lunes, 28 de mayo de 2007

CUENTO: José de Piérola Chávez

Por una deferencia de José de Piérola Chávez, que nos ha alcanzado por correo electrónico una muestra de su obra, publicamos las dos primeras partes del cuento “Lápices”, ganador de la Bienal de Cuento Copé 2000. El texto completo lo publicaremos en formato Pdf para que los lectores puedan conservarlo (La redacción).


LÁPICES

Por José de Piérola

1
Un martes como cualquier otro, después de cenar, Francisco Pantauro se sentó a resolver el crucigrama mientras tomaba una tisana caliente de manzanilla para ayudar la digestión. Usualmente revisaba las noticias internacionales, pasando luego a devorar la sección de hechos insólitos, su favorita, que leía de la primera a la última palabra todos los días: jamás lo había aburrido. Los martes, sin embargo, renunciaba a ese placer por uno mucho mayor: llenar con sus letras metódicas los casilleros vacíos del crucigrama semanal. Mientras comía llenaba las palabras fáciles, apócope de santo, carencia de algo, único en su especie, prefijo de lugar, dejando las más difíciles para barruntarlas sentado en el sillón de la sala con una olorosa manzanilla sobre la mesita del teléfono. Alguna vez había recurrido al diccionario enciclopédico, inclusive había revisado su archivo para confirmar una palabra, pero trataba de evitarlo porque su placer infinito era descubrir las más difíciles sin más ayuda que los sinuosos pliegues de su memoria, donde las más de las veces ya se había alojado la reticente palabra.
En eso estaba, buscando un sinónimo para sandio, rascándose el bigote con un diminuto lápiz, pero la bendita palabra no acudía. Mordió el lápiz, descascarando la pintura amarilla, sintiendo el sabor helado del grafito en la lengua, hasta que, de pronto, todavía con los ojos cerrados, visualizó la palabra anhelada. El arrebato de alegría, sin embargo, ocasionó que se metiera el lápiz a la boca sin querer. Trató de empujarlo con la lengua, pero el lápiz, en lugar de cruzar la hilera de dientes, se resbaló hacia su faringe, quedando atrapado detrás de su campanilla.
Tiró el periódico al suelo, tratando de no moverse, buscando cuidadosamente una solución a semejante problema. Podía estirar la mano para llamar por teléfono a una ambulancia, pero cuando la voz de la señorita le preguntara qué deseaba, no podría hablar porque el lápiz que le impedía respirar también le impediría hablar aunque sabía que si se angustiaba podía llegar a faltarle el aire de verdad empujándolo a la desesperación que terminaría por incrustarle el lápiz en la epiglotis obturándole la faringe hasta que todo se pondría negro por falta de oxígeno haciéndolo caer al suelo aferrando el auricular del teléfono donde la voz de la señorita seguiría preguntando: ¿En qué podemos ayudarlo?

2
Cuando su agitada imaginación ya lo había dado por asfixiado, de espaldas sobre el piso de parquet con el auricular del teléfono en la mano, sintió que el lápiz se disolvía como si fuera un trago de agua bajándole después por el esófago sin problemas. Se examinó la boca con la lengua: no había nada. Se tocó la garganta: no sintió nada. Simplemente se acababa de tragar un lápiz.
Un hormigueo helado le reptó por el abdomen. Felizmente, de los cientos de lápices que tenía en todos los rincones del departamento, metidos en cristalinos frascos de boca ancha, había elegido uno pequeño que tal vez podía vomitar si tomaba una buena cucharada de aceite de ricino. No cedió a esa recurrida solución. Si el lápiz regresaba de punta podía clavársele en la epiglotis, en la faringe, inclusive podía incrustársele en la cavidad nasal de donde ya sería imposible sacarlo sin cirugía. Esa solución estaba descartada. No podía vomitarlo. Tampoco podía olvidarse del asunto. Uno no se come un lápiz todos los días.
Moviéndose con cuidado para que no se le clavara en el estómago, fue al baño para examinarse la garganta en el espejo, pero no vio nada raro. Como ya era tarde, decidió ponerse la pijama, aprovechando su temporal desnudez para palparse el estómago, luego el bajo vientre, pero no percibió la rigidez del lápiz. Se acostó cuidándose, por sobre todas las cosas, de ejercer presión sobre el estómago. Había leído en alguna parte que los danzaks, los danzantes de tijeras, se comían pequeños sapos remojándolos con aguardiente. Pero era, después de todo, materia orgánica, viva, que podía disolverse con los ácidos estomacales, mientras que los lápices, maderas tratadas en las grandes industrias, ya eran cosas inertes.
Se quedó pensando en eso hasta que el sueño lo venció, pero no durmió de largo como era su costumbre, sino que se despertó a las tres de la madrugada recordando el incidente del lápiz. Ya no pudo dormir. Su ventana, todavía oscura, se fue aclarando mientras esperaba el picotón interior que lo llevaría a la sala de emergencia del hospital de la compañía.

No hay comentarios: