran pero jamás de ladrona, y los ojos de los retratos mirándola altiva como siempre y por eso, aunque le doliera más que todos los dolores juntos, ella prefería vender la casa antes de pedir un solo centavo a nadie porque, eso sí, le podrían achacar todos los males que les antojasen, pero el de ser limosnera nunca, porque así debería ser y así sería, por algo ella había sido hija de quien era.

2
Hacía ya más de media vida que doña Amelia, en medio de la orfandad traída por la pobreza, iba de uno a otro lado desempolvando con un plumero de otros tiempos la vieja casona y taponando los huecos de los ratones. el sentarse bajo la claraboya a descifrar las voces que traía el viento solo logró distraerla algunos años, después lo olvidó para siempre. La preocupación de luchar contra el polvo y de interpretar sus sueños no le dejaba tiempo para otra cosa. Y presintió que pronto se moriría y empezó a alistarse para el viaje. Zurció sus ropas blancas que le serviría de sudario y escribió una carta a su hermana tanto tiempo ausente, pidiéndole un lugar en el mausoleo de la familia. La impaciencia en que la sumió la espera de la respuesta la llenó de sofocantes palpitaciones. No supo cuánto tiempo esperó, pero murió esperando, sin enterarse de que su hermana, al leer la carta, estalló gritando: no contenta con la comida que todos los días le hago llegar para no dejarla morir de hambre, todavía tiene la sinvergüencería de causarme problemas hasta después de muerta, sabiendo bien, como tuvo que saberlo, que el mausoleo está repleto y que allí no queda espacio sino para una sola persona.

3
El rosal por que guardaba menos esperanza floreció y el otro, no obstante las muchas ramas que le crecieron, solo llegó a dar unos botones que nunca lograron abrirse y Hermelinda sembró en su lugar un girasol, que murió pronto sin saber que es una flor. Después fueron una dalia, una amapola y una enredadera, y Hermelinda quedó convencida de que ese sitio del jardín tenía mala suerte. Y mandó poner en él una piedra grande de formas sugerentes, que la humedad del invierno cubrió de un musgo coposo como algodón verde que di un sin fin de florcitas moradas, y se convirtió en la parte más linda de mi jardín. Y el viejo rosal enfermó y Hermelinda, para evitar que contagiara al musgo y sus flores lo echó arrancándolo de raíz, y el musgo, solo Dios sabe cómo son las cosas, empezó a secarse hasta que la piedra quedó pelada como antes. Y Hermelinda fue perdiendo el gusto por las flores e hizo levantar una habitación más en el lugar del jardín para que la casa gane un poco de espacio. Y alquiló los cuartos interiores a un matrimonio joven, yo me vengo a vivir en la parte donde era el jardín y un cuartito más, para una mujer sola es suficiente. Y así se acostumbró a pasárselas casi todas las horas de su vida balanceándose en una mecedora de Viena, mientras tejía, en el lugar donde no florecieron el rosal, ni el girasol, ni la dalia, ni la enredadera y donde las florcitas moradas del musgo, que parecía que nunca iban a morir se secaron para siempre.

1 comentario:

Ricardo Calderón Inca dijo...

Leer a Jorge Díaz Herrera es una espacio celestial, tiene un estilo tan acogedor que atrapa al lector de principio a fin, resulta agradable, emocionante y subliminal.
Es un buen amigo de un grupo literario de trujillo "PLUMA DE CARNE" al cual pertenezco. Es un buen maestro de las letras y un gran compañero de veredas...