lunes, 28 de mayo de 2007

CUENTO: José de Piérola Chávez

Por una deferencia de José de Piérola Chávez, que nos ha alcanzado por correo electrónico una muestra de su obra, publicamos las dos primeras partes del cuento “Lápices”, ganador de la Bienal de Cuento Copé 2000. El texto completo lo publicaremos en formato Pdf para que los lectores puedan conservarlo (La redacción).


LÁPICES

Por José de Piérola

1
Un martes como cualquier otro, después de cenar, Francisco Pantauro se sentó a resolver el crucigrama mientras tomaba una tisana caliente de manzanilla para ayudar la digestión. Usualmente revisaba las noticias internacionales, pasando luego a devorar la sección de hechos insólitos, su favorita, que leía de la primera a la última palabra todos los días: jamás lo había aburrido. Los martes, sin embargo, renunciaba a ese placer por uno mucho mayor: llenar con sus letras metódicas los casilleros vacíos del crucigrama semanal. Mientras comía llenaba las palabras fáciles, apócope de santo, carencia de algo, único en su especie, prefijo de lugar, dejando las más difíciles para barruntarlas sentado en el sillón de la sala con una olorosa manzanilla sobre la mesita del teléfono. Alguna vez había recurrido al diccionario enciclopédico, inclusive había revisado su archivo para confirmar una palabra, pero trataba de evitarlo porque su placer infinito era descubrir las más difíciles sin más ayuda que los sinuosos pliegues de su memoria, donde las más de las veces ya se había alojado la reticente palabra.
En eso estaba, buscando un sinónimo para sandio, rascándose el bigote con un diminuto lápiz, pero la bendita palabra no acudía. Mordió el lápiz, descascarando la pintura amarilla, sintiendo el sabor helado del grafito en la lengua, hasta que, de pronto, todavía con los ojos cerrados, visualizó la palabra anhelada. El arrebato de alegría, sin embargo, ocasionó que se metiera el lápiz a la boca sin querer. Trató de empujarlo con la lengua, pero el lápiz, en lugar de cruzar la hilera de dientes, se resbaló hacia su faringe, quedando atrapado detrás de su campanilla.
Tiró el periódico al suelo, tratando de no moverse, buscando cuidadosamente una solución a semejante problema. Podía estirar la mano para llamar por teléfono a una ambulancia, pero cuando la voz de la señorita le preguntara qué deseaba, no podría hablar porque el lápiz que le impedía respirar también le impediría hablar aunque sabía que si se angustiaba podía llegar a faltarle el aire de verdad empujándolo a la desesperación que terminaría por incrustarle el lápiz en la epiglotis obturándole la faringe hasta que todo se pondría negro por falta de oxígeno haciéndolo caer al suelo aferrando el auricular del teléfono donde la voz de la señorita seguiría preguntando: ¿En qué podemos ayudarlo?

2
Cuando su agitada imaginación ya lo había dado por asfixiado, de espaldas sobre el piso de parquet con el auricular del teléfono en la mano, sintió que el lápiz se disolvía como si fuera un trago de agua bajándole después por el esófago sin problemas. Se examinó la boca con la lengua: no había nada. Se tocó la garganta: no sintió nada. Simplemente se acababa de tragar un lápiz.
Un hormigueo helado le reptó por el abdomen. Felizmente, de los cientos de lápices que tenía en todos los rincones del departamento, metidos en cristalinos frascos de boca ancha, había elegido uno pequeño que tal vez podía vomitar si tomaba una buena cucharada de aceite de ricino. No cedió a esa recurrida solución. Si el lápiz regresaba de punta podía clavársele en la epiglotis, en la faringe, inclusive podía incrustársele en la cavidad nasal de donde ya sería imposible sacarlo sin cirugía. Esa solución estaba descartada. No podía vomitarlo. Tampoco podía olvidarse del asunto. Uno no se come un lápiz todos los días.
Moviéndose con cuidado para que no se le clavara en el estómago, fue al baño para examinarse la garganta en el espejo, pero no vio nada raro. Como ya era tarde, decidió ponerse la pijama, aprovechando su temporal desnudez para palparse el estómago, luego el bajo vientre, pero no percibió la rigidez del lápiz. Se acostó cuidándose, por sobre todas las cosas, de ejercer presión sobre el estómago. Había leído en alguna parte que los danzaks, los danzantes de tijeras, se comían pequeños sapos remojándolos con aguardiente. Pero era, después de todo, materia orgánica, viva, que podía disolverse con los ácidos estomacales, mientras que los lápices, maderas tratadas en las grandes industrias, ya eran cosas inertes.
Se quedó pensando en eso hasta que el sueño lo venció, pero no durmió de largo como era su costumbre, sino que se despertó a las tres de la madrugada recordando el incidente del lápiz. Ya no pudo dormir. Su ventana, todavía oscura, se fue aclarando mientras esperaba el picotón interior que lo llevaría a la sala de emergencia del hospital de la compañía.

lunes, 21 de mayo de 2007

CUENTO: Alfonso Peláez Bazán

El presente cuento, inédito, lo escribió don Alfonso Peláez Bazán con la intención de presentarlo al concurso “El Cuento de las Mil Palabras” de la revista Caretas. Por azares del destino, o porque la muerte llegó antes, nuestro escritor no alcanzó a enviarlo. Espina de Maram, siempre en la huella de los escritores y artistas celendinos, tiene el privilegio de presentarlo a nuestros lectores (La redacción).

"Era simplemente un diagrama..."

LOS SOBRES

Por Alfonso Peláez Bazán
En un extraño lugar había seis amigos que tenían la inveterada costumbre de reunirse todas las noches en el cafetín de un gringo viejo y seboso. Cada cual tenía ocupación u oficio diferente, pero dentro de las mugrientas paredes del cafetín todos quedaban perfectamente identificados. En sus noctámbulas reuniones se ocupaban de todo; mas, como no eran personas versadas, lo hacían superficialmente, y dejando siempre un saldo de dudas y temores.
El grupo estaba tan bien cohesionado que cuando alguno de sus componentes –por involuntario motivo- faltaba a la sacramental reunión, el vacío causaba general. Era aquella una rara hermandad.
Una noche pusiéronse a hablar de la muerte. Y lo hicieron en la misma forma que suele hacerlo todo el mundo: con misterio y temor.
-¿Y cuál de nosotros será el primero?
-Es mejor ignorarlo, ¿no?...
-Y si llegáramos a saberlo, nos preocuparía quién, el segundo… y luego el tercero…
-Por lo pronto hay una cosa bien clara: cada uno de nosotros quisiera ocupar el último lugar…
-Y ninguno el primero, naturalmente..
Así, artera y sutilmente nació entre los seis amigos, aquella noche, un extraño sentimiento que llegó a tener dramáticas manifestaciones.
******
Noches después, sorpresivamente, apareció en el cafetín un hombre extraño a quien nadie había visto antes. Alto, delgado, erguido. Ojos verdes, de penetrante mirar. Una barba rubia y espesa le cubría casi todo el rostro.
Se acercó resueltamente a la mesa de los seis amigos y manifestó su deseo de estar entre ellos. Aunque sorprendidos, aceptaron cortésmente.
Charlaron hasta bien avanzada la noche. El singular intruso reveló poseer vastos conocimientos. Y tan hábilmente se condujo, que ninguno de los seis amigos tuvo tiempo para preguntarle quién era y de dónde había llegado.
******
Solo al otro día –recordando cierto detalle- diéronse cuenta que todos había sido objeto de prolija investigación.
-Indudablemente ese hombre traía algún propósito. Y cuando lo sepamos, acaso ya sea tarde.
La angustia había empezado a apoderarse del grupo.
*****
Noches después, volvió a aparecer en el cafetín el inquietante hombre.
-¡Oh!... ¡Qué bien os encuentro!...
Y luego de mirar a todos:
-¿Es Ud. fulano?
-Exactamente, señor –contestó el interrogado.
-¿Y el que está a su derecha, zutano?...
-Sí, señor.
Y sin equivocarse absolutamente, reconoció a todos.
-Vuestra memoria es fantástica, señor..
-Poseo muchas facultades fantásticas –contestó fríamente.
Luego púsose de pie, dasabotonóse la chaqueta, introdujo la mano en uno de sus bolsillos interiores y extrajo lentamente… no, no fue lo que en angustioso suspenso esperaron ver. Era sólo un grueso rollo de papel, el mismo que inmediatamente extendió sobre la mesa.
Nerviosos, los hombres inclináronse hacia delante para ver mejor.
Líneas rectas y curvas, unas más grandes que otras. Puntos de diferentes tamaños por doquier. Y una como tenue sombra cubría todo. Era simplemente un diagrama.
Con sus ojos de ave rara, el hombre miraba a todos.
-¿Y qué significa todo esto, señor?
-Esperaba la pregunta. Esta confusión de líneas y puntos representa seis destinos.
-¿Los nuestros acaso?...
-Sí, los vuestros –contestó rotundo.
-¿Y qué razón tuvisteis para hacerlo?...
-Conocí vuestras tribulaciones. “¿Quién será el primero?” “¿Quién el último?” Me dolí de Uds. y vine en vuestro auxilio.
Los hombres miráronse profundamente.
-Señor ¿y todo lo vamos a saber enseguida?
-No, precisamente. Cada uno va a recibir un sobre cerrado.
Y empezó a repartirlos.
Y cuando uno de los hombres intentó decir algo, el hombre misterioso había desaparecido ya.
*****
La noche siguiente, reunidos en el cafetín, lo primero que hicieron fue comunicarse que no habían tenido el valor para abrir sus sobres.
La reunión estuvo colmada de dudas y temores.
*****
Día a día la situación del grupo tornábase embarazosa y sombría.
Una noche uno de los hombres habló así:
-Todo esto se está poniendo insoportable. Cada uno mira a los otros con un sentimiento extraño, indefinible. Todos nos preguntamos quién será el primero… y quién el último… En cada uno de nosotros hay el deseo oculto de no ser el primero, ni siquiera el segundo… Cada uno quisiera ser el último… Y así, entre nosotros, va definiéndose cada vez más el sentimiento equívoco que lacera horriblemente nuestras almas.
Sumiéronse todos en profundo silencio.
*****
Una noche… “He aquí el primero”, se dijeron para sus adentros, al advertir en sus ojos, en su voz, la aflicción.
Acosado por las miradas de sus amigos, el atribulado hombre habría querido escapar, huir… le atormentaba horriblemente ser mirado como el primero, como el más infortunado.
El segundo puesto también aterrorizaba. Ninguno abrió, pues, su sobre aquella noche.
*****
Al cabo de días apareció el segundo valiente. La misma angustia en sus ojos, en su voz, y el mismo deseo de huir, de escapar.
-“Ya estamos libres del primer y segundo puestos… Esperemos que aparezca el tercero…”
Las reuniones eran cada vez más cortas.
*****
Y apareció el tercer valiente. A pesar de todo, la aflicción y la angustia eran las mismas.
-“Ahora si ya podemos abrir nuestros sobres”.
*****
Aquella noche en el cafetín del gringo viejo y seboso, los seis amigos, sin advertirlo ellos, ofrecían el más desesperante cuadro de angustia y de muerte… Todos se miraban veladamente. El mismo sentimiento sordo, hostil.
Y apareció de pronto el hombre misterioso y cruel.
-¡Oh!... ¡Cómo os encuentro!... Vuestros rostros no parecen ser los mismos… ¿Qué os ha podido ocurrir?...
Detúvose un instante:
-… ¡Levantad la vista!... ¡Miraos unos a otros!... Miraos profundamente hasta llegar al fondo.
Los seis hombres obedecían como autómatas.
-Sois infelices criaturas, todos fuisteis presas de los mismos sentimientos. Todos obrasteis de la misma manera. ¿De qué miserable materia hizo Dios al hombre?...
Humildemente, todos bajaron la vista.
-… ¡Y ahora preparaos! ¡Sacad fuerzas, muchas fuerzas!...
Los seis amigos eran como seis figuras de cera.
-¡Sacad vuestros sobres y cambiadlos entre vosotros, una y otra vez, hasta encontrar la verdad!...
Al tiempo que lo hacían, iba dibujándose en cada rostro una mueca horrible. Una mueca que pudo ser –que debió ser- algo distinto… Una sonrisa, por ejemplo… Porque todos los sobres encerraban el mismo pronóstico: “Serás el primero y pronto”.
Riendo a carcajadas y dejando inmóviles a los seis amigos del cafetín, se alejó entre las sombras el hombre misterioso.

jueves, 17 de mayo de 2007

CUENTO: Jorge Díaz Herrera

Aquí una muestra del virtuosismo y gran talento del narrador celendino Jorge Díaz Herrera. La hemos transcrito con cuidado, como intentaremos hacerlo con otros fragmentos de otras obras suyas (La Redacción).

EL ARBOL DE LA BUENA SUERTE

Por Jorge Díaz Herrera
Arístides juraba por lo más sagrado y la memoria de su madre que jamás llegó a encontrar una sola gitana en los tantos burdeles que recorrió por el mundo, porque las gitanas podrán ser pobres, pero putas nunca. Viejo hombre de mar: motorista, ballenero, contrabandista, peleador de pelo en pecho, transportista, estibador, llevaba en cada uno de sus muchos tatuajes la historia de su vida. Concluía sus conversaciones mostrando al muchacherío que lo rodeaba la cara de una bellísima mujer tatuada en el centro del vientre. Tenía una gracia inigualable para mover el ombligo y hacer que aquel rostro incomparable encarrujara los labios para lanzar besos a todo el mundo.

Nada lo entristecía...

Nada lo entristecía. La tristeza se había hecho para los tontos, y él no podía darse semejante lujo. De lo contrario, haría ya mucho tiempo que me hubiesen comido los tiburones. Fumador. Reilón. Borracho. Respetuoso. Saludaba a las mujeres sacándose la gorra verde que jamás abandonaba e inclinaba ceremoniosamente la cabeza. Si todas las mujeres aprendieran de las gitanas, el mundo sería quizá más ladrón pero mucho más honrado. Nunca pudo precisar con claridad de dónde venía: porque si a cualquiera se le antoja decirme que un pájaro vuela de la rama de donde estaba, no es sino pura mentira, que nadie puede negarme que antes estuvo en otra rama y antes todavía en otra y en otra. Y él venía de tantos lugares. Y soltaba una carcajada cuando, al fin de cuentas, no sabría decirles si me estoy yendo o estoy viniendo. De lo que sí estaba seguro es de no quejarse de la vida y ser feliz. Si alguna vez decidiera quedarme en alguna parte, sería en una carpa de gitanos, porque los gitanos no se quedan en ninguna parte y ellos son los únicos que saben vivir como Dios manda. Al despertar los primeros asomos del invierno se fue. Se convirtió en un recuerdo que tardó en extinguirse entre los muchachos de la calle. Cuando estuvo casi olvidado, Arístides reapareció, pañuelo celeste amarrado al cuello y una muñequera de cuero en cada brazo. Estuvo solo unos días y volvió a irse, esta vez para siempre. Dejó la historia de su amor con una gitana y su nombre grabado en el tronco del árbol junto al cual los muchachos acostumbraban reunirse, y después empezaron a escribir sus nombres alrededor del de Arístides. Con los años, ese fue el árbol de la buena suerte. Poner el nombre de uno en él traía felicidad. No hubo enamorado que no lo hiciera. La fe se extendió a gente de todas las edades y alguien plantó en el árbol una cruz, y luego el lugar se convirtió en un santuario. Lo rodearon con una cerca de puntas de hierro e hileras de candelabros de lata. El pueblo fue creciendo. La cruz se llenó de corazones de plata, y el árbol de nombres grabados y hollín de velas.

miércoles, 16 de mayo de 2007

POESIA: Bonifacio Mariñas C.

Bonifacio Mariñas Casahuamán (Bómaca) nació en Sucre, en el antiguo Huauco, en 1943 y estudió la primaria en la Escuela Nº 83 Andrés Mejía Zegarra de su pueblo natal; la secundaria en el entonces Colegio Nacional “Javier Prado” de Celendín, egresando con premio de excelencia.
Obtuvo el título de Normalista en la Escuela Normal de Varones de Cajamarca y desempeñó muchos cargos en el sector Educación, entre ellos el de profesor estable en el Instituto Pedagógico Regional de Celendín y luego como Supervisor Provincial de Educación de Cajabamba.
Tiene una copiosa producción literaria y destacan entre sus poemarios “Imagen del Recuerdo”, “Cantos de Amor”, “Umbrales”, “La dimensión del verso”, entre otros.

"Callecita del Huauco", óleo de Jorge A. Chávez Silva, "Charro"


DÉJAME HERMANO CAMPESINO

Tablillaré tus penas rotas
en un atado de harina mezclado con el viento
ausente de gracia
triste a tu dolor.

Enlazaré tu poncho a la montura
del caballo que descarga su hambre
a cada paso de viejo caminante
y en el portal de la cuesta
un regio padrenuestro saludará con lluvia
para empezar la nueva tregua
de la vida.

Ayuntaré a tu buey romero
con el potro negro
de la esquina de tu choza
al rayar la mañana
para tu siembra infinita
de esperanza.

Campesino del Perú
de genial carrera bautizada por tus pies
aplaudida por el hombre que te grita
atolondrado y nervioso al ver tu serenidad gigante.

Plantaré la estaca de tu caballo guaycho y
de la yegua beige.

Colmaré tu cólera con un rato de cariño
y amistad
al ensuciar el agua del potrero
donde se bañan suavemente
las palomas.

Encenderé ligero
la chamiza de tu roso
para contemplar después el maizal de la cañada
y tocaré una música celeste
a la orilla del verde prado
hasta hacerte llorar de alegría
para decirte hermano de la vida
el campo desnudo te saluda,
cuando lo vistes con tu traje verde.

Frotaré fuerte el dolor de tu rodilla
disconforme con el frío de tus continuas madrugadas
soleadas por el aire
y mojadas por la lluvia del camino.

Zurciré tu costal destruido por el barro
o el hambre de algún roedor que se esconde
ante la fuerza de tus brazos;
teñiré tu modo de andar
con la lana de tus borregos
que ensucian el corral,
pero déjame mirar tus jardines naturales
que adornan silenciosos
los suaves besos de la luna.

En fin… hermano campesino
descansa,
duerme siempre en tu choza,
en la gavilla de tus eras,
en las cuevas hasta que venga
la ganadera hermosa de tu sangre
y sienta la victoria de tu banco
en tu cambiante paisaje.
Hasta que seas tú el grande,
hasta el triunfo laureado
de tu hambre.

domingo, 13 de mayo de 2007

CARTA: Jorge Díaz Herrera

Queridos paisanos y amigos:
Muchas gracias por los envíos de CPM.
Leer las notas que me llegan robustecen en mí la ilusión de caminar por nuestra grata tierra y contemplar su cielo, su verdor, sus calles, su gente buena. Vale decir: cobijarme en su corazón. No obstante haber pasado la mayor parte de mi tiempo en viajes por tierras lejanas, aún no tengo la fortuna de conocer físicamente Celendín. Sus historias iluminaron mis años infantiles, y fueron como la semilla de la que germinaron todos mis libros, todos mis sueños. Los editores han señalado en muchas de mis publicaciones mi origen cajamarquino, sin precisar el nombre de Celendín. Esta situación ya ha sido superada. Pues, como debe constarle a mis lectores, en mis publicaciones últimas figuro como oriundo de Celendín, al igual que en la Enciclopedia Ilustrada del Perú de Alberto Tauro del Pino. He estado vigilante para que así se haga.
En mi memoria está la imagen de mi padre, Aristóbal Díaz Escalante, de mi madre, Zoila Herrera Pereira; de mis abuelos Adelaida y Luis, quienes sembraron en mí el amor por la tierra celendina. Hoy, aposentado en Chaclacayo, campestre distrito limeño, siento cada vez con mayor fuerza la necesidad de corresponder siquiera en algo tanta bondad, tanto amor. Cuánto quisiera pasar una temporada en Celendín dejando en el corazón y la mente de los jóvenes algo de lo aprendido a lo largo de mi vida. Digo (es un decir): un ciclo de conferencias sobre la creación artística, un taller de lectura y literatura, por ejemplo, que bien podría ofrecer a los alumnos del Centro de Estudios Superior de Celendín. Los años nos dan la lección que uno mismo no supo en su juventud dársela a sí mismo: volver al origen, respirar su aire, oír sus historias, caminar por sus calles, escribir sobre todo eso que en mí habita tan sólo como un sueño de inmensa gratitud. Gracias por los envíos de CPM. Mi saludo a tan fraterno esfuerzo. Tengo fe en que la inteligencia e imaginación creadora de nuestro pintor y poeta Jorge Chávez Silva, de quien conozco su prestigio y espero abrazarlo personalmente algún día, llevará a CPM por los caminos que se merece.
Saludos y abrazos, queridos paisanos y amigos.
Abrazos. Abrazos. Abrazos.
Jorge Díaz Herrera

sábado, 12 de mayo de 2007

CUENTO: Jorge Díaz Herrera

Jorge Díaz Herrera nació en Celendín, Cajamarca, en 1941. Estudió en Trujillo del Perú y en Madrid. Ejerció la docencia universitaria en el Perú y en España, aunque muchos lo cataloguen como nacido en Trujillo o genéricamente en Cajamarca, él ha declarado a CPM su condición de shilico y el cuidado que está poniendo para que en las últimas ediciones de sus obras se escriba así.
Jorge nos ha manifestado su intención de dictar en Celendín un ciclo de conferencias gratuitas acerca de literatura para los estudiantes de Educación Superior y desde ya hacemos extensivo este deseo a los encargados de la cultura del actual municipio.
Escritor polifacético, ha incursionado en diversos géneros literarios: periodismo, poesía, teatro, ensayo, cuento, novela, recibiendo numerosas distinciones como el Premio Nacional de Fomento a la Cultura «José María Eguren» (1972), el premio de teatro de La Universidad Nacional Mayor de San Marcos, y de la Municipalidad de Lima, entre otros.
Ha publicado Orillas (poesía, 1964), Aguafiestas (poesía, 1974), Los duendes buenos (teatro para niños, 1964), Parque de leyendas (narración poética dedicada a la infancia, 1975), Comanche (teatro, 1970), Ver para correr (teatro, 1968), El diablo también come uvas (teatro, 1768), Mi amigo caballo (cuentos, 1980), Alforja de ciego (cuentos, 1975), La agonía del inmortal (novela, 1985), Por qué morimos tanto (novela, 1995), La colina de Irupé (novela corta, 2003), Cuéntame lo que nos pasa, (cuentos,2004), El Ángel de la Guarda (novela corta, 2005), Historias para contar, reír y jugar (cuentos para niños, 2005), Sones para los preguntones (divertimento familiar en verso, 2005). Sus crónicas están dispersas por revistas y periódicos nacionales y extranjeros.
Ha participado en diversos encuentros literarios dentro y fuera del país y residido varias temporadas en Europa. Actualmente vive en Chaclacayo, apacible distrito en las afueras de Lima.
En sucesivas entradas publicaremos una antología de sus obras.
De su libro Alforja de ciego transcribimos el siguiente cuento:

"Casona celendina" (Foto: Jorge A. Chávez S. "Charro")

EN LAS VIEJAS CASONAS

Por Jorge Díaz Herrera
1
El portón plomo de madera y algo desastillado, con su cerradura de llave grande y puño de bronce y la placa antigua aún legible junto a la placa nueva, y el patio de cemento y las habitaciones espaciosas y altas, empezando por la sala, todas con el piso entablado, y los cuartos de la servidumbre abarrotados de cosas inútiles y telarañas y la cocina al fondo con las paredes húmedas y enmohecidas al otro lado del cuarto del batán, y el corral hasta la otra calle y el sauce y el pozo clausurado y ella en el dormitorio escribiendo, con el pulso tembloroso por los años, en un retazo de cartulina blanca: SE VENDE, y el recuerdo de los recuerdos de su madre, que a la vez eran recuerdos de la abuela y también recuerdos suyos, y el bullicio de los rumores que traía el viento por las claraboyas y toda esa cantidad de historias derramadas, como agua sobre tierra seca por los rincones de la casa, y la humedad solitaria de ahora y ese viejo miserable insistiendo en comprársela por menos de la mitad de su precio, sin tener en cuenta que la casa siempre fue casa de gente decente, a la que podrían acusarla de lo que quisieran pero jamás de ladrona, y los ojos de los retratos mirándola altiva como siempre y por eso, aunque le doliera más que todos los dolores juntos, ella prefería vender la casa antes de pedir un solo centavo a nadie porque, eso sí, le podrían achacar todos los males que les antojasen, pero el de ser limosnera nunca, porque así debería ser y así sería, por algo ella había sido hija de quien era.

2
Hacía ya más de media vida que doña Amelia, en medio de la orfandad traída por la pobreza, iba de uno a otro lado desempolvando con un plumero de otros tiempos la vieja casona y taponando los huecos de los ratones. el sentarse bajo la claraboya a descifrar las voces que traía el viento solo logró distraerla algunos años, después lo olvidó para siempre. La preocupación de luchar contra el polvo y de interpretar sus sueños no le dejaba tiempo para otra cosa. Y presintió que pronto se moriría y empezó a alistarse para el viaje. Zurció sus ropas blancas que le serviría de sudario y escribió una carta a su hermana tanto tiempo ausente, pidiéndole un lugar en el mausoleo de la familia. La impaciencia en que la sumió la espera de la respuesta la llenó de sofocantes palpitaciones. No supo cuánto tiempo esperó, pero murió esperando, sin enterarse de que su hermana, al leer la carta, estalló gritando: no contenta con la comida que todos los días le hago llegar para no dejarla morir de hambre, todavía tiene la sinvergüencería de causarme problemas hasta después de muerta, sabiendo bien, como tuvo que saberlo, que el mausoleo está repleto y que allí no queda espacio sino para una sola persona.

3
El rosal por que guardaba menos esperanza floreció y el otro, no obstante las muchas ramas que le crecieron, solo llegó a dar unos botones que nunca lograron abrirse y Hermelinda sembró en su lugar un girasol, que murió pronto sin saber que es una flor. Después fueron una dalia, una amapola y una enredadera, y Hermelinda quedó convencida de que ese sitio del jardín tenía mala suerte. Y mandó poner en él una piedra grande de formas sugerentes, que la humedad del invierno cubrió de un musgo coposo como algodón verde que di un sin fin de florcitas moradas, y se convirtió en la parte más linda de mi jardín. Y el viejo rosal enfermó y Hermelinda, para evitar que contagiara al musgo y sus flores lo echó arrancándolo de raíz, y el musgo, solo Dios sabe cómo son las cosas, empezó a secarse hasta que la piedra quedó pelada como antes. Y Hermelinda fue perdiendo el gusto por las flores e hizo levantar una habitación más en el lugar del jardín para que la casa gane un poco de espacio. Y alquiló los cuartos interiores a un matrimonio joven, yo me vengo a vivir en la parte donde era el jardín y un cuartito más, para una mujer sola es suficiente. Y así se acostumbró a pasárselas casi todas las horas de su vida balanceándose en una mecedora de Viena, mientras tejía, en el lugar donde no florecieron el rosal, ni el girasol, ni la dalia, ni la enredadera y donde las florcitas moradas del musgo, que parecía que nunca iban a morir se secaron para siempre.

domingo, 6 de mayo de 2007

NOVELA: José de Piérola Chávez

José de Piérola Chávez, nació en 1961, en Lima, pero de inmediato fue llevado a la tierra de sus mayores, Celendín, donde pasó su infancia. Hizo sus estudios primarios en la hoy desaparecida Escuela de Aplicación del Instituto Pedagógico Regional de Celendín, prosiguió sus estudios en la GUE “Bartolomé Herrera” de Lima y luego en la Universidad Federico Villarreal.
Después de hacer estudios de ingenieria civil y de una carrera en consultoría informática en los años 80, se autoexiló en Los Angeles, Estados Unidos, en 1990. Siete años después abandonó la consultoría por su impostergable vocación literaria. Su cuento “En el vientre de la noche” ganó el Premio Internacional de Cuento Max Aub en 1998. El mismo año su cuento ”Variaciones sobre un tema de Nabokov” quedó finalista en la Bienal del Cuento Copé. Con “Humo azul” obtuvo el tercer premio en el cuento de las 2000 palabras en 1999. Con “Lápices” ganó la Bienal de Cuento Copé en el año 2000. Actualmente vive en San Diego, California.

El fragmento que publicamos pertenece a la novela corta “Un beso de invierno”, ganadora del Premio de Novela Corta del Banco Central de Reserva 2000 y en él enfoca uno de los momentos más dramáticos de la historia peruana reciente.

UN BESO DE INVIERNO (Fragmento)

No era la primera vez que lo sentía. Hacía muchos años, cuando todavía era estudiante, ese relámpago interior me había descargado un golpe de adrenalina que no sirvió de nada. Aquella vez me había despedido en la puerta del dormitorio de mujeres, casi a medianoche, con un beso que cerraba una larga conversación a oscuras en los viejos sillones del recibidor. El sábado, nos dijimos, lo pasaríamos en Lima, quizás en Barranco, en uno de esos hostales que no hacían preguntas porque alojaban a otras parejas que, como nosotros, vivían la aventura del amor carnal antes del cotidiano amor sin aventura.
Salí por el jardín hasta la calle sin vereda que iba al pabellón de mujeres a las casas de los catedráticos. La noche estaba ligeramente fría, pero estrellada, llena del canto tranquilizador de los grillos. Los sauces llorones de la carretera olían intensamente. Las casas de los catedráticos estaban todas con las luces apagadas. Sumidos en el silencio, quizás dormían con sus esposas, sus hijos, sus perros, sin saber que una noche cualquiera irían a buscar a uno de ellos. Pasé por la última casa, la que tenía un huerto con cantutas, luego tomé la larga curva de la carretera que, bordeando la polvorienta colina, llegaba al pabellón de hombres. Ese tramo no tenía postes de luz, pero lo había recorrido tantas veces que no me resultó difícil sortear una piedra que había rodado del cerro. Quizás alguien había merodeado otra vez por las torres de alta tensión.
Cuando ya estaba a unos metros del pabellón de hombres oí un motor. No era el bramar apagado de los ómnibuses, ni el ruido lejano de los camiones que pasan por la Carretera Central, al otro lado del río, menos aún el retumbar sordo, imparable como un destino, del tren que pasaba cargado de mineral junto a la ribera. Era el motor de una camioneta en el campus, a esa hora de la madrugada, a pesar de que hacía seis meses el ejército había instalado una garita de control en la entrada principal. Volteé como si alguien me hubiera llamado con una palmada en el hombro. Una camioneta de doble tracción, chasis alto, llantas anchas, avanzaba por la calle principal, la que debían cuidar los soldados de la garita. Sobre el techo tenía unos faros apagados sobre los cuales oscilaba una gran antena que brilló con la luz del último poste cuando la camioneta tomó la calle que venía directamente al pabellón de hombres.
Fue en ese momento que sentí el relámpago del miedo, esa sensación extraña en la lengua, como si una avalancha de piedras estuviera cayendo sobre mí, anunciando su poder mortal con los primeros guijarros que me golpeaban los pies. No lo pensé, ni lo planeé: me dejé llevar por el momento. Salté sobre los arbustos de granada que rodean los resecos jardines. Me tiré boca abajo, acezando, apoyado las temblorosas manos en la tierra, ignorando el ardor de unos arañazos en las pantorrillas, luego miré por entre los troncos de los arbustos. La camioneta, avanzando con una lentitud imbécil de reptil, se acercaba ominosa, implacable. En ese momento debí tocar las puertas, debí gritar, debí advertirles, pero no lo hice, el miedo me paralizaba, la posibilidad, lo sabía, de terminar desnudo, tendido en una mesa, temblando de pavor, mientras en un rincón ronca la flama de un hornillo de querosene.
Los faros de la camioneta alumbraron la puerta del pabellón cuando ésta se detuvo frente al jardín. Unos hombres saltaron de la parte trasera, quizá cuatro, quizá seis, todos con pasamontañas negros, todos con uniformes militares sin galones ni insignias, todos armados con fusiles automáticos. Hubo gritos, cosas que caían, portazos, más gritos. Mientras tanto, con la cara pegada a la tierra seca, sintiendo el polvo que me entraba por la nariz, traté de contener el temblor de mis costillas. Los gritos continuaron, más cosas cayeron, hasta que, quizá cinco minutos después, salió el jefe. El chofer, que se había quedado al volante, prendió el motor. Entonces los vi salir. No los reconocí, pero supe que eran estudiantes, ambos son el pelo revuelto, los movimientos torpes de quien está a medio camino del sueño a la vigilia. Uno de ellos descalzo, con un pijama de franela de cuadros, el otro con sayonaras, en calzoncillos, caminaban con las manos en la nuca, empujados por el cañón del fusil automático de los uniformados. Detrás de ellos salió otro con las manos en alto, completamente vestido, inclusive lúcido, como si no se hubiera acostado todavía. Caminaba con una extraña tranquilidad. Lo reconocí. Era, como yo, jefe de prácticas, pero en la facultad de economía. Más de una vez lo había oído discutir vivamente en el comedor, con una voz que tenía acento andino, pero que sonaba extrañamente cultivada para un jefe de prácticas, la voz de un locutor de radio. Se decía que pertenecía a Vanguardia Roja. Quizá por eso yo había evitado siempre sentarme en su mesa.
Los dos primeros subieron a empellones a la camioneta, pero el jefe de prácticas de economía política subió muy despacio, como si estuviera emprendiendo un viaje de rutina. Entonces salió el último de los uniformados. Quizá tropezó con la barra de fierro que había expuesta en la grada, porque trastabilló, lanzó una carajeada, luego se oyó un ruido metálico rebotando en el cemento de la grada hacia el jardín. No supe qué era, tampoco me interesaba, porque mi cuerpo, completamente helado, temblaba, obligándome a respirar con la boca abierta. Yo estaba oculto detrás de los arbustos de granada a pocos metros de él.
El uniformado alumbró hacia el jardín con la linterna montada en el fusil automático. Éste es el final, pensé, esta misma noche estaré contigo en el infierno. Pero el jefe de los uniformados, soltando una imprecación, lo llamó desde la puerta. El soldado lanzó una maldición antes de subir a la camioneta que, como un reptil que se acerca a una presa acorralada, avanzó lentamente hasta la calle principal. La antena volvió a brillar bajo el poste de luz, pasaron por la biblioteca, cruzaron la garita de control sin detenerse, luego se perdieron en la carretera de acceso al puente que cruzaba el río.
Nunca más volvimos a ver a ninguno de los que se llevaron aquella noche.

sábado, 5 de mayo de 2007

POESIA: Gutemberg Aliaga Z.

Gutemberg Aliaga Zegarra, “Guto” para los amigos, es un poeta nacido en Sucre en 1947. Egresó del Instituto Pedagógico Regional de Celendín como profesor de Castellano y Literatura y ha ejercido la docencia en diversas instituciones del departamento. Su obra poética y narrativa, plena de reminiscencias telúricas, habla de su amor a la tierra y se desliza cantarina como las aguas de los riachuelos de nuestra tierra natal.
En 1989 obtuvo Mención Honrosa en el Concurso de Cuentos Andinos, en 1991 obtuvo el Primer Premio de cuento “Alfonso Peláez Bazán” y en 1992 obtuvo Mención Honrosa en los juegos florales “César Vallejo”. Ha publicado “El Sueño del Floripondio”, “Fibras del Tiempo” entre otras obras.
El poema que publicamos es un reclamo viril, es la voz de un pueblo, víctima de un sino trágico que parece perseguirlos: El olvido de sus hijos.

"El Huauco" Fotografía de Jorge. A.Chávez Silva "Charro"

ANGUSTIA Y REFLEXION

Qué será de mi pueblo
a esta hora…
Cuando entre vítores,
cohetes y bombardas
iluminen su cielo azul
jaspeado de titilantes estrellas.

Qué será de mi pueblo
a esta hora…
De ver sus calles retorcidas
y sus techos disparejos
escondiéndose en el alma
al ritmo cadencioso
de sus aguas cantarinas.

Qué será de mi pueblo
a esta hora…
Hoy que sus cerros enhiestos
centinelan su futuro
departiendo severidad e hidalguía.

Y en la inmensidad de su égloga verde,
de sauces llorones.
de blancas garzas
y melodiosos zorzales,
saluden a nuestro Santo Patrón:
San Isidro Labrador.

A esta hora, cuando sus hijos
Desandan su progreso,
lo corroen, lo apostrofan,
y le merman el pan de su sustento.

No por mí…
Ni por ti…
Ni por él…

Por sus mujeres
que genuflexan la cerviz
ante la imagen hierática del sombrero.

Por sus jóvenes,
que deambulan sin Dios,
buscando el sendero de sus antepasados.

por sus niños,
que esperan un pan más
del costado sangrante de Cristo.

Por eso canto para los cicateros,
para los huérfanos de espíritu.
Para que sus apetitos
no mengüen nuestras aspiraciones.
Para no deambular entre ceja y ceja,
deshonrando a nuestros padres.
Para no exclamar: ¡Hermanos!...
Para ustedes canto yo…
¡Con amor fraterno!
¡Salud!

jueves, 3 de mayo de 2007

CUENTO: Jorge Pereyra Terrones

Jorge Pereyra Terrones, periodista, narrador y poeta nacido en Cajamarca, en 1952, tiene, sin embargo hondas raíces celendinas. Es uno de los integrantes, de acuerdo a la expresión jocosa de don Saúl Silva, de la “real canshulada de artistas” que procreó don Manuel Pereyra Chávez “Perseo”, en la cual también destacan el poeta Einar Pereyra, el escultor René Pereyra, los pintores Salvador, César y Luis Pereyra, y el periodista Rodolfo Pereyra.
En 1973 se desempeñó como articulista de la página editorial del desaparecido diario “La Crónica” y ganó un premio nacional de periodismo. En 1979 emigró a México, en calidad de exilado, debido a la persecución de la dictadura militar de Morales Bermúdez. En la capital mexicana trabajó en el diario “Universal”, en el Centro de Estudios Económicos y Sociales del Tercer Mundo y como director de la revista “Textual”. Reside, desde 1985, en Estados Unidos.
En el 2006, cumpliendo el sino atávico de todos los celendinos, volvió a la tierra, a la Feria Taurina de la Virgen del Carmen, y nos hizo llegar su libro “La Lengua del Silencio”, del que extraemos el cuento adjunto, que trata un tema de actualidad como es la guerra fratricida y sus nefastas secuelas.
Aprovechamos la ocasión para hacer un pedido. C
on la firme convicción de que el pueblo celendino tiene pleno derecho a conocer la obra de todos sus más pleclaros hijos, la asociación Celendín Pueblo Mágico invoca a los familiares, o a las personas que tengan los escritos de don Manuel Pereyra Chávez "Perseo", a enviarnos una copia para su publicación.

REGRESO A CASA

Por Jorge Pereyra Terrones
Sintió en sus pulmones el aire frío de la puna, Y en ese preciso momento, al coronar la más alta cordillera cajamarquina, Mauricio supo que sus horripilantes pesadillas sobre la muerte habían llegado por fin a su término.
El ruidoso ronroneo del motor del autobús en el que viajaba de regreso a su tierra natal, lo sacó de sus fúnebres cavilaciones. Desde las alturas del cerro El Gavilán contempló al mediodía el bello paisaje del valle de Cajamarca y su corazón gradualmente se llenó de paz.
También divisó a lo lejos las delgadas columnas de humo que se desprendían de las cocinas de leña de algunas fincas enclavadas a un extremo de la verde planicie andina. Era la hora del almuerzo y se imaginó un caldo de chochoca con paico borboteando en la olla, mientras los cuyes, abiertos en canal, chisporroteaban de espaldas en el aceite caliente.
Al finalizar la guerra de Cenepa, el soldado Mauricio Cotrina había regresado a la ciudad del Cumbe, de la que salió cinco meses atrás para enrolarse como voluntario en un batallón de fuerzas especiales. Nadie lo obligó a ello. Pero su juventud y sus clases de Historia del Perú complotaron pasa inflamar su patriotismo y para persuadirlo de que tenía que acudir al maternal llamado de la Patria. Aunque las dantescas escenas que vio en la guerra, sin su aureola de gloria y glamour, lo convencieron de que en realidad había descendido al mismísimo infierno. Atrás quedaron los combates nocturnos, cuerpo a cuerpo, en la jungla de la frontera peruano-ecuatoriana. Y también el olor putrefacto de los insepultos cadáveres de los soldados de ambos bandos, despedazados por la minas antipersonales y los animales salvajes.
El autobús continuó su lento descenso por el camino asfaltado y bordeado de pencas y retamas, mientras los huanchacos silbaban sus peculiares trinos en las ramas de los más altos eucaliptos. Y al cabo de una hora ya fue posible observar con nitidez los tejados color marrón de las casas de su ciudad y las altas torres de piedra de la iglesia de San Francisco.
Al arribar al terminal de autobuses, y antes de tomar un taxi para dirigirse a la casa de sus padres, Mauricio quiso hablarles sorpresivamente por teléfono:
-¡Mamá, papá… he regresado a casa! Pero antes quisiera pedirles un favor… He venido con un amigo y me gustaría invitarlo a nuestra casa.
-¡Pero, por supuesto, hijo! Nos encantaría conocerlo. Ya sabes que tus amigos son nuestros amigos. Y más que todo porque peleó a tu lado en la guerra del Cenepa.
Mauricio se mantuvo en silencio unos segundos y luego continuó:
-Sin embargo, hay algo que quisiera que ustedes sepan. Mi amigo Gamaniel pisó una mina explosiva en al área de Tiwinza y, como consecuencia de ello, perdió un brazo y una pierna. No tiene familia y tampoco un lugar adónde ir. Por lo mismo, quisiera que se quede a vivir con nosotros.
Hubo un largo silencio al otro lado de la línea y luego habló el padre:
-Me apena oír eso, hijo. Quizás podamos encontrarle algún otro lugar para que viva.
-¡No papá y mamá. Ustedes no me han entendido!... ¡Quiero que viva con nosotros!
-Hijo… -dijo el padre- Tú no sabes lo que estás pidiendo. Un inválido como él sería una gran carga para todos nosotros. Gamaniel necesita un cuidado especial. Nosotros también tenemos nuestras propias vidas y no podemos dejar que algo como esto interfiera con ellas. Creo que debes venir a casa y olvidarte de ese asunto. Estoy seguro que él hallará cómo vivir sin tu ayuda.
Después de escuchar esto último, Mauricio no le contestó a su padre durante unos segundos y luego colgó el teléfono. Sus padres no volvieron a escuchar de él por un tiempo.
Sin embargo, un mes después, sus progenitores recibieron desde la ciudad de Trujillo una súbita llanada de la policía. Y sin que tuvieran tiempo para reaccionar, les dijeron si rodeos que su hijo había muerto instantáneamente después de arrojarse desde la azotea de un edificio de cinco pisos. Y se presumía que podría tratarse de un suicidio.
Los angustiados padres viajaron a Trujillo y de inmediato fueron conducidos a la morgue de la ciudad para identificar el cadáver de su hijo. Lo reconocieron rápidamente cuando lo trajeron sobre una camilla con ruedas y envuelto en una sábana blanca de la que sobresalía sólo la cabeza. Ambos se abrazaron al cuerpo sin vida de su único hijo y lloraron amargamente hasta que quedaron sin lágrimas y sin voz.
Recordaron su llanto al nacer una tibia mañana de primavera, su ternura y su amor por los animales, su primera comunión vestido todo de blanco, sus premios en la escuela y su admirable obediencia y amor para con ellos. Había sido el hijo perfecto, el alumno envidiado y el joven solidario que socorría siempre a los más débiles y menesterosos. ¿Por qué Dios se llevaba siempre a los más buenos? ¿Por qué los había bendecido con un hijo tan ejemplar para luego quitárselos sin previo aviso?
De pronto, la sábana que cubría el cuerpo de Mauricio se movió y cayó al suelo. Y descubrieron, para su horror, que su hijo tenía tan sólo un brazo y una pierna.

miércoles, 2 de mayo de 2007

PAISAJE: Alfredo Rocha Zegarra

He andado muchos caminos,
he abierto muchas veredas,
he navegado en cien mares
y atracado en cien riberas…
Antonio Machado
El artista Alfredo Rocha Zegarra fue un viajero impenitente, y, como dice el verso de Antonio Machado, hizo camino al andar. De su periplo por los pueblos de nuestra provincia rescatamos estos apuntes que hablan de las preocupaciones del artista acerca del destino de nuestros pueblos, de un futuro entendido como la resultante de un pasado, de sus recursos y de su postergación y olvido.
Seguramente que hoy la realidad es otra, pero Alfredo nos demuestra en sus anotaciones que nada pasó desapercibido para él, que entendió perfectamente cual es el papel del artista con respecto a su época y al momento histórico que le tocó vivir.

Plaza e Iglesia de Sorochuco (Apunte de Alfredo Rocha Zegarra)


SOROCHUCO

Por Alfredo Rocha Zegarra
Esta es la ubérrima tierra de Sorochuco, granero de Celendín. Sus gentes son de alta vitalidad para las faenas agrícolas. Ha tenido un pasado de indudable influencia quechua, pues, en la mitad del camino a Celendín existe una pétrea silla real del Inca o trono incaico.
Es la tierra del gran maestro David Sánchez Infante, del dinámico ingeniero Fortunato Marín, del doctor León Villanueva, joven médico que dio honor a Celendín, ganador del premio Bignón Nacional de Medicina con una alta investidura científica. Es la zona preferida de las haciendas cañaveleras de la costa, especialmente Pomalca, para el enganche de peones agrícolas.
Sorochuco sufre un injusto aislamiento, siempre ha tenido trabas para su progreso, su vinculación a la carretera que pasa por la Loma del Indio es una obra de nunca acabar, siendo tan corto el tramo y grandes los beneficios que reportaría a la economía de la región.
Adolece de grave abandono estatal en cuanto a los servicios básicos como la salud. hay un promedio de 15 a 20 niños que mueren al mes debido a infecciones entéricas. No tiene condiciones sanitarias de ninguna especie. Este pueblo sostiene a Celendín y no merece el atraso en que se encuentra. Hace falta crear muchísimas escuelas, pues el analfabetismo es lastimoso.