lunes, 23 de marzo de 2009

LIBRO: El habla del pueblo

Uno de los libros de Jorge Horna, de un tiraje limitado, es En los labios de Celendín (Creaimagen Ediciones. Lima, 2004); una investigación que recopila el léxico de origen quechua incorporado al habla cotidiana celendina, que en la actualidad tiende a extinguirse.
Además el libro contiene construcciones sintácticas con la inclusión de ese vocabulario, y una muestra de poesía celendina que abarca desde Pedro Ortiz Montoya, seguido de Julio Garrido M., Marcial Silva Pinedo, Antonieta Inga, Julio Velásquez, Jorge Izquierdo, Elba del Carpio, Pompeyo Silva, Moisés Chávez V. y otros.

El habla de un pueblo es parte de su alma.

Trascribimos las propias palabras de Jorge Horna de la parte introductoria del libro:

LIMINAR

Los celendinos se han desperdigado desde siempre en el territorio nacional a manera de una diáspora. Y lo interesante de este fenómeno migratorio es que cuando nos encontramos entre coterráneos de inmediato surge el habla peculiar del terruño, y eso nos hace sentir más fraternos y auténticos.
En las reuniones sociales o familiares aflora, también, la parla celendina, y quienes nacieron fuera de Celendín y son descendientes de este pueblo tienen el interés de conocer en su significado pleno las terminologías que escuchan. Una explicación al paso y superficial no es suficiente para llenar el vacío.
De allí nace el esbozo de este aporte que lo considero necesario. Sobre este asunto ya existen precedentes; por ejemplo el trabajo monográfico que presentara mi condiscípula en el Instituto Pedagógico, la docente Delia Tirado Llaja, bajo el título “Hacia un diccionario de celendinismos”. También en innumerables revistas editadas en Celendín como en otras ciudades del país, abundan contextualizadas muchas palabras a las cuales me estoy refiriendo. Tengo noticias, además, que Arquímedes Chávez Sánchez ha elaborado una interesante y extensa recopilación que ha circulado en ambientes amicales.
El presente trabajo se remite a resaltar una parte de los vocablos no castellanos usados en Celendín que tienen procedencia quechua que en el seno del pueblo han tendido a incorporarse al léxico cotidiano; debe anotarse que en esta parte de la patria el uso del castellano es preponderante (no existen áreas ni grupos étnicos con dominio de lenguas nativas). Sin embargo, según el lingüista Félix Quesada Castillo, sólo en dos provincias del departamento de Cajamarca está presente el “quechua cajamarquino” o “dialecto quechua cajamarquino” : Cajamarca (en los distritos de Cajamarca, Baños del Inca, Llacanora y Chetila) y Bambamarca (en los lugares de Chala, Llaucán y Yanacancha), además del núcleo poblacional de Porcón (lugar ubicado en la cabecera del Valle o Pampa del distrito de Cajamarca).
Se deduce que es de allí de donde provienen los vocablos con raíces quechuas usados en la provincia de Celendín y, con seguridad, en las demás provincias hermanas.
Entonces, la aproximación es al Quechua Cajamarca-Cañaris (nombre dado por investigadores y lingüistas) y que se enmarca, a su vez, en los referentes amplios del quechua nacional.
El informe que hago está estructurado siguiendo los modelos de los diccionarios bilingües nativos del Perú elaborados desde hace mucho tiempo en nuestro país, con el único agregado de la elaboración sintáctica con vocablos aludidos. También están incluídos extractos de textos de autores celendinos que elevan la palabra a una cualidad estética.
Por último, este trabajo no pretende ser un instrumento de consulta, pues carece de una investigación especializada sobre la etimología y evolución del léxico. Realmente está inspirado en una honda vocación de preservación de nuestras tradiciones y por un afán e inquietud de forjar una auténtica y colectiva personalidad local o regional inmersa en el desarrollo histórico de la nación.

El autor

Lima, abril de 2004


martes, 17 de marzo de 2009

POESÍA: Jorge Wilson Izquierdo

Hemos recibido esta carta de Jorge Wilson Izquierdo, en la que nos envía una colaboración para CPM y nuestros suplementos. El alma poética de JOWIC trasluce aún en su prosa (NdlR).

Especial para "FUSCAN"
Lima, Perú.

Toquita:
Emergencias de casa no me permitieron atender oportunamente tu amable gentileza. Como miembro de CPM te hago llegar mi más ferviente gratitud.
Mil disculpas, Toquita querido, y no apagues la ígnea fragua que te anima.
Un fuerte abrazo.
Tuyo,
Jorge Wilson Izquierdo



ABRIL

Cuando muera
acabarán de dolor mis dolores
-lo que nunca fue mío
seguirá siendo ajeno-
y llegaré enjuto de caminos
al escuadrón rubricado
al estribo sin montura
al caballo sin fronteras...

Cuando muera
nunca digan que me he muerto
solamente que pongo marca
de silencio
sobre silencios,
digan que solo fui al cementerio
y aunque tarde
vuelvo...

Cuando muera
se alargará sin más raíz mi razón
dormido para siempre
sobre mis dos manos
que soñarán indefinidamente...

Pero no digan que he muerto,
digan que solo fui al cementerio
y debo estar de vuelta
quién sabe tarde,
quién sabe temprano
para el inmenso albor enexcrutable
de estelas y cerrojos,
a marcar el ascenso impredecible
mi madre
mi palabra
mis hermanos

Jorge Wilson Izquierdo
C/15/03/09

jueves, 12 de marzo de 2009

NARRATIVA: Alfonso Pélaez B. y nuestro nombre

Publicar el cuento que sigue era un deber que teníamos por haber puesto ESPINA DE MARAM a este suplemento literario, que surgió en un medio de una lucha de Celendín Pueblo Mágico por su propia existencia. En efecto, en 2007, por el papel que asumimos de defensores de nuestro ciudad y nuestra provincia, los enemigos y explotadores del pueblo optaron cobardemente por censurarnos, por cerrar a los peruanos el acceso a nuestro sitio Web, en complicidad, al parecer, de Telefónica del Perú. Esto no nos arredró, sin embargo, y nació este suplemento para que nuestra prédica siguiera llegando a nuestros lectores.

Alfonso Peláez Bazán, primer escritor peruano laureado con el Premio Nacional de Narración, en 1944, junto a Gamaniel Churata, por un jurado en el que figuraba José María Arguedas.

Cuando nuestro Consejo de Redacción debatía el proyecto de lanzar un suplemento para dar a conocer nuestra literatura, decidimos nombrarlo como uno de los cuentos favoritos de nuestro celebrado escritor Alfonso Peláez Bazán. Por un momento dudamos entre “Querencia” y “Espina de Maram”. En ambos se habla de las desdichas del amor, pero también de la tierra. Optamos por el segundo por entender que nuestras tragedias, las íntimas y las otras, si no las podemos comprender y remediar nos pueden llevar a la locura como sucede con la protagonista de este drama. Además, en esta historia se luce la maestría de don Alfonso .
Lo criticable de la situación era que no teníamos el texto de ese cuento y nos echamos a conseguirlo infructuosamente durante año y medio sin lograrlo. Recién en nuestra estancia en Celendín en este 2009, hemos podido conseguirlo gracias a la amabilidad de Arturo Peláez Pérez, “Che Tuto”, hijo del escritor, quien ha tenido la gentileza de proporcionarlo para solaz y admiración de nuestra legión de lectores. Adelante con la lectura. A gozarla (NdlR).

ESPINA DE MARAM
Por Alfonso Peláez Bazán

I
EL CANTANA...
Cuando llegamos a la orilla de aquel río –tras duro caminar por áspera senda- dímonos de pronto con la sorpresa de no encontrar el puente por donde debíamos pasar.
Inmensa y angustiada, idéntica voz se escapó de cada pecho:
-¡Oh…!
-¡Oh…!
Diríamos que atontados, largo rato nos quedamos mirando las turbulentas aguas. Vimos pasar, veloces y ridículos, árboles enteros.
Fue torrencial la lluvia de la noche y el río cargó de tal manera que ni los mejores puentes de su trayecto pudieron resistir la tremenda fueraza de su corriente.
-¿Y ahora qué vamos a hacer, Indalecio?...
Este, como si hubiera tenido que pensarlo primero, se alejó de mí unos pasos.
Ah, Indalecio era el guía, sencillamente. Unos cuarenta años más o menos. Mediana estatura. Ojos claros y despiertos. Vamos, un hombre bien hecho y simpático además.
Y me respondió al fin:
-Si, señor… De todas maneras, tendremos que “faldear” hasta alcanzar la pampa de "Los Jigantones"…
Luego alzó la vista hacia las cumbres cercanas.
Yo no hice sino repetir, en un tono que yo mismo encontré extraño:
-La pampa de Los Jigantones…
Indalecio volvió la vista hacia mí y siguió diciendo:
-…Después de la pampa, una bajada, corta pero escabrosa… Al final, la finca de don Silverio… Sí, señor, la finca de don Silverio…
Todo lo dijo en cierto tono que acabó por intranquilizarme de veras.
-¿Quién es don Silverio?...
-Bueno, un hombre un poco raro… Figúrese que en muchísimos años no ha salido una sola vez para otro sitio… Nadie llega tampoco a su finca, y menos, desde luego, por este lado… por donde, precisamente, vamos a llegar nosotros… Pero, cómo evitarlo si aquél es el único sitio por donde se puede pasar el río…
Me puse a pensar en la rara aventura que teníamos por delante. Primero, la falta inexplorada, luego la pampa de “Los Jigantones”, enseguida una bajada pedregosa y empinada… Finalmente la finca de don Silverio…
-Quien dispone y ordena eres tú, Indalecio, iremos por ahí…
Indalecio arrojó el “bolo”, se lavó con el agua del río, se quitó del hombro la rayada alforjita de algodón y se acercó a mí.
-Apéese, señor –ordenó-. Lo primero que hay que hacer es asegurar las cosas.
Al cabo de unos minutos más, estábamos ya “faldeando”. Indalecio iba adelante. Yo le seguía jalando mi mula parda.
Con su largo y afilado machete, Indalecio cortaba gruesas ramas y a veces árboles enteros para hacer posible el paso de la bestia. Muchas veces teníamos que hacer rodad enormes piedras, que iban hasta la base del cerro, justamente a la orilla misma del Cantana. Entre aturdidos y entusiastas, nos quedábamos escuchando el estruendo que al rodar hacían las piedras.
A instantes me asaltaba la idea de don Silverio.
Después de muchas horas de caminar en tan deplorables condiciones, con las ropas destrozadas y las manos llenas de lastimaduras, llegamos por fin a distinguir la pampa de “Los Jigantones”. Y el trecho de la falda que nos hacía falta caminar parecía ya no ser ni muy áspero ni muy cerrado de monte.

El río Marañón, escenario de tragedias como la de Eulalia.

II
En el atardecer, qué raras fulguraciones hace el sol en la pampa de “los Jigantones”. Tan raras que los esbeltos jigantones semejan o sugieren centinelas mitológicos… centinelas de las horas, de los tiempos… Y las enormes piedras –blancas, unas, y grisáceas, otras- dan una cabal sensación de misterio y eternidad.
-Después de esa pampa, ya lo sabe usted, una pequeña bajada y luego la finca de don Silverio… Sí, de don Silverio… Yo…. Ah…
Indalecio no agregó una sílaba más.
Yo me puse a pensar en la sorpresa de don Silverio al vernos llegar por ese lado, y de noche…
A corto trecho de la pampa nos detuvimos junto a un pequeño huarango para asegurar de nuevo las cosas sobre la montura.
Al tiempo de reiniciar la marcha, sorpresivamente, Indalecio me hizo esta pregunta:
-¿Sabía usted que en esta pampa se dan las más terribles espinas de maram?
Mi respuesta, forzosamente, tuvo que ser otra pregunta:
-¿Y cómo son las espinas de maram?
Indalecio me miró sorprendido.
-¿No sabía usted, entonces, nada de las espinas de maram?
-Absolutamente nada – le contesté ya bastante sorprendido.
Indalecio tomó un aire esotérico.
-Son terribles las espinas de maram… Y más todavía las de esta pampa… De éstas, bastan dos hincones para volverlo a uno definitivamente loco…
Al empezar la pampa nuestras miradas se pierden por sus confines.
Indalecio dio las últimas chufranadas.
-Mucho cuidado, señor… Mucho cuidado con las espinas de maram…
-… Y son traidoras, señor… de repente siente usted el piquete y lanza un grito espantoso… Inmediatamente la desprende usted y lanza otro grito igual… Y ahí no termina el percance, señor… Bien profunda en su carne ha quedado la punta de la espina… una punta que es como un arponcillo o garfio… Al otro día tiene usted hinchada la parte herida… Y al otro día ya la tiene usted con mal olor… Oh, las espinas de maram…
Mis ojos se extendieron por toda la pampa llevando mi angustia.
-… Por eso, no hay que perder tiempo para hacer sacar el arponcillo… Claro que el peligro de ser hincado es mayor para los que sólo llevamos llanques… Pero, naturalmente, a cualquiera se le puede prender una espina de maram, en el brazo, en la pierna o en la espalda… Sí, señor, nadie está libre…
Los matices de la pampa de “Los Jigantones” se fueron haciendo débiles y confusos. Y los jigantones parecían hacerse más irreales.
-Caminemos, pues, con mucho cuidado… Mucha vista, señor…
No contesté nada. “Es traidora… Un grito terrible… Luego otro al desprenderla… Y en la carne queda el arponcillo… Una hinchazón… Al otro día hedor… Ah. Espina de maram… Y dos hincones bastan para hacer perder el juicio…”
Caminábamos sobre la maleza. No había senda ni huella alguna.
-Con todo el cuidado, señor… Mucho ojo, mucho ojo…
De pronto, de entre el matorral, bulliciosamente, se levantó una perdiz. La mula se detuvo alarmada y resopló con todas sus fuerzas.
En medio de la pampa, una chicharra seguía lanzando su canto monorrítmico.
Las sombras de la noche empezaron a caer y todo se tornó tétrico. Los jigantones semejaban oscuros fantasmas.
Un grito desesperado, que llenó todo el ámbito, me estremeció hasta la última fibra. La mula dio casi una estampida.
-¡Ayyy…!
Solté el cabrestillo y me acerqué a Indalecio, quien con una mano sostenía la pierna herida y con la otra desprendía la espina de maram…
-¡Ayyy…!
La hincada fue en la pantorrilla misma. Brotaban apenas unas gotas de sangre.
-Ya va pasando, señor… Debe haber quedado, sí, bien adentro el arponcillo… Caminemos, caminemos, señor…
-Sí, te la sacarán en la casa de don Silverio… Avancemos, avancemos…
Nuestra marcha se había tomado una solemnidad trágica.
Y yo esperaba de un momento a otro el ataque de la espina de maram.
-Tenga cuidado, señor… Mucho cuidado, señor…
Espantadas corrían las liebres al sentir nuestros pasos temerosos. Y todos los pájaros huían de los árboles al sentir los fuertes resoplidos de la mula. Y el concierto de los grillos llenaba la pampa trágica.
-Le aseguro, señor, que la peor serpiente no haría doler así… Pero, avancemos, señor…
La noche se fue poniendo más oscura, se diría que todos los fantasmas de la pampa se iban agrupando junto a nosotros…
“Dos hincadas bastarían para volverlo loco a uno” ¿Y por qué no?... Deben ser tan intensos los dolores que no habría nada de extraño y raro que algo se falseara dentro del cerebro… Y un loco en esta pampa desolada y cruel…
-Dios va acortando la distancia, señor… Avancemos…
Noté, en efecto, y esto a pesar de la oscuridad, que iba cambiando la morfología del terreno y la vegetación misma. Casi había desaparecido ya la horrible maleza de la pampa de “Los Jigantones”.
-Bendito sea Dios… Ya estamos cerca… La bajada y nada más… Pero… yo… Dios mío… Cómo… Avancemos… avancemos, señor.
Las palabras de Indalecio me causaron un malestar atroz. ¿A qué esas frases reticentes?...
¿Qué significaba esa manifiesta angustia de Indalecio?
-… ¿Pero, dónde más me la podrían sacar?... Allí tenemos que ir de toda suerte…
A media bajada más o menos, Indalecio se detuvo y púsose a revolver dentro de su alforjita.
-… Ah… Ya se lo debo decir, señor… Yo no podría llegar a la casa de don Silverio… Llegar, así no más…
-¿Y qué misterio es éste, Indalecio?...
Este ya tenía en las manos el pañuelo que buscaba en la alforjita.
-… Todo se lo contaré después… Mañana… Por hoy sólo interesa que en la casa de don Silverio nadie escuche mi nombre… Usted me llamará, por ejemplo, Juan… Y usted dirá por mí cuanto sea necesario…
Indalecio tenía ya amarrada la cabeza con el pañuelo hasta más debajo de los ojos…
Y yo no tuve más que convenir con Indalecio, dadas las circunstancias excepcionales y apremiantes.

III
De los guarangos próximos a la choza, alborotadas, saltaron las gallinas y se metieron presurosas por debajo de los cercos. Y los dos perros de la casa se pusieron a aullar inquietamente.
Como rojas lenguas, se levantaron voraces llamas de la gran fogata que don Silverio preparó entre la choza y los guarangos. “Necesitamos bastante luminaria”, había dicho don Silverio.
Junto a la fogata, sobre un negro cuero de oso, acomodamos a Indalecio. Este se quejaba apenas y todo parecía marchar perfectamente.
De pronto apareció son Silverio por la puerta de su choza, portando en la mano un depósito que contenía un líquido amarillento, y en la otra, una especie de alesna. Se acercó con paso firme, grave.
-Ya. Señor… Por si acaso, usted lo sostiene bien fuerte en los brazos…
-Perfectamente, don Silverio –le contesté, tratando de aparecer un tanto familiar, pero sin poder evadirme del intenso dramatismo de la escena.
Don Silverio cogió con firmeza la pierna afectada de Indalecio y, suavemente, comenzó a abrir con la fina alesna la carne enferma.
Los quejidos del pobre Indalecio se fueron haciendo más fuertes a medida que iba penetrando la alesna de don Silverio.
De repente se oyeron desgarradores gritos, que repercutieron en los cerros:
-¡Ayyy!... ¡Ayyy!...
Acomodados sobre sus patas traseras, los dos perros contemplaban la escena. También a ratos se les ocurría poner sus notas en esta sinfonía lúgubre.
-Guaúúú´…
-Guaúúú…
Don Silverio no se daba sosiego.
-Debe haber quedado muy adentro… No la encuentro… Pero la hallaré al fin…
De rato en rato don Silverio limpiaba la herida para ver mejor en ella.
-… Cuando el maram crece entre jigantones, sus espinas son terribles… son más dolorosas y venenosas que las víboras… Sí, señor, no todos los maram son iguales… Y por último, dicen que hay el “macho” y la “hembra”… Vaya usted a saber, señor… Cosas tiene esta tierra del Señor…
-¡Ayyy!... ¡Ayyy!...
Y el fino instrumento de don Silverio no se detenía…
-Guauúú…
-Guaúúú…
Más parecían alaridos los ayes de Indalecio. Y yo le ajustaba cada vez más fuerte los brazos.
-¿Pero dónde se ha metido la maldita espina?... De repente voy a romper algo…
Por mi mente atravesó una idea extraña.
-Guaúúú…
-Guaúúú…
A Indalecio se le fueron agotando las fuerzas. Inclusive, sus gritos eran débiles, desfallecientes…
Había empezado a brotar abundante sangre de la herida. Don Silverio cogió entonces un tizón al rojo y lo pegó con energía a la misma herida…
“CHASS…”.
Le salieron fuerzas a Indalecio no sé de dónde y gritó más fuerte que nunca.
-¡Ayyy!... ¡Ayyy!...
Luego don Silverio vació sobre la misma herida el líquido amarillento
-Guaúúú…
-Guaúúú…
En ese instante, como un fantasma raro, apareció junto a nosotros una extraña mujer… Alta, delgada, casi esquelética. Los cabellos desgreñados y la ropa mugrienta en jirones…
-No se asuste, señor… Es mi hija Eulalia… Hace muchos años que perdió el juicio…
-Guaúúú…
-Guaúúú…
Indalecio estaba bañado en sudor y noté que ya no tenía fuerzas. Todo su cuerpo se fue poniendo inerte.
La loca, luego de mirar unos instantes hacia el conjunto dantesco, con sus ojos agrandados y vidriosos, calmadamente tomó por el lado del río.
Don Silverio siguió buscando en la carne chamuscada.
Volvió a brotar un poco más de sangre. Y otra vez la chamuscada y luego el líquido amarillento…
Indalecio se quedó al fin desmayado.
-Se va acabando, señor, la luminaria… Ya casi no se ve… Llevemos a este hombre…
-Guaúúú…
-Guaúúú…
Suspendido sobre el cuero de oso, llevamos a Indalecio hasta la habitación de don Silverio. Al acomodarlo en un rincón, yo sentí que ya no era un ser con vida.
Al cabo de unos minutos, abandoné la habitación a causa del calor sofocante.
Afuera, alumbraban débilmente los últimos resplandores de la fogata.
Los perros tenían apoyadas las testas sobre el duro suelo.
De pronto se oyó un canto triste. Los últimos versos acabaron por llenarme de turbación.
………………………
Amor… Amor…
Ay, qué hondo heriste
Mi amante pecho…
Amor… Amor…
Ay, fuiste espina
De cruel maram…
…………………….
Don Silverio estaba junto a mí, y venciendo la aflicción que me abrumaba, le pregunté:
-¿Y cómo se alocó su hija, don Silverio?
Me miró con unos ojos extraños y me contestó con preguntas:
-¿No le dice nada, señor, su canto triste?... ¿No le oye?... Está tan claro, señor…
………………………
Amor… Amor…
Ay, qué hondo heriste
Mi amante pecho…
Amor… Amor…
Ay, fuiste espina
De cruel maram…
…………………….
-Pues sí, señor… A ella se le clavó la espina de maram en el mismo corazón… Y en el corazón, se muere o se enloquece… Espina de maram…
El cielo estaba cubierto de negros nubarrones. En la fogata chisporroteaban las últimas leñas de guarango.
-En cada luna, señor, sale a cantar… por las huertas… por la orilla del río… por los cerros… ¿Piensa usted en cómo es mi vida?...
La voz se iba perdiendo por las vegas del río.
Desde su precario refugio, con su canto estentóreo, un gallo rasgó el tétrico silencio de la noche.
-…Algunas horas de sueño, señor, le caerán bien… La jornada de mañana será dura…
“La jornada de mañana”… ¿Y el enfermo?... Resultaba todo muy extraño. Nada pregunté, sin embargo, y decidí retirarme. En verdad me sentía agotado.
A despecho de todo, deseaba oír otra vez el canto de Eulalia.

IV
Al otro día, cuando abrí los ojos, vi a don Silverio acercarse silenciosamente hacia Indalecio…
Y vi levantarle suavemente el pañuelo que le cubría el rostro… Contuve el aliento y traté de no hacer el menor ruido…
-Ah… -dijo en voz muy baja-. No me había equivocado… Era él… Era Indalecio Mestanza…
Me quedé sin aliento.
Don Silverio creyéndome aún dormido, se salió de la habitación tan silenciosamente como había entrado.
Apenas recobré el ánimo, di un salto hasta el rincón donde estaba Indalecio.
¡Horror! Lo que tenía delante ni siquiera parecía el cadáver de un ser humano… Era una masa informe y repugnante…
Abandoné precipitadamente la habitación. Junto a la puerta encontré a don Silverio en actitud tranquila. En su rostro se advertían las huellas inequívocas de un largo desvelo.
Y antes que yole hablara, se apresuró a decirme:
-Todo está listo, señor… Yo lo dejaré a usted en buen sitio…
-¿Pero, qué significa todo esto, don Silverio?... Es espantoso, señor… Y usted…
-verá usted –me interrumpió, tomando cierta gravedad- que todo es obra de Dios… Y usted no tendrá ya fundamento para condenarme.
Y se quedó mirándome larga y profundamente a los ojos.
-…Sí, señor, por mi mano se ha cumplido la voluntad de Dios… Mis manos mataron a Indalecio Mestanza…
Mi espanto, mi horro, no tuvieron límites. Y no atiné a decir nada.
-…Y creo que estoy satisfecho, señor… Usted ha visto a mi hija, señor…
-¡Ah!... ¡Su hija!... Eulalia… Si….
Por debajo de los cercos, y un poco asustadas todavía, fueron apareciendo las gallinas que huyeron en la noche.
-…Espina de maram, señor… Usted ha oído su canto…
Se detuvo para mirarme otra vez.
-… Pero yo lo esperaba, señor… A mí también me dejó en el alma otra espina de maram: el odio… El odio también queda como el arponcillo de la espina de maram… Si a tiempo no es sacado, pudre también el corazón…
Las palabras del viejo iban abriendo tremendos abismos en mi alma.
-Ya ve usted cómo han estado tan bien arregladas las cosas… ¿El destino?... ¿Nosotros?... Quién sabe… Tal vez el único responsable sólo sea Dios…
En mi deseo de volver cuanto antes a las cosas reales, claras, pregunté:
-…¿En qué momento reconoció usted a Indalecio?... ¿Cómo lo pudo reconocer?...
-…Lo reconocí en el primer instante… Su aire, no sé qué… como si los quince años que han transcurrido desde que se marchó de aquí, sólo habrían sido días… Además ¿no cree usted que con los años se agudizan en el hombre algunas facultades, o nacen otras?...
Siempre tratando de evadir las cosas tremendas de este viejo raro, dije:
-Podemos pensar ahora, don Silverio, en la sepultura…
Al instante respondió:
-Ah… Pues, ni eso ya le debe preocupar a usted…
-¿Cómo ¿… No entiendo…
Los perros se vinieron hasta nosotros, y moviendo humildemente la cola, se arrimaron a don Silverio.
-…Es sencillo. En lo que restaba de la noche, mientras el cuerpo se enfriaba y empezaba a pudrirse en ese rincón, yo le cavé un hueco… Sí… -Y volviéndose para el lado del sol-: Mire, allá… detrás de aquel cerrito, a la vera del camino… de un caminito angosto que nadie trafica… -Y luego, volviéndose hacia mí-: No hace falta velorio… Aquí se descompone muy pronto la carne… y si es picada de espina de maram, peor… -Y finalmente, dirigiéndose hacia el cadáver: -Mientras yo lo llevo, usted puede ir arreglando su acémila… Le tengo ya ofrecido dejarlo en buen sitio…
Los perros lo siguieron, aullando lúgubremente.
Luego vi a don Silverio perderse por entre los zapotes y los guarangos, con su carga fatídica a la espalda.

V
Por un vado muy ancho cruzamos el río. Atravesamos un bosque de guarangos, Ascendimos una pequeña cuesta. Descendimos por el otro lado del cerro. Vencimos la maraña de un carrizal. De nuevo otra cuesta más larga. Llegamos hasta la garganta del cerro.
Fue en aquel punto que se detuvo don Silverio. Respiró muy hondo y al fin habló:
-He cumplido, señor mío… Ya de aquí no se pierde usted… Siga nomás por esta falda hasta encontrar una quebrada seca… La atraviesa, y sin subir, ni bajar, sigue usted hasta la misma fila… Desde allí podrá distinguir el valle de “Los Naranjos”… Y vaya usted, pues, con Dios, señor mío…
No me quedaba ninguna alternativa. Estreché la huesuda mano del viejo, diciéndole adiós, y tomé presurosamente por la falda gris.

domingo, 8 de marzo de 2009

POESÍA: Canciones de Hogar

VIDAL VILLANUEVA Y SU PROPUESTA POÉTICA
Por Jorge Horna
Acordamos telefónicamente encontrarnos con Vidal Villanueva, después de más de cuatro décadas, la tarde del martes 16 de diciembre pasado, en el centro de Lima; después de un reconocimiento lleno de efusividad, caminamos entre las aglomeraciones de gente y el bullicio pernicioso de los vehículos. Vidal no pierde tiempo, inicia su relato de los hechos de su vida de estudiante universitario, su formación académica, su labor profesional, sus viajes, y de tramo en tramo referencias a la tierra, nuestra tierra: Celendín. Al fin logramos enrumbar por una calle perpendicular a la avenida Abancay -menos transeúntes, menos carros-. Entramos a tomar un jugo de frutas en un modesto y acogedor restaurante.
Despercudido de remilgos y sin rodeos, abocado a lo que siempre le apasionó, Vidal da lectura con modulada voz a los poemas de los libros que ha traído para obsequiarme. Lee con la rienda suelta, a veces hace pausas para indicarme las circunstancias en que fueron escritos o para referirse a los ámbitos del lar, a los enseres hogareños, a las experiencias existenciales, símbolos significantes de su poesía.
Entregamos una muestra de los poemas de su libro Canciones de Hogar editado por la Universidad Nacional de Educación:

AUTORRETRATO
Se quemarán mis leños
en el mismo fogón
donde me retraté
en cenizas.

Los llanques
que me quedaron grandes
seguirán esperando
otro pie
que los cobije
cariñosamente.

Y otra vez,
antes de ir al colegio
me habré
peinado
nuevamente
en el espejo
del pilar,
de espaldas,
a mi amarga
experiencia.

Canciones de Hogar

AUSENCIA
Al hermano José

Hermano,
esta vez
mamá se ha levantado
temprano
a escarmenar su amor.

Esta vez el fogón
ha palidecido mucho,
y nos han echado de menos
en la mesa coja.

¡Todo está callado!

Las paredes están mudas.
El quicio donde solíamos
sentarnos
medita a nombre de los
hermanos muertos.

Ya nadie juega
en el zaguán;
ya nadie pide nada.
Y mamá
sigue hilando
en su rueca,
hasta colmar su ovillo.


AYER NOMÁS
Ayer nomás
vi caer a una paloma.
Ayer nomás
vi morir
a una flor.
Ayer nomás
asesinaron
la verdad
y la vendieron
en los mercados.
Ayer sepultaron
la justicia
y le pusieron
candado
definitivamente.

Ayer estuve
presente
en tu nacimiento,
y hoy has muerto.
Hoy que todo
sigue igual,
absolutamente
TODO.

He vertido algunos rocíos desde lo más hondo al leer la poesía de Vidal Villanueva, hombre sencillo, honrado y franco, quien ha desechado pretensiones desde que vino a este mundo y no permitió que se alojaran en su alma de poeta.

Sucintos datos: Vidal Villanueva Chávez, nació en Sorochuco (Celendín); la Escuela 85 y el colegio “Javier Prado” de su tierra natal fueron testigos de sus travesuras e inquietudes. En Lima se graduó de profesor de Castellano y Literatura en la Universidad Nacional de Educación “La Cantuta”, donde también ejerció la docencia.
Viajó becado a Rusia, y en 1978 obtuvo el grado de Doctor (Ph.D) en Filología en el Instituto de Lingüística de la Academia de Ciencias de la URSS. Ha sido Director de la Unidad de Post grado de la UNE., profesor principal de la Universidad de Huacho, traductor, profesor visitante en universidades del África y Asia.
Ha publicado: Canciones de Hogar (1971) y Baladas de la sangre (1980).
Otra joya versificada de Canciones…:

DOMINGO DE MAYO
Una madre,
un mundo cotidiano,
latiendo.

Que todo hombre
ame a su madre,
que todo hombre
ame a su amiga,
que todo hombre
ame a su mujer.

Yo cuido a mi madre.
Está encerrada
en su mundo.
No conoce a nadie,
es tremendamente
inocente:
No sabe de la tiranía
de Franco
ni de Marcos Ana.

No sabe de lo de
Vietnam,
de Laos
y de Camboya;

No sabe de los
sanguinarios,
ni de Luther King…
Si supiera eso
se sentiría triste
y amaría menos,
estoy seguro.
Sólo sabe de su mundo,
lo entiende
a su manera,
y ama,
también a su manera.

Pero piensen
Hay un mundo inocente,
Es mejor así,
DEFINITIVAMENTE.

martes, 3 de marzo de 2009

NARRATIVA: Un cuento

SONATA JULIANA
Por Franz Sánchez Cueva
La humilde casa yace allí, con grietas hondas en sus paredes pintadas con propagandas políticas que algún despistado alcalde olvidó borrarlas, tiene tantas heridas como los que la habitan; sus corredores son estrechos, el piso de tierra húmeda forma lodo en derredor. Los sucios perros resbalan al ingresar en la precaria vivienda, pero ella no tropieza ni patina, camina segura, gallarda con desfachatez recorre cada centímetro; es la miseria que se cierne en el hogar.
El trasto mugre, desgastado y renegrido al que llaman olla, cocina un caldo en su interior, más intenso que el propio vapor de la sopa es el humo que asciende desde las ramas secas que suplen a la incosteable leña de hualanco.
La hija destapa la olla, se percibe un aroma a pena que envuelve el ambiente, sirve el agua de papas sobre un tazón en lugar de plato, lleva el caldo a su enferma madre.
La anciana adolece una afección pulmonar que la hace toser sin cesar causándole tanto esfuerzo que apenas puede moverse, reposa sobre un delgado colchón con pocas frazadas, la imagen de agonía desgarra los nervios y las fibras más gruesas del corazón, la anciana no habla y no se sabe si oye, se la escucha llorar y quejarse; tampoco se sabe lo que exactamente padece ¿Cómo saberlo? El dinero no cubre tanta curiosidad.
Después de alimentarla en la boca, la hija deja a su enferma madre, tiene que recoger a sus niños de la escuela, son tres; los dos mayores son varones y la menor es una niña que lleva su mismo nombre. Ester.
No tienen padre junto a ellos, no saben quien es o si existe.
Camino de la escuela, la joven madre, hija de la desahuciada abuela, escucha gritos de niños extasiados y felices, asoma a ver de que se trata…Observa juegos mecánicos, algodoneros, gente alegre, risas, música, fiesta. Prosigue su camino, tiene en la cabeza a su moribunda madre, olvida el jolgorio, ensombrece todo sonido, su mente obnubilada reprime su percepción auditiva, el camino enmudece, contempla rostros que ríen pero que no suenan, no oye más.
Es el séptimo mes, del año siete del nuevo milenio; las gentes forasteras invaden el pueblo, los lugareños se aprestan a su recepción, las campanas tañen como nunca, el sonido entrelaza a la ciudad, la toma por las orillas y la sacude, obligando a las personas salir a husmear las novedades de la fiesta patronal.
La noche llega primero a la modesta casa. Se enciende una vela. La luz tenue alumbra poquísimo y se posa débilmente sobre el rostro de los niños; duermen junto a la abuela para prodigarle calor y porque no hay más camas, la sienten agonizar. La noche interminable, los tosidos se intensifican en frecuencia y sonido. Los nietos aprietan más los ojos, fingen no escuchar, ahora caen rindiéndose frente a la utopía. Sueñan… sueñan con un mundo joven, justo, bello, maravilloso. Todos pueden reír, la alegría no es amiga solamente de ricos. Cantan, bailan, no se conocen penas, no está invitado el hambre, mucho menos el dolor de la enfermedad…Se consume lo último de la vela…queda una mecha encendida, se torna azul y se apaga.
La mañana ingresa por los hoyuelos del tejado, el haz de luz pega en la cabeza de los niños. Es feriado, se celebra el día nacional de la independencia, el cielo tiene el color de un mar en el caribe, no se cuenta una sola nube, la plaza repleta de muchedumbre, instituciones y colegios rinden tributo a nuestra patria, se saluda a la bandera y al unísono se grita ¡Viva el Perú!
La joven mamá, está en el mercado, vendiendo ramas de fresco culantro recién cortado, perejil, paico y otras hierbas. No hay feriados, no hay licencias, la muerte apremia y ella no quiere ver marcharse a la abuela, así, de pronto.
Sabe que las personas harán compras hoy, celebrarán su veintiocho con muchos manjares propios de la tierra chocolatera, tiene que continuar vendiendo, le tranquiliza saber que los niños cuidan a la abuela.
El desplazamiento de los estudiantes y autoridades hacia la avenida Túpac Amaru, indica que pronto comenzará el desfile cívico, militar. La gente está alborotada, los espectadores se impacientan, algunos quieren ver a la escuela “centro base”, los más, visten colores amarillos y negros de fácil distinción, son estudiantes Corteganinos, no obstante son visibles también banderolas celestes de sus antagónicas carmelitas.
Los niños ansían desfilar entre la multitud, representar con pecho henchido de orgullo a su escuela, a su hogar, recibir los aplausos dejando a cambio el sudor con cada paso, pero es un imposible y ver pasar a su escuela es el mayor consuelo, no hay dinero para vivir, mucho menos hay para lujos como la ropa o el calzado, no hay uniforme, no hay zapatos.
—Segurito que va a salir la banda, si pué —dice la niña—. Sí, va a salir, que lindo pué —habla emocionada, abriendo con mucho esfuerzo sus pequeños ojitos rasgados.
—Pedro Paula, Augusto Gil, es mi escuela, es mi hogar —canta el mayor haciendo un ruido desagradable con la nariz; los demás acompañan la canción, por un momento la algarabía inunda la casa, pero tan pronto recuerdan que la abuela descansa, callan, pues cuando duerme, no hay más gemidos ni sonidos de dolor. La abuela duerme en calma, los niños no dirán más nada…
Es el medio día, las calles desiertas, ningún alma, ningún sonido, solo una bolsa plástica se eleva en medio de un remolino a la mitad de la pista, no se escucha ni banda, ni gente, acompaña al silencio el sonido del agua hirviendo. Los niños llevan sopa y un pedazo de pan a su abuela.
En el mercado la gente se ha marchado luego de abarrotar los puestos, la joven vendedora nunca había juntado tanto dinero, ni en meses de venta hubiese llegado a la mitad de lo que tenía ese día.
En la tarde los alumnos de los colegios celebran en locales de expendio de aguardiente de caña, y los niños, los niños salen a ver como los pirotécnicos estructuran las grandes torres de luces artificiales y de cohetes, y caminan a ver de muy cerca la vaca loca, la tocan, la miran, luego la jalonean. Los pirotécnicos se levantan y corretean con carrizos en mano a los muchachos malcriados.
Se recuesta sobre la ciudad la estrellada noche que, como siempre llega muy pronto a la casa triste, el frío carcome hasta las astillas de los huesos, posiblemente sea la noche más gélida del año, las personas usan chompas dobles y casacas gruesas. En las calles han perecido a causa del friaje, bastantes animales, es el caso de algunos perros vagabundos abandonados por sus amos. Los niños se han dormido todos juntos, las cajas de fósforos que simulan sus carritos, sus juguetes, están regadas por todas partes. La muerte baila una danza helada de celebración, al filo de la noche, los tres hermanitos permanecen rígidos, tiesos, a un costado de la moribunda anciana, sus semblantes pálidos parecen relucir en la oscuridad. Ellos se han rendido.
Tres luces fugaces penetran el firmamento, haciendo una venia, dan la impresión de detenerse en lo más alto, luego se oye un estallido en el cielo que hace despertar a la hermana menor.
—¡Lo van a quemar a la vaca, lo van a quemar ya!
—Cállate zonza. Qui hora son —pregunta el mayor.
—No sé. Es de noche—dice la niña—. La mamá no viene. Y si se fue lejos con el papá.
—Cállate zonza, —silencia el hermano —. El papá no vive cerca, es, el papá, él vive… lejos.
—Qué pué te haces, como sabes que es lejos.
—Claro lejos pué acaso cerca, lejos.
—En donde a ve, en donde.
—Es vive en Cajamarca.
—Yasque tu ni sabes en donde vive.
—Cállate ya gafa, vamos a ver los cuetes.
—¿Y la abuelita?
—Lo dejamos un ratito —Interviene el otro hermano—. ¡Vamos breve!
—Yo no sé, viene la mama Ester. Yo le digo que tu nos has llevau.
—Apúrate das —Sentencia el líder.
Se elevan, dejan el álgido suelo húmedo, pero por obra de una desconocida fuerza, no sienten frío, no lo sentirán más. Salen de la oscura casa, con cada cohetazo que surca el cielo, sus emociones acrecientan, pero desde luego, deben cerrar la puerta muy despacio para no apagar la vela que aluza finamente el rostro de la abuela, pero perciben que no pueden hacerlo, les es imposible sujetar la puerta ¿Acaso están tan débiles? Dan unos pasos más y de inmediato aparecen en medio de la calle.
A unas cuadras de la plaza de armas su emoción llega al punto más incontrolable y corren, corren muy rápido, como unos pericotes en medio de muchas migas de pan. Llegan hasta donde un señor flaco y vetusto, vende algodones dulces, traspasan entre la gente que hace cola para comprar sus bolsitas de algodón, llegan y… ¡Oh! El olor es delicioso. El azúcar huele caliente y expande un vapor exquisito, las finas lanitas dulces giran en una extraña máquina, el viejo algodonero introduce los palillos de carrizo y moldea sus algodones azucarados, que rico, quien pudiera comérselos todos, no se puede.
La niña espía detenidamente al enjuto vendedor, ella lo observa detenidamente como esperando la devolución del mismo gesto pero el escuálido señor ni siquiera lo nota sin embargo frente a él se detienen otros infantes impacientes a quienes atiende con una amplia sonrisa y mucha amabilidad.
—Todos jalan uno nomás —dice la pequeña —. Ya ves, ya ves
—No por qué mira ese señor panzón tiene tres en una mano —reclama el mayor. Y todos ríen.
—No se puede comer tres en un rato, paque pué mientes.
—Sí se puede, masque vamos a seguirlo y vas a ver trompuda.
Todos están de acuerdo y siguen a un señor regordete que usa bigotes bien negros y que terminan en puntas. Caminan varias vueltas a la plaza y el señor continúa con los tres algodones sin animarse a abrirlos, se sienta en las banquetas, y mientras busca con la vista a alguien entre tanta gente empieza a abrir una de las bolsas, los niños lo miran a unos pocos metros, pero el señor no se da cuenta, los ignora o simplemente no los ve.
—Ya mira mira, está comiendo uno —exclama el mayor.
—Ya pué, uno nomá, ya ves —contesta la niña menor y los demás comienzan a gritar, que sí, que no.
—¡Esperen! ya se va a quedar con el palito —expresa el otro hermano
—Mira el algodón se achicó, pero solo puede comer uno, nadie es capaz de comer más, so zonzo —refiere la menor.
—Va y por que pué —contesta enojado el mayor de los hermanos.
—Porque se muere.
—¡Ma! Esta gafa, no se muere. Yo una vez comí dos y no me morí.
—Cállate mentiroso, nunca has comido dos.
—Sí esa vez, te acuerdas hermano que nos dio un señor por haberlo ayudado —todos arman un griterío.
—Segurito que has comido uno nomá.
—¡No! Dos.
La joven mamá luego de concluir su trabajo en el mercado y con la satisfacción de haber conseguido muchos soles se dirigió a la iglesia para dar gracias a la Camuchita.
Entró en la iglesia y pidió por la abuela, rogó al cielo no dejar morir a su madre, imploró por sus hijos y rezó por mucho tiempo arrodillada en la banca delantera, pues la iglesia estaba vacía.
En la plaza de armas, el rollizo señor de bigotes extraños, llega a la parte final del algodón y con el palito en la mano se pone de pie.
"Dile tú". Los niños comienzan a empujarse frente al señor.
—Señor, puede darme su palito para jugar —pregunta el mayor, sin hallar respuesta.
El señor mira a otro lado, increíblemente no lo oye, el niño llama con más fuerza “Señor, señor, oigaste”, el hombre se paraliza de súbito y siente erizado su singular bigote, al mismo tiempo que un escalofrío invade su abultada figura deja el palito en la banqueta y camina sin ninguna palabra, ni siquiera miró a los niños. Se abalanzaron hacia el sitio para tomar el palito dándose empellones entre ellos, pero el niño mayor y la niña siguieron entre la gente al señor para comprobar si podía comer un algodón más. Al llegar a la esquina de la plaza vieron que el hombre abrazaba a dos niños, eran sus hijos, tenían guantes en las manos por el frío que hacía, vestían unas chompas preciosas, los niños nunca habían visto a personas de su edad, tan blancas, tan bonitas, bien vestidas. Se impactaron tanto que comenzaron a seguirlos. Los niños vieron que aquellos chicos blancos los dos, no le recibían los algodones a pesar que el papá insistía con su brazo estirado.
—Ya ves so zonzo, los niños no quieren segurito ya estiran la pata —le dijo la niña al hermano mayor al mismo tiempo que lo codeaba.
El señor gordo caminó con las bolsas en la mano y con sus hijos por el jirón dos de mayo, entraron a un restaurante y se sentaron en una mesa pegada a una ventana que se veía desde la calle. Esperaron un momento y luego les alcanzaron unos platos tan grandes, había papas en tiras gruesas y buenas porciones de pollo muy dorado en cada plato.
—Tú eres la zonza —dice el mayor a la niña —. Ya ves que están comiendo más y no se mueren.
—Ma, que pué, segurito el panzón lo come todo.
—Mira que ricazo, di.
—Si pué que rico.
—Míralo al dueño cuidau nos bote —exclama el mayor recostado sobre la ventana apoyando sus pequeñas manos pero sin sentir en el vidrio el resuello de su aliento. La niña esta atenta a la puerta del restaurante, sabía que siempre la nubecita que formaban en el vidrio era lo que causaba que los propietarios los botasen de la ventana. Pero le sorprende con mucha alegría que el vidrio esta seco y no ha formado borrosidad alguna. Ya no tenían aliento.
—¡Ya terminaron! ¿Tienes hambre? —pregunta el hermano.
—No, no tengo. Vamos a la casa la mamá nos va a pegar.
—Vamos, yo tampoco tengo hambre, vamos a la plaza a llamarlo al hermano.
Los niños corrieron alegres, cuando llegaron a la plaza había una vaca loca despidiendo luces multicolores y muchas chispas blancas.
“Mira esos grajos” gritó la niñita apuntando hacia una multitud de niños que se querían tumbar a la vaca poniendo zancadillas a su disparatado paso. “Hay que llamarlo a nuestro hermano”, “vamos a la casa”.
Y los niños regresaron a la vieja casita muy apurados. “Hoy si que pué la mamá” “Oma” “Pónganse en sus sitios y quédense quietos”. Así fue, entraron a la casa y oyeron toser a la abuela, que luego de algunos quejidos quedó dormida nuevamente, aprovecharon para meterse en la cama junto a ella. “Cierren los ojos, hasta mañana”.
La joven madre sale de la iglesia y con algunos centavos puede darse el lujo de comprar unos cuantos algodones de azúcar. “Alguna vez siquiera a mis hijitos”. Nunca se vio una sonrisa tan bella en medio de la algarabía de la fiesta. La banda de músicos toca en la plaza, hay infinidad de cohetes y la gente baila, canta y ríe. La joven estaba muy feliz y agradecía en su interior a la virgen del Carmelo por esa felicidad.
Los algodones de azúcar caen al piso, en un letargo casi irreal. Los niños tendidos en el frío suelo. La abuela despierta y mira con aquellos ojos blanquecinos y afligidos, cómo la joven madre, su hija, llora sin consuelo, llora con dolor abrazando a sus pequeños hijos, pálidos, muertos por el frío o por el hambre. La abuela, que no oye, que no habla, ahora llora también. Están muertos los sufridos infantes, llevan muchas horas sin vida y quizá, haya acabado su verdadero martirio.
Ester, no mires al cielo, no busques respuesta en lo que no existe, el llanto de algunos es risa de otros. No interrogues al viento que él se lleva palabras y nos vuelve mudos, no derrames más lágrimas que es un desperdicio, nuestros ojos han sufrido y sufrirán siempre y verán gentes enormemente alegres festejar y tenerlo todo y mirarán el pasado y allí, no encontrarán nada, no hay pobreza en la alegría, ni alegría en la pobreza, son solo instantes que parecen, una vida, llena de todo.
La Feliciana amanece con el sol sentado sobre el toril, es día de corrida, los palcos huelen a madera fresca, las familias llevan sus almuerzos al coloso taurino, el bullerío exagerado de las personas destemplan los nervios a los condenados toros que esperan el inicio de la carnicería, la gente a pagado para eso. Entre polvareda y fuertes vientos, muchos visitan las chicherías y se embadurnan de grasa los dedos con los chicharrones y la cancha. Al primer cornetazo, la cuadrilla de carniceros ingresa al redondel, de los palcos y chaques discurren orines y cerveza que caen sobre la cabeza de la gente en barrera, es gente de alrededores de la ciudad, gente de campo que solo puede pagar lo mínimo para apreciar esta barbarie no obstante, no tienen idea del significado de tan extraña palabra, tauromaquia, eso sucede en barrera y también en el palco oficial. Es una de las festividades en la que resaltan intensos contrastes entre ciudadanos y entre visitantes, los organizadores reparten naranjas a los espectadores que luego las utilizarán como municiones contra el obeso picador haciendo gala de desperdicio e incultura.
Todos están en la Feliciana, nadie a quedado en la ciudad, la plaza parece un desierto, Tres cajones pequeños de color albino atraviesan de repente la desértica calle del comercio, detrás la conmocionada madre, serena, resignada, la acompañan en el fúnebre recorrido, vendedores del mercado, caminan a paso ligero, no hay tiempo para ser solemnes, la colecta del mercado financió un estrecho espacio en el cementerio. Llegan hasta la empinada colina que ofrece un recibimiento de calvario, acorde con las circunstancias. Mientras un puñado de amigos, contados por los dedos de la mano, se aúnen a la penuria, la mamá, Ester, grita tan fuerte que por un instante su voz remece al pueblo, “Mis hijos”. No hay nadie, no queda ninguno. Ahogada por el llanto cae de rodillas sobre el pasto seco y tan bien sin vida del cementerio, a la par, la gente aplaude y festeja en la plaza taurina, el estoque final del asesino de luces. Risas y gritos, la gente atiborrada de euforia proclama al muy valiente matador, con esa euforia y entusiasmo que solo puede provocar el morbo disfrazado de arte. La abuela tan solo duerme y de rato en rato lanza un quejido que enseguida calla con un hondo suspiro. Ha terminado julio, es el mes de los vientos que llevan y traen historias, que arrancan palabras y que se llevan el sonido, nadie sabe a donde, ni por qué. El próximo año, más personas llegarán al pueblo dispuestos a gastar todo su dinero, proclamando con voz hipócrita haber arribado única y exclusivamente por el amor a su tierra o por el fervor a una virgen a la misma vez que ignoran a los hambrientos niños y a los ancianos enfermos, tal vez encontrarán muchos de ellos y mirarán como se mira el sufrimiento ajeno, aquello que sabemos que existe pero que no queremos tan siquiera voltear a ver.