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domingo, 4 de octubre de 2009

HALLAZGO: Manuscrito de Manuel P. Zegarra

LOS SUEÑOS DE TEÓFILA
Por Jorge Horna
Dentro del panorama de escritores celendinos el nombre de Manuel P. Zegarra siempre sale a flote solamente como un referente junto a su obra Sueños de Teófila.
Hace más de una década indagando sobre estos asuntos conversé en Celendín con Manuel Sánchez Aliaga, y me informó en ese sentido, pero me refirió que el nombre del autor aludido era Manuel Pasión Zegarra. También en algunas revistas celendinas hay sólo datos nominativos sobre él y el título de su libro.
Ha sido el doctor celendino César Muñóz Sánchez, quien hurgando con avidez literaria en archivos personales de su difunta madre, la profesora doña Luisa Sánchez Horna, ha hallado el manuscrito original de Sueños de Teófila. Me ha mostrado el texto caligrafiado de puño y letra de Manuel P. Zegarra que consta de cincuenta páginas escritas en un cuaderno escolar.


En la primera página está el siguiente título: Sueños de Teófila o Las Noches de una Virgen, por Manuel P. Zegarra, fechado en la ciudad oriental de Iquitos el año 1907. La siguiente página contiene una extensa dedicatoria al señor Manuel Hernández Torres. Luego una nota introductoria del autor subtitulada: Al Público. A continuación otra breve dedicatoria: La noche del Éxtasis, y firma por el autor.
Después viene el contenido textual de la obra.
Manuel P. Zegarra expresa una acendrada nostalgia abordando los caminos de una visión romántica de la vida. Su escritura esta colmada de los elementos de la naturaleza que, por el lugar donde fue concebida (la selva) tiene una atmósfera densa, pero a la vez plena de motivaciones y deslumbramientos.
Hay pasajes del manuscrito en los que el autor de Sueños de Teófila recurre a las alusiones divinas y místicas de la religión para reflexionar sobre el amor terrestre a la amada.
Como una primicia y para conocimiento de nuestros lectores que tienen interés por la literatura o la lucha por alcanzar la belleza a través de la palabra, entregamos la transcripción una de las primeras páginas del manuscrito:


La Sonrisa
Es la hora del crepúsculo vespertino.
Contemplemos el quebranto universal.
Las omnisencias se visten de azul, las profundidades se ennegrecen, todo el rubor de la naturaleza se concentra en la faz de occidente.

El océano ya no tiene su rugido, el viento ya no zumba como otras veces, la ola parece que suspira, el céfiro parece que canta.
Es el instante de la ternura de los elementos. Saturno y Eolo derraman en el espacio la estrofa de sus amores profundos.
El vuelo del aire es trémulo, el perfume de la flor es fugitivo, en las alas de (la esperanza) los pajarillos hay un pavor inocente, en las verdes hojas de los árboles hay una languidez desconocida.
En los colores de los objetos hay un no sé qué de desmayo, en los sones un no sé qué de delirio. En toda la tierra hay como si un ruido suave de dos alas que se cierran; en todo el cielo hay un velo que al silencio vago, se adelgaza.

En el reloj de la creación el golpe de esa hora es un suspiro, un suspiro de éxtasis o de alma cautiva en arrobamiento.

Es la hora de la melancolía porque todo es pálido, es la hora de la poesía porque todo es vago, es la hora del corazón porque todo es digno de recuerdo; es la hora del alma porque todo se asilencia. (…)

***************

Acotación: Si algún lector o lectora conociese los datos biográficos de don Manuel P. (Pasión) Zegarra agradeceríamos inmensamente enviarlo al correo que se indica. El propósito es valorar la producción literaria de los celendinos de todos los tiempos.

Jorge Horna
Mail: jornach@hotmail.com

martes, 23 de octubre de 2007

NOVELA: José de Piérola

A raíz de la aparición de la tercera novela de José de Piérola "El Camino de Regreso" se han publicado diversos comentarios que elogian el quehacer literario de José. Publicamos esta entrevista aparecida en el diario "Correo"

José de Piérola añade una segunda novela a su planeada trilogía sobre la violencia política. El camino de regreso (Norma, 2007) gira en torno al terrible atentado de Tarata y a la sed de venganza de su protagonista.

Entrevista CARLOS M. SOTOMAYOR


¿Cómo se origina tu interés, desde el punto de vista literario, por la época de violencia que padecimos?

La semilla fue el año 1992, cuando vi la noticia de la explosión en Tarata. Y poco después empecé a seguir la noticia, prácticamente cada hora, por televisión, por radio o por llamadas telefónicas. Y me afectó mucho porque había tenido la experiencia cercana de la violencia cuando en los 80 yo viajaba por los Andes como ingeniero y visitaba asentamientos mineros. Y en el camino encontraba pueblos andinos muy pequeños. Y veía pueblos desiertos, con pintas, a veces con muertos. Eso se relacionó ese año. Y fue un impacto para mí. Y como siempre tuve la aspiración de escribir, en ese momento me pregunté cómo escribir sobre esto. Y parecía imposible escribir sobre eso.


¿En qué momento empiezas a hacerlo?

Surgió como proyecto cuando empecé a escribir, el año 1998. Unas de las primeras cosas que empecé a escribir fueron cuentos, y algunos de ellos giraban en torno a esa época. Inconscientemente estaba volviendo a esa época. Hice en 1999 un borrador muy grueso, que en realidad eran apuntes, y me di cuenta que ese proyecto iba a ser muy complicado y me di cuenta también que una novela era insuficiente para contar esa historia. Allí nació la idea de hacer una trilogía sobre la época. Pero no una trilogía como tres historias encadenadas sino como tres tomas diferentes sobre la época.

Así surge tu primera novela, Un beso de invierno (que ganó el premio del BCR)...
Claro. Estaba situada más o menos en el año 1993. Esa novela me permitió empezar a trabajar sobre el tema. Y empezó a darme algunas nociones de cuáles son las herramientas que necesito como escritor para poder enfrentar este tema. Y quizás la más importante: que una guerra de este tipo se tiene que narrar desde diferentes puntos de vista, cada cual con su propia visión del mundo. Es decir, incorporar muchos personajes y que cada uno tenga su propia voz y su propia forma de ver lo que ha ocurrido. Eso me parecía más enriquecedor.

En El camino de regreso, al protagonista lo mueve un sentimiento de venganza que lo hace retornar al Perú.

Sí, Fernando pertenece a una esfera de Lima que de alguna manera había estado aislada del conflicto interno. Como ocurrió con Lima gran parte del tiempo. Recién en 1992 fue patente que había un conflicto. Y Fernando recién se da cuenta de lo que está pasando con ese atentado en Tarata en donde muere su padre. Pero su primera reacción, como seguramente fue la del resto del Perú, fue ir, agarrar al culpable y hacerle pagar por eso.

En esa búsqueda de venganza ocurren cosas...

Claro, en el proceso, espero que quede claro, Fernando aprende muchas cosas, empieza a ver una parte del Perú que antes no había visto. Y al final, el acto de venganza no se llega a dar.


Fernando y el camarada Abel habían sido amigos antes de que la guerra los enfrentara.
Una de las cosas terribles que ocurren en la guerra es que se forman bandos, frentes. Y empieza a haber esas divisiones. Amigos, familiares cercanos, empiezan a identificarse con uno u otro lado. Así empieza también la separación, que es traumática y violenta. Hemos visto casos de familias en las cuales un hermano se integraba a un grupo subversivo y el otro no. Y había esa relación tan tensa dentro del seno familiar.


Consideras que esta es el momento justo para escribir sobre el tema, a la luz de la distancia temporal.

Nunca es muy temprano ni nunca es muy temprano para reflexionar sobre un hecho traumático. Sin embargo es importante que haya cierto espacio geográfico temporal. Para que nos permita ver cómo fueron las cosas. Tuve un profesor de filosofía que fue mi asesor y me dijo: el pez no ve el agua. Y es cierto, cuando estás viviendo el momento estás tan metido en las cosas que no te das cuenta de algunos detalles, de algunas razones, o de algunas motivaciones. Necesitas tiempo, necesitas cierta distancia para darte cuenta que no todo era blanco y negro, que había más matices. Y es saludable que nosotros lo estemos haciendo, de alguna manera, temprano; históricamente eso toma mucho más tiempo.


En la novela también se cuenta una historia de amor.
Cierto, a mí me encantan las historias de amor. Y me encanta que sean diferentes a las novelas que son del género, digamos. La historia de amor está en mis dos novelas anteriores, y no pude evitar que a medida que avanzaba esta novela apareciera una historia de amor. Yo creo que esa relación afectiva es una de los más importantes que podemos desarrollar en la vida.

domingo, 6 de mayo de 2007

NOVELA: José de Piérola Chávez

José de Piérola Chávez, nació en 1961, en Lima, pero de inmediato fue llevado a la tierra de sus mayores, Celendín, donde pasó su infancia. Hizo sus estudios primarios en la hoy desaparecida Escuela de Aplicación del Instituto Pedagógico Regional de Celendín, prosiguió sus estudios en la GUE “Bartolomé Herrera” de Lima y luego en la Universidad Federico Villarreal.
Después de hacer estudios de ingenieria civil y de una carrera en consultoría informática en los años 80, se autoexiló en Los Angeles, Estados Unidos, en 1990. Siete años después abandonó la consultoría por su impostergable vocación literaria. Su cuento “En el vientre de la noche” ganó el Premio Internacional de Cuento Max Aub en 1998. El mismo año su cuento ”Variaciones sobre un tema de Nabokov” quedó finalista en la Bienal del Cuento Copé. Con “Humo azul” obtuvo el tercer premio en el cuento de las 2000 palabras en 1999. Con “Lápices” ganó la Bienal de Cuento Copé en el año 2000. Actualmente vive en San Diego, California.

El fragmento que publicamos pertenece a la novela corta “Un beso de invierno”, ganadora del Premio de Novela Corta del Banco Central de Reserva 2000 y en él enfoca uno de los momentos más dramáticos de la historia peruana reciente.

UN BESO DE INVIERNO (Fragmento)

No era la primera vez que lo sentía. Hacía muchos años, cuando todavía era estudiante, ese relámpago interior me había descargado un golpe de adrenalina que no sirvió de nada. Aquella vez me había despedido en la puerta del dormitorio de mujeres, casi a medianoche, con un beso que cerraba una larga conversación a oscuras en los viejos sillones del recibidor. El sábado, nos dijimos, lo pasaríamos en Lima, quizás en Barranco, en uno de esos hostales que no hacían preguntas porque alojaban a otras parejas que, como nosotros, vivían la aventura del amor carnal antes del cotidiano amor sin aventura.
Salí por el jardín hasta la calle sin vereda que iba al pabellón de mujeres a las casas de los catedráticos. La noche estaba ligeramente fría, pero estrellada, llena del canto tranquilizador de los grillos. Los sauces llorones de la carretera olían intensamente. Las casas de los catedráticos estaban todas con las luces apagadas. Sumidos en el silencio, quizás dormían con sus esposas, sus hijos, sus perros, sin saber que una noche cualquiera irían a buscar a uno de ellos. Pasé por la última casa, la que tenía un huerto con cantutas, luego tomé la larga curva de la carretera que, bordeando la polvorienta colina, llegaba al pabellón de hombres. Ese tramo no tenía postes de luz, pero lo había recorrido tantas veces que no me resultó difícil sortear una piedra que había rodado del cerro. Quizás alguien había merodeado otra vez por las torres de alta tensión.
Cuando ya estaba a unos metros del pabellón de hombres oí un motor. No era el bramar apagado de los ómnibuses, ni el ruido lejano de los camiones que pasan por la Carretera Central, al otro lado del río, menos aún el retumbar sordo, imparable como un destino, del tren que pasaba cargado de mineral junto a la ribera. Era el motor de una camioneta en el campus, a esa hora de la madrugada, a pesar de que hacía seis meses el ejército había instalado una garita de control en la entrada principal. Volteé como si alguien me hubiera llamado con una palmada en el hombro. Una camioneta de doble tracción, chasis alto, llantas anchas, avanzaba por la calle principal, la que debían cuidar los soldados de la garita. Sobre el techo tenía unos faros apagados sobre los cuales oscilaba una gran antena que brilló con la luz del último poste cuando la camioneta tomó la calle que venía directamente al pabellón de hombres.
Fue en ese momento que sentí el relámpago del miedo, esa sensación extraña en la lengua, como si una avalancha de piedras estuviera cayendo sobre mí, anunciando su poder mortal con los primeros guijarros que me golpeaban los pies. No lo pensé, ni lo planeé: me dejé llevar por el momento. Salté sobre los arbustos de granada que rodean los resecos jardines. Me tiré boca abajo, acezando, apoyado las temblorosas manos en la tierra, ignorando el ardor de unos arañazos en las pantorrillas, luego miré por entre los troncos de los arbustos. La camioneta, avanzando con una lentitud imbécil de reptil, se acercaba ominosa, implacable. En ese momento debí tocar las puertas, debí gritar, debí advertirles, pero no lo hice, el miedo me paralizaba, la posibilidad, lo sabía, de terminar desnudo, tendido en una mesa, temblando de pavor, mientras en un rincón ronca la flama de un hornillo de querosene.
Los faros de la camioneta alumbraron la puerta del pabellón cuando ésta se detuvo frente al jardín. Unos hombres saltaron de la parte trasera, quizá cuatro, quizá seis, todos con pasamontañas negros, todos con uniformes militares sin galones ni insignias, todos armados con fusiles automáticos. Hubo gritos, cosas que caían, portazos, más gritos. Mientras tanto, con la cara pegada a la tierra seca, sintiendo el polvo que me entraba por la nariz, traté de contener el temblor de mis costillas. Los gritos continuaron, más cosas cayeron, hasta que, quizá cinco minutos después, salió el jefe. El chofer, que se había quedado al volante, prendió el motor. Entonces los vi salir. No los reconocí, pero supe que eran estudiantes, ambos son el pelo revuelto, los movimientos torpes de quien está a medio camino del sueño a la vigilia. Uno de ellos descalzo, con un pijama de franela de cuadros, el otro con sayonaras, en calzoncillos, caminaban con las manos en la nuca, empujados por el cañón del fusil automático de los uniformados. Detrás de ellos salió otro con las manos en alto, completamente vestido, inclusive lúcido, como si no se hubiera acostado todavía. Caminaba con una extraña tranquilidad. Lo reconocí. Era, como yo, jefe de prácticas, pero en la facultad de economía. Más de una vez lo había oído discutir vivamente en el comedor, con una voz que tenía acento andino, pero que sonaba extrañamente cultivada para un jefe de prácticas, la voz de un locutor de radio. Se decía que pertenecía a Vanguardia Roja. Quizá por eso yo había evitado siempre sentarme en su mesa.
Los dos primeros subieron a empellones a la camioneta, pero el jefe de prácticas de economía política subió muy despacio, como si estuviera emprendiendo un viaje de rutina. Entonces salió el último de los uniformados. Quizá tropezó con la barra de fierro que había expuesta en la grada, porque trastabilló, lanzó una carajeada, luego se oyó un ruido metálico rebotando en el cemento de la grada hacia el jardín. No supe qué era, tampoco me interesaba, porque mi cuerpo, completamente helado, temblaba, obligándome a respirar con la boca abierta. Yo estaba oculto detrás de los arbustos de granada a pocos metros de él.
El uniformado alumbró hacia el jardín con la linterna montada en el fusil automático. Éste es el final, pensé, esta misma noche estaré contigo en el infierno. Pero el jefe de los uniformados, soltando una imprecación, lo llamó desde la puerta. El soldado lanzó una maldición antes de subir a la camioneta que, como un reptil que se acerca a una presa acorralada, avanzó lentamente hasta la calle principal. La antena volvió a brillar bajo el poste de luz, pasaron por la biblioteca, cruzaron la garita de control sin detenerse, luego se perdieron en la carretera de acceso al puente que cruzaba el río.
Nunca más volvimos a ver a ninguno de los que se llevaron aquella noche.

viernes, 20 de abril de 2007

FELICITACIONES POR ENTREVISTA

Para Jorge A. Chávez S.

Sobre Espina de Maram

Amigo Charro:
Olvidé felicitarte por la entrevista a Alfredo Pita, esta formidable. No conocía de su labor periodística en El Diario Marka, ni de su riesgoso trabajo allá, en Ayacucho. Los grandes siempre han vivido, se han hecho cargo, de lo más difícil de su país y Alfredo Pita no podía escapar a ello. Me enorgullezco de ser celendino realmente. Gracias por darnos este placer, aunque no indicas dónde y cómo podríamos conseguir hoy "El cazador ausente".
Espina de Maram es una delicia.
Un abrazo,

José Luis Aliaga Pereyra
palujo14@yahoo.es

RESPUESTA: Es cierto, amigo, que ahora es difícil conseguir un ejemplar de "El cazador ausente". Hay que pedirlo en las librerías en la edición de Lluvia, o en la que hizo la casa colombiana Norma, o en la muy buena y bonita edición española hecha por Seix Barral, en Barcelona (o por último en internet, en el Portal de libros peruanos, o en Amazon, que tiene el inconveniente de que hay que pagar con tarjeta).

martes, 17 de abril de 2007

ENTREVISTA: ALFREDO PITA

Por Jorge A. Chávez Silva, Charro
Narrador, poeta y periodista celendino, nacido en 1948. Autor de los libros de cuentos Y de pronto anochece (1987) y Morituri (1991), y del poemario Sandalias del viento (1995), Alfredo Pita, que reside en París desde 1984, publicó en los años 90 la novela El cazador ausente, un libro que suscitó gran expectativa en el mundo literario peruano por el tema (el compromiso político, la violencia irracional, la traición y sus secuelas) y por la forma con que el autor elaboró su trama, utilizando algunos recursos de la novela policial, pero incorporando la reflexión histórica y humana, todo envuelto en un lenguaje propio, preciso, y a la vez complejo y lírico, cargado de matices.

Alfredo Pita

Los méritos de esta obra, sorprendente en el panorama peruano de los 90, se vieron confirmados en 1999, cuando El cazador ausente gana, en España, el Premio Internacional de Novela "Las Dos Orillas", otorgado por el Salón Iberoamericano del Libro (Gijón). El libro fue de inmediato traducido a cinco idiomas y publicado en seis países europeos por importantes casas editoras, convirtiéndose en el primer libro peruano post "boom" que rompía el muro de indiferencia que hasta entonces había, en España y en Europa, hacia los nuevos escritores de nuestro país. Es justo decir entonces que, además de novedoso por su contenido, también fue pionero en cuanto a su difusión, pues es la novela peruana de su generación traducida a más idiomas.
El libro ha sido elogiado en el extranjero. En el suplemento Babelia del diario El País, de Madrid, el crítico Miguel García Posada, uno de los más respetados de la prensa española actual, escribió que El cazador ausente era «la amplificación de dos mitos: en primer lugar, y sobre todo, el mito de Ulises, el mito del viajero que regresa a su tierra nativa; en segundo término, el mito edípico, esto es, la investigación de la verdad a cualquier precio».
Por su lado, en el prólogo para las ediciones española, italiana y portuguesa del libro, el famoso novelista chileno Luis Sepúlveda señaló: "Pero, y en esto radica la grandeza de esta novela, El cazador ausente no es una nostálgica mirada a días perdidos, sino un recuento para entender mejor qué ocurrió con nosotros y con nuestro mundo. La sana ironía -nunca sarcasmo-, que permite el distanciamiento de los hechos contados en el argumento, nos permite revivir aquellos que fueron o ingenuos o demasiado generosos ideales de humanidad, pero que nos marcaron con un sello indeleble: el que nos obliga a perseverar en una ética, aunque muchos digan que no es más que una justificación de los perdedores".
Como podemos ver, estamos ante una novela mayor, un libro que los seudocríticos mafiosos y los "hacedores de listas y recuentos" que controlan y manipulan la prensa "cultural" y literaria de la vieja Lima
, sospechosamente, intentan disminuir o escamotear.

Nuestro escritor ha sido galardonado con los siguientes premios:

- Premio al Poeta Joven (casa de la Cultura de Chiclayo, 1966)
- Premio de Cuento de la revista Caretas (Lima, 1986 y 1991)
- Premio Internacional de Novela Las Dos Orillas, Salón Iberoamericano del Libro (Gijón, España, 1999).

Sobre su oficio de escritor y sobre su novela tratan las siguientes preguntas que Alfredo Pita ha aceptado respondernos.


LAS RAZONES DEL CAZADOR

Se ha dicho que “El cazador ausente” es la primera novela de la "postmodernidad" en el Perú.
AP: El término no es confortable para mí, no lo manejo muy bien, sin embargo me arriesgo: pienso que si alguien la ha calificado así es porque se trata de una novela profundamente peruana en cuanto a sus personajes y situaciones, pero que a la vez no vacila en romper fronteras, no sólo en cuanto a la forma literaria, sino también en la medida que saca al exterior, al extranjero, a sus personajes y a las situaciones que viven. De este modo alude a los dramas que
que ya por entonces vivían tantos peruanos que habían dejado el país, obligados por la curiosidad intelectual (los menos) o por las dramáticas circunstancias del Perú (los más). Estos últimos son hoy por hoy 2 millones y medio de personas. ¡Un 10% de nuestra población se ha autoexilado...!

En tu caso, ¿cuáles fueron las razones para irte?
AP: Diría que lo que me empujó fue la conciencia de que afuera podría hacer algo en el campo creativo; que en el Perú, vistas mis circunstancias, estaba condenado como escritor, y no sólo por las limitaciones y la mediocridad del medio. Dejé el país en 1983 por mi propia voluntad, sobre todo obligado por un difícil momento personal que tenían que ver con el estado de salud de mi mujer, que había estado muy grave. Tenía que ver por ella, por mis hijos y, a la vez, intentar hacer algo con mi vocación. A comienzos de los 80, en el Perú, había empezado la "revelación", digámoslo así, de la gran crisis nacional. Esta "revelación", sangrienta y oprobiosa, a mí no me sorprendió demasiado. Por mi trabajo periodístico y por mi formación, que tuvo un fuerte componente político, sabía que todo eso podía ocurrir, pero a la vez, por sus ribetes feroces y su irracionalidad, todo eso me rebasó. Estaba con un drama personal y familiar a cuestas y, a la vez, el Perú se convertía ante mis ojos en un campo desolado, en un país de muerte. En ese momento decidí salir para ver por los míos y para intentar escribir.

En aquel periodo tú estuviste en Ayacucho, como periodista de Marka. Cuéntanos algo de tu experiencia.
AP: Esa experiencia fue importante en el proceso de mis decisiones. Desde su fundación, por un conglomerado de partidos y grupos, precursor de Izquierda Unida, yo trabajé en El Diario de Marka, un periódico que se pretendía de izquierda y que tenía, en sus orígenes, una vocación unitaria. Fui a Ayacucho como enviado especial después de la masacre de los periodistas, en Uchuraccay, donde murieron dos amigos míos: Eduardo de la Piniella y Pedro Sánchez. Me enviaron para cubrir los aspectos consecutivos a la masacre, pero también para investigar las muertes que los periodistas habían ido a indagar cuando fueron asesinados. Pasé unas semanas intensas en contacto con la muerte. Veía gente ejecutada (aparentemente por Sendero) cada día. Trabajé intensamente con gente que sería asesinada después por los escuadrones militares (como fue el caso de mi amigo Luis Morales). Por mi trabajo e indagaciones incluso me amenazaron. Todos los periodistas que estábamos en Ayacucho en aquellos días trabajábamos en una atmósfera algo alucinada. Tomábamos desayuno, cada mañana, sabiendo que al final de la jornada tendríamos historias que contar pero un solo tema: la muerte. Ayacucho, que quiere decir "rincón de los muertos" no sólo era una buena metáfora de sí mismo sino, en nuestra conciencia, se iba convirtiendo en una buena metáfora del país. Nos había tomado más de siglo y medio hacer una sociedad humana y evolucionada y ése era el resultado, ese infierno en medio de la belleza del paisaje, ese caos hecho de gritos, dolor, protesta en lenguas ignoradas y despreciadas, y sangre, cada vez más sangre. En Lima, mi mujer convalecía de una operación al cerebro y mis hijos pequeños me esperaban. Fue cuando tomé la decisión de partir. Fue un mediodía, en el cementerio de Huanta. Lo recuerdo como si lo hubiera vivido ayer. Hacía mucho calor y nos rodeaba (estaba con mi amigo Jaime Urrutia) ese silencio que sólo existe en la sierra, que hace posible que escuches ecos distantes, ruidos lejanísimos. De pronto, en medio de esa atmósfera alucinada, lo vuelvo a decir, nos llegó, como envuelto en una nube invisible, un olor intenso y dulzón, el olor de la muerte. En ese momento entró en el cementerio un grupo de campesinos sumamente pobres llevando en una malas angarillas un cadáver para enterrar. Se trataba del cuerpo de un hombre asesinado por su esposa. Los campesinos lo habían traído desde su pueblo, caminando durante dos días, para poder presentar el cadáver a las autoridades de Huanta. Esta puntillosa civilidad me llamó la atención y nos la explicaron en castellano difícil. Lo que querían era evitarle al ejército o a la policía el tener que ir hasta su comunidad para las averiguaciones del caso. Ellos sabían que la presencia de los militares en su pueblo atraería luego la de Sendero. Querían evitar caer en el vórtice del torbellino. Ellos sabían hacia dónde llevaba toda esa locura. Esa escena de silencio, ese olor, fueron reveladores para mí. Fue como un eclipse interior que a la vez me llenó de lucidez. Me di cuenta que poco podía hacer para solucionar la crisis peruana, pero que podía hablar de todo eso y de otras cosas, pero que para ello debía asumir mi vocación de escritor.

También se ha dicho que su novela es testimonial. ¿Es autobiográfica?
AP: Es difícil de explicar, es de algún modo testimonial, pero de ninguna manera autobiográfica, pese a que se nutre, como casi todo lo que cuentan los escritores, de la experiencia, de la vida vivida. El corolario de aquella visión en el cementerio de Huanta, de esa revelación un tanto obvia que me hizo comparar al país con un cementerio, cayó por su propio peso. Me di cuenta que todos los peruanos, de algún modo, éramos responsables de ese clima de muerte en que nos estábamos hundiendo. Unos más que otros, por supuesto, las élites más que nadie, y desde el comienzo mismo de nuestra historia. Pero también estaba la responsabilidad de esa otras élites que no eran ricas en dinero pero sí en ideas. También había responsabilidad, y sobre todo irresponsabilidad, de ese lado. Tomar conciencia de todo eso fue traumatizante. En los primeros tiempos en el Diario de Marka prevalecía en el ambiente del periódico un sentimiento de solidaridad. Sin embargo, poco a poco se empezó a privilegiar los intereses personales o de grupo antes que los de la mayoría de los peruanos por los que supuestamente luchábamos. Era muy curioso, los generosos podían ser muy mezquinos, los idealistas muy taimados. Estaba claro que nosotros no éramos la solución sino también parte del problema y que un trabajo de introspección y análisis se imponía. Supongo que ese fue uno de los motores que empujó la redacción de la novela.

Para una indagación mayor sobre cómo Alfredo Pita ve el mundo, su mundo, se puede consultar la siguiente entrevista: Ciberayllu.