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sábado, 1 de agosto de 2009

CUENTO: Franz Sánchez

Mi GUERRILLERO VIEJO
El veterano gallo moro ha entonado el amanecer, mis abuelos lo han amarrado con una corta pita junto a la puerta del dormitorio, para saber la hora. Es muy temprano y el frío se escabulle bajo las frazadas. El albugíneo de nubes, que se acomodan para dormitar sobre el pueblo, va levantándose, sin apuros, lentamente.
Mi abuelo se ha sentado sobre la cama y se dispone a rezar, como cada mañana. Luego alista su pantalón, se coloca un chaleco grueso de algodón, y con una boina azulada, cubre su cabeza. Cada movimiento deja percibir una ferviente meticulosidad que se aproxima a un ritual. Lo observo, y aunque no entiendo nada, no dejo de conmoverme cada instante. “Franz, ya, vamos” me dice, con la convicción de haberme despertado.
Entre el “sello” y la “canga”, pasando por el “rayuelo” y el “kiwi”, he olvidado por completo que hoy mi abuelo va de cacería, y además que voy con él. Coge un rifle ya raído, que la noche anterior sumergió en petróleo. Después, enfunde al cuerpo una doble estola llena de cartuchos rojos y recoge del suelo, dos fustes que sujetan una abultada trama de hilo negro, muy fino, pero resistente.
Al final del zaguán nos despide mi desconsolada abuela. He visto sus ojos húmedos, preocupados por mí. No quiero ir. Espero a mi abuelo, deseando que cambie de opinión. Pero él ha determinado otra historia. Entonces finjo ánimo y tomo su mano. Pero de inmediato, él la suelta.
Mi abuelo va adelante con un gesto duro y seco, carga el rifle, los cartuchos, una cantimplora, la malla para pajaritos y una ligera mochila. Yo traigo el jebe, y en mis bolsillos tengo piedras que pretenden hundir mi pantalón.
Aunque no conozco ninguna guerra, más que la del afiche de mi padre, aquél que está pegado en la pared del depósito -un inmenso helicóptero y soldados usando máscaras antigases- hoy me siento en uno de ellas. Un conflicto terrible, y muy enrevesado, el de acercarme a mi abuelo.
Él, da la impresión de ir también a una guerra, pero diferente a la mía. Mi abuelo tiene su propia pugna, encontrarse él mismo después de haberse buscado siempre, en tanto tiempo. Parece vivir su recóndita revolución, su insurrección personal. Estampa al paisaje, la silueta de guerrillero anónimo.
Hemos atravesado la llanura de la campiña. Nunca vi un camino tan iluminado, que ciega los ojos y los sentidos. Me es difícil seguirle el paso, y él no voltea a verme. No sé si escucha mis jadeos, el viento silba en los tímpanos y el polvo rasguña el rostro. Llega al final del collado, otea alrededor y borronea una sonrisa debajo del acantilado de su bigote. “Allá, lejos está” fue lo último que recuerdo haber escuchado.
He visto el pueblo, se parece a un turrón de leche, como los que mi abuela corta sobre la mesa, con lados iguales, cuatro esquinas rectas que delinea con el cuchillo. Me ha dado mucha hambre.
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El sol azota con sañudos latigazos mis hombros y la espalda, deseo recostarme sobre la pampa que hemos divisado. Mi abuelo inicia el descenso. Aún queda duradero itinerario.
Camino sobre brasas. Lejanas vacas al pie de la sombra de los árboles, me recuerdan cuan vulnerable somos ante el cielo.
Pienso una y otra vez cómo hablarle a mi abuelo, que enmudeció desde hace mucho. No se me ocurre nada, y lo que se me pueda ocurrir, de seguro interrumpiría su vehemente marcha.
Su decisión y talante, me han inspirado, a pesar que no tengo aliento, trataré de hablarle. La próxima curva le diré que me gusta pasear con él. No, mejor le preguntaré cuánto falta, pero podría enfadarse. Ya sé. Preguntaré si tiene hambre, luego abriré el bolsillo de la mochila y cogeré el poro-poro que guardó mi abuela, lo partiré en dos mitades. Será un excelente pretexto para entablar diálogo. Eso haré.
Parece haber escuchado mis adentros. Se detiene, y yo voy a decirle que… Un balazo me sacude el cuerpo y atraganta mis palabras. Le ha dado un tiro con increíble acierto. Mi abuelo corre, yo también. Llegamos hasta un enorme pugo de pecho abultado, tendido en el piso. Muere resistiendo su suerte. La cabeza está destrozada y yo he tenido pena. He querido llorar, pero mi abuelo no perdonaría que lo hiciera. “Agárralo” manda. Y así lo hago.
Unos kilómetros más allá, he comido por vez primera una paloma. Mi abuelo improvisó una tienda de campaña e hizo una fogata. Ha sido todo, el almuerzo hizo más mudo nuestro viaje. A esa misma hora imagino los manjares en la mesa de mi abuela.
Llegamos hasta una cruz blanca en la cima de un despeñadero. Mis labios están partidos y resecos. El terreno árido del peñasco muestra a nuestros ojos, dos sombras diferentes que han llegado a la misma meta. Una de ellas desgastada pero de contornos marcados, y la otra acaso nueva, está difuminada. Él y yo parados frente al lugar que mi abuelo no deja de admirar. Siento fuertemente que enorgullezco al veterano. Y un torrente de aire fresco, alivia nuestros rostros lacerados. Ahora sé que no temo a nada, tampoco a nadie.
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Lo he visto bajar por un camino empinado y delgado, no sé si sonríe, pero creo que ha dejado la pesada carga de sus años en aquella cruz de la cima. Quisiera poder decirle que lo quiero y que admiro mucho su carácter. Así lo haré.
Tal vez los dos necesitábamos este viaje, puede ser que mi abuelo pretende acercarse más hacia mi. No lo he comprendido, pero a medida que sigo sus huellas marcadas en el camino, me alegra saberlo. Y no entiendo por qué tantas preguntas revolotean mis pensamientos. He sentido un cosquilleo en el pecho, y lo atribuyo al hecho de sentirme un hombre, que he dejado apenas en un par de kilómetros mi incómoda infancia. Y quién la necesita. No la quiero más conmigo.
Hemos llegado a un lugar, que mi abuelo ha dicho, se llama Huañambra. Me ha pedido, con voz muy grave: “Encárgate de la malla”. Voy de inmediato. Levanto con dificultad los postes de la red. Me he dado cuenta que es larga. Mi abuelo mira la trampa, y luego se acerca. Me ha recomendado que la temple.
Escuché dos disparos, mi abuelo ha cazado unas vizcachas. Es muy buena su puntería, cada vez que oigo el rifle, sé que algún ser vivo acaba de convertirse en alimento. Ya no me apena tanto, sé que el hombre tiene que agenciarse de su entorno para sobrevivir.
Luego de instalada la malla, hemos corrido por los costados, o como dice el viejo, por los “cantos”. Tiramos piedrecillas para asustar a las aves de los árboles y dirigirlas a la trampa.
Han pasado un par de horas, y hemos guardado absoluto silencio, para no espantar las aves y también para no perder la costumbre. Nos acercamos a la red y comenzamos a desprender de los hilos, huanchacos desprevenidos que han llegado a caer en la trampa. Mi abuelo observa cómo recojo los pajaritos. Ha cambiado su rostro y se ha puesto muy serio, se ha dado cuenta que en lugar de desenredar, estoy atando más a los huanchacos con la red. Me puse nervioso al saber que no me saca los ojos de encima. Mis manos se sacuden y la pequeña ave me picotea con furia.
Mi abuelo acaba de gritarme, me ha dicho inútil. Sus palabras me han devuelto, de un tirón, a un estado miserable de mi vida. En verdad me he vuelto torpe y no sé que hacer con la pata atascada del huanchaco, que sigue ensangrentando mis manos. El cielo hace rato se congestionó, nubes amoratadas han aparecido sobre nuestras cabezas. ¡Demonios! No puedo hacer bien el trabajo, mi abuelo sigue gritando, y ahora se aproxima.
He cogido fuerte el pico del huanchaco porque me ha lastimado las manos. Lo he sujetado con mucha rabia. Mi abuelo se ha parado en frente y antes de poder decirme algo. Truena el cielo, y cae un rayo.
El sonido ha sido el peor que escuché en mi vida. Una descomunal fuerza ilumina todo lo que está alrededor. Me he quedado ciego, abracé la red con mucha fuerza, y caí con ella.
Se desata una lluvia de súbito, el viejo tiende su mano para levantarme. Ni siquiera se asustó, está impávido, con la expresión serena. He visto en mi mano como he matado al huanchaco, por el temor del rayo. Ya no le importa a mi abuelo y abandona la red. Se ha dado cuenta que es muy tarde, porque de inmediato alista la retirada.
Tiendo a resbalar, una y otra vez.
Acompaña la huida, el aroma húmedo de la tierra, al mismo tiempo que nuestras ropas empapadas, han mojado nuestro cuerpo.
Se oscurece, no puedo distinguir las sombras que nacen de los zarzales. Pero camino con pundonor. Recuerdo el fogón donde oreábamos nuestras manos, junto al gato tiznado de mi abuela, que ronronea más fuerte, ahora. Alivio mi frío.
Es increíble saber cómo, a veces, cuando premeditas las formas de estrechar más los lazos con alguien que amas mucho, terminas completamente distanciado de la hazaña. La conexión, entonces, tendrá que ver con el fortuito discurrir de circunstancias no planificadas. Mucho tiempo después lo supe.
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Ha dejado de llover. Los claros, derrotados ante la oscuridad, no tienen más remedio que añadir a sus tonos pastel, memorias. Es por esto que los recuerdo, diáfanos.
Avanzamos en la penumbra, sin hablar, envueltos por una suerte de alegría pesada, fatigados, desgarrados pero felices, amargamente felices.
Al borde de la carretera, enrumbamos camino llano. Nuestro andar, muerde piedras y tornase fangoso. En más nada que el silencio, rompe los hilos de nuestra virtuosa calma, un alarido. Parecido a un aullido pero grueso, como de un animal grande, diría bramido pero aquél fue una mezcla de gruñido y gemido, tenebrosamente horrible.
Solo puedo describir el miedo que sentí, como una helada navaja, punzándome finamente la espalda. Helando mi rostro y paralizando cualquier visaje.
El grito, vuelve a golpearnos de espaldas, ahora más intenso, rebota en las peñas y se multiplica por decenas. No pretendo delatar mi temor, es por eso que estrangulo mis dedos, para no sacudirme. El miedo desdobla sus siniestros pliegues, sobre nuestra retaguardia, desde la nuca hasta los pies. No le puedo hallar explicación. Tan pronto espantados, apuramos el trayecto, mi abuelo me toma de la mano, y yo lo siento rígido.
“Nunca te vuelvas hijo, nunca” susurra, su voz le tiembla. Por las sombras no puedo distinguir la expresión de su rostro. Imagino que ha de ser espantosamente serena, con una respuesta improbable ante el temor.
Me tomó de la mano hace mucho, y no sé si lo mojado de los dedos sea producto del miedo mío o suyo. Pero me alivia pensar que le pertenece a medias, que compartimos lo mismo, que lo sentimos los dos.
Nos alumbra una luz como de linterna a unos metros, el fulgor viene dibujando curvas, y en unas dos, la encararemos. De repente en la última curva que vemos de la luz, llegamos a encontrarnos con la nada. Y aquí mi abuelo grita: “Shapingos, qué quieren” “Vengan, porque no les tengo miedo” “Cobardes”.
Estoy seguro que aquellos gritos sacudieron los cerros, y resonaron en el campo, metiendo dentro de sus camas a los pocos curiosos que viven allí.
Mi abuelo me ha enseñado a temer, pero no por mí. A tener miedo de no proteger a quien amo. Que sin saber con quién enfrente, eche pelea. Porque valeroso, no es enfrentar lo conocido sino dar batalla a lo que falta conocer. Y en esa misma esencia, me doy cuenta que sabe él de mi valentía y que aprecia el haber querido conocerlo más. Siempre fue para mí un eterno viejo desconocido. Un auténtico guerrero, que me trajo a salvo para la casa. Y que cuando, sentados en la mesa, abrigados por el calor de mi abuela, bebíamos café molido y comíamos cachangas; cerró un ojo y me guiñó. Esta vez como un eterno niño que ahora conozco.
Lima, miércoles 15 de julio 2009

martes, 3 de marzo de 2009

NARRATIVA: Un cuento

SONATA JULIANA
Por Franz Sánchez Cueva
La humilde casa yace allí, con grietas hondas en sus paredes pintadas con propagandas políticas que algún despistado alcalde olvidó borrarlas, tiene tantas heridas como los que la habitan; sus corredores son estrechos, el piso de tierra húmeda forma lodo en derredor. Los sucios perros resbalan al ingresar en la precaria vivienda, pero ella no tropieza ni patina, camina segura, gallarda con desfachatez recorre cada centímetro; es la miseria que se cierne en el hogar.
El trasto mugre, desgastado y renegrido al que llaman olla, cocina un caldo en su interior, más intenso que el propio vapor de la sopa es el humo que asciende desde las ramas secas que suplen a la incosteable leña de hualanco.
La hija destapa la olla, se percibe un aroma a pena que envuelve el ambiente, sirve el agua de papas sobre un tazón en lugar de plato, lleva el caldo a su enferma madre.
La anciana adolece una afección pulmonar que la hace toser sin cesar causándole tanto esfuerzo que apenas puede moverse, reposa sobre un delgado colchón con pocas frazadas, la imagen de agonía desgarra los nervios y las fibras más gruesas del corazón, la anciana no habla y no se sabe si oye, se la escucha llorar y quejarse; tampoco se sabe lo que exactamente padece ¿Cómo saberlo? El dinero no cubre tanta curiosidad.
Después de alimentarla en la boca, la hija deja a su enferma madre, tiene que recoger a sus niños de la escuela, son tres; los dos mayores son varones y la menor es una niña que lleva su mismo nombre. Ester.
No tienen padre junto a ellos, no saben quien es o si existe.
Camino de la escuela, la joven madre, hija de la desahuciada abuela, escucha gritos de niños extasiados y felices, asoma a ver de que se trata…Observa juegos mecánicos, algodoneros, gente alegre, risas, música, fiesta. Prosigue su camino, tiene en la cabeza a su moribunda madre, olvida el jolgorio, ensombrece todo sonido, su mente obnubilada reprime su percepción auditiva, el camino enmudece, contempla rostros que ríen pero que no suenan, no oye más.
Es el séptimo mes, del año siete del nuevo milenio; las gentes forasteras invaden el pueblo, los lugareños se aprestan a su recepción, las campanas tañen como nunca, el sonido entrelaza a la ciudad, la toma por las orillas y la sacude, obligando a las personas salir a husmear las novedades de la fiesta patronal.
La noche llega primero a la modesta casa. Se enciende una vela. La luz tenue alumbra poquísimo y se posa débilmente sobre el rostro de los niños; duermen junto a la abuela para prodigarle calor y porque no hay más camas, la sienten agonizar. La noche interminable, los tosidos se intensifican en frecuencia y sonido. Los nietos aprietan más los ojos, fingen no escuchar, ahora caen rindiéndose frente a la utopía. Sueñan… sueñan con un mundo joven, justo, bello, maravilloso. Todos pueden reír, la alegría no es amiga solamente de ricos. Cantan, bailan, no se conocen penas, no está invitado el hambre, mucho menos el dolor de la enfermedad…Se consume lo último de la vela…queda una mecha encendida, se torna azul y se apaga.
La mañana ingresa por los hoyuelos del tejado, el haz de luz pega en la cabeza de los niños. Es feriado, se celebra el día nacional de la independencia, el cielo tiene el color de un mar en el caribe, no se cuenta una sola nube, la plaza repleta de muchedumbre, instituciones y colegios rinden tributo a nuestra patria, se saluda a la bandera y al unísono se grita ¡Viva el Perú!
La joven mamá, está en el mercado, vendiendo ramas de fresco culantro recién cortado, perejil, paico y otras hierbas. No hay feriados, no hay licencias, la muerte apremia y ella no quiere ver marcharse a la abuela, así, de pronto.
Sabe que las personas harán compras hoy, celebrarán su veintiocho con muchos manjares propios de la tierra chocolatera, tiene que continuar vendiendo, le tranquiliza saber que los niños cuidan a la abuela.
El desplazamiento de los estudiantes y autoridades hacia la avenida Túpac Amaru, indica que pronto comenzará el desfile cívico, militar. La gente está alborotada, los espectadores se impacientan, algunos quieren ver a la escuela “centro base”, los más, visten colores amarillos y negros de fácil distinción, son estudiantes Corteganinos, no obstante son visibles también banderolas celestes de sus antagónicas carmelitas.
Los niños ansían desfilar entre la multitud, representar con pecho henchido de orgullo a su escuela, a su hogar, recibir los aplausos dejando a cambio el sudor con cada paso, pero es un imposible y ver pasar a su escuela es el mayor consuelo, no hay dinero para vivir, mucho menos hay para lujos como la ropa o el calzado, no hay uniforme, no hay zapatos.
—Segurito que va a salir la banda, si pué —dice la niña—. Sí, va a salir, que lindo pué —habla emocionada, abriendo con mucho esfuerzo sus pequeños ojitos rasgados.
—Pedro Paula, Augusto Gil, es mi escuela, es mi hogar —canta el mayor haciendo un ruido desagradable con la nariz; los demás acompañan la canción, por un momento la algarabía inunda la casa, pero tan pronto recuerdan que la abuela descansa, callan, pues cuando duerme, no hay más gemidos ni sonidos de dolor. La abuela duerme en calma, los niños no dirán más nada…
Es el medio día, las calles desiertas, ningún alma, ningún sonido, solo una bolsa plástica se eleva en medio de un remolino a la mitad de la pista, no se escucha ni banda, ni gente, acompaña al silencio el sonido del agua hirviendo. Los niños llevan sopa y un pedazo de pan a su abuela.
En el mercado la gente se ha marchado luego de abarrotar los puestos, la joven vendedora nunca había juntado tanto dinero, ni en meses de venta hubiese llegado a la mitad de lo que tenía ese día.
En la tarde los alumnos de los colegios celebran en locales de expendio de aguardiente de caña, y los niños, los niños salen a ver como los pirotécnicos estructuran las grandes torres de luces artificiales y de cohetes, y caminan a ver de muy cerca la vaca loca, la tocan, la miran, luego la jalonean. Los pirotécnicos se levantan y corretean con carrizos en mano a los muchachos malcriados.
Se recuesta sobre la ciudad la estrellada noche que, como siempre llega muy pronto a la casa triste, el frío carcome hasta las astillas de los huesos, posiblemente sea la noche más gélida del año, las personas usan chompas dobles y casacas gruesas. En las calles han perecido a causa del friaje, bastantes animales, es el caso de algunos perros vagabundos abandonados por sus amos. Los niños se han dormido todos juntos, las cajas de fósforos que simulan sus carritos, sus juguetes, están regadas por todas partes. La muerte baila una danza helada de celebración, al filo de la noche, los tres hermanitos permanecen rígidos, tiesos, a un costado de la moribunda anciana, sus semblantes pálidos parecen relucir en la oscuridad. Ellos se han rendido.
Tres luces fugaces penetran el firmamento, haciendo una venia, dan la impresión de detenerse en lo más alto, luego se oye un estallido en el cielo que hace despertar a la hermana menor.
—¡Lo van a quemar a la vaca, lo van a quemar ya!
—Cállate zonza. Qui hora son —pregunta el mayor.
—No sé. Es de noche—dice la niña—. La mamá no viene. Y si se fue lejos con el papá.
—Cállate zonza, —silencia el hermano —. El papá no vive cerca, es, el papá, él vive… lejos.
—Qué pué te haces, como sabes que es lejos.
—Claro lejos pué acaso cerca, lejos.
—En donde a ve, en donde.
—Es vive en Cajamarca.
—Yasque tu ni sabes en donde vive.
—Cállate ya gafa, vamos a ver los cuetes.
—¿Y la abuelita?
—Lo dejamos un ratito —Interviene el otro hermano—. ¡Vamos breve!
—Yo no sé, viene la mama Ester. Yo le digo que tu nos has llevau.
—Apúrate das —Sentencia el líder.
Se elevan, dejan el álgido suelo húmedo, pero por obra de una desconocida fuerza, no sienten frío, no lo sentirán más. Salen de la oscura casa, con cada cohetazo que surca el cielo, sus emociones acrecientan, pero desde luego, deben cerrar la puerta muy despacio para no apagar la vela que aluza finamente el rostro de la abuela, pero perciben que no pueden hacerlo, les es imposible sujetar la puerta ¿Acaso están tan débiles? Dan unos pasos más y de inmediato aparecen en medio de la calle.
A unas cuadras de la plaza de armas su emoción llega al punto más incontrolable y corren, corren muy rápido, como unos pericotes en medio de muchas migas de pan. Llegan hasta donde un señor flaco y vetusto, vende algodones dulces, traspasan entre la gente que hace cola para comprar sus bolsitas de algodón, llegan y… ¡Oh! El olor es delicioso. El azúcar huele caliente y expande un vapor exquisito, las finas lanitas dulces giran en una extraña máquina, el viejo algodonero introduce los palillos de carrizo y moldea sus algodones azucarados, que rico, quien pudiera comérselos todos, no se puede.
La niña espía detenidamente al enjuto vendedor, ella lo observa detenidamente como esperando la devolución del mismo gesto pero el escuálido señor ni siquiera lo nota sin embargo frente a él se detienen otros infantes impacientes a quienes atiende con una amplia sonrisa y mucha amabilidad.
—Todos jalan uno nomás —dice la pequeña —. Ya ves, ya ves
—No por qué mira ese señor panzón tiene tres en una mano —reclama el mayor. Y todos ríen.
—No se puede comer tres en un rato, paque pué mientes.
—Sí se puede, masque vamos a seguirlo y vas a ver trompuda.
Todos están de acuerdo y siguen a un señor regordete que usa bigotes bien negros y que terminan en puntas. Caminan varias vueltas a la plaza y el señor continúa con los tres algodones sin animarse a abrirlos, se sienta en las banquetas, y mientras busca con la vista a alguien entre tanta gente empieza a abrir una de las bolsas, los niños lo miran a unos pocos metros, pero el señor no se da cuenta, los ignora o simplemente no los ve.
—Ya mira mira, está comiendo uno —exclama el mayor.
—Ya pué, uno nomá, ya ves —contesta la niña menor y los demás comienzan a gritar, que sí, que no.
—¡Esperen! ya se va a quedar con el palito —expresa el otro hermano
—Mira el algodón se achicó, pero solo puede comer uno, nadie es capaz de comer más, so zonzo —refiere la menor.
—Va y por que pué —contesta enojado el mayor de los hermanos.
—Porque se muere.
—¡Ma! Esta gafa, no se muere. Yo una vez comí dos y no me morí.
—Cállate mentiroso, nunca has comido dos.
—Sí esa vez, te acuerdas hermano que nos dio un señor por haberlo ayudado —todos arman un griterío.
—Segurito que has comido uno nomá.
—¡No! Dos.
La joven mamá luego de concluir su trabajo en el mercado y con la satisfacción de haber conseguido muchos soles se dirigió a la iglesia para dar gracias a la Camuchita.
Entró en la iglesia y pidió por la abuela, rogó al cielo no dejar morir a su madre, imploró por sus hijos y rezó por mucho tiempo arrodillada en la banca delantera, pues la iglesia estaba vacía.
En la plaza de armas, el rollizo señor de bigotes extraños, llega a la parte final del algodón y con el palito en la mano se pone de pie.
"Dile tú". Los niños comienzan a empujarse frente al señor.
—Señor, puede darme su palito para jugar —pregunta el mayor, sin hallar respuesta.
El señor mira a otro lado, increíblemente no lo oye, el niño llama con más fuerza “Señor, señor, oigaste”, el hombre se paraliza de súbito y siente erizado su singular bigote, al mismo tiempo que un escalofrío invade su abultada figura deja el palito en la banqueta y camina sin ninguna palabra, ni siquiera miró a los niños. Se abalanzaron hacia el sitio para tomar el palito dándose empellones entre ellos, pero el niño mayor y la niña siguieron entre la gente al señor para comprobar si podía comer un algodón más. Al llegar a la esquina de la plaza vieron que el hombre abrazaba a dos niños, eran sus hijos, tenían guantes en las manos por el frío que hacía, vestían unas chompas preciosas, los niños nunca habían visto a personas de su edad, tan blancas, tan bonitas, bien vestidas. Se impactaron tanto que comenzaron a seguirlos. Los niños vieron que aquellos chicos blancos los dos, no le recibían los algodones a pesar que el papá insistía con su brazo estirado.
—Ya ves so zonzo, los niños no quieren segurito ya estiran la pata —le dijo la niña al hermano mayor al mismo tiempo que lo codeaba.
El señor gordo caminó con las bolsas en la mano y con sus hijos por el jirón dos de mayo, entraron a un restaurante y se sentaron en una mesa pegada a una ventana que se veía desde la calle. Esperaron un momento y luego les alcanzaron unos platos tan grandes, había papas en tiras gruesas y buenas porciones de pollo muy dorado en cada plato.
—Tú eres la zonza —dice el mayor a la niña —. Ya ves que están comiendo más y no se mueren.
—Ma, que pué, segurito el panzón lo come todo.
—Mira que ricazo, di.
—Si pué que rico.
—Míralo al dueño cuidau nos bote —exclama el mayor recostado sobre la ventana apoyando sus pequeñas manos pero sin sentir en el vidrio el resuello de su aliento. La niña esta atenta a la puerta del restaurante, sabía que siempre la nubecita que formaban en el vidrio era lo que causaba que los propietarios los botasen de la ventana. Pero le sorprende con mucha alegría que el vidrio esta seco y no ha formado borrosidad alguna. Ya no tenían aliento.
—¡Ya terminaron! ¿Tienes hambre? —pregunta el hermano.
—No, no tengo. Vamos a la casa la mamá nos va a pegar.
—Vamos, yo tampoco tengo hambre, vamos a la plaza a llamarlo al hermano.
Los niños corrieron alegres, cuando llegaron a la plaza había una vaca loca despidiendo luces multicolores y muchas chispas blancas.
“Mira esos grajos” gritó la niñita apuntando hacia una multitud de niños que se querían tumbar a la vaca poniendo zancadillas a su disparatado paso. “Hay que llamarlo a nuestro hermano”, “vamos a la casa”.
Y los niños regresaron a la vieja casita muy apurados. “Hoy si que pué la mamá” “Oma” “Pónganse en sus sitios y quédense quietos”. Así fue, entraron a la casa y oyeron toser a la abuela, que luego de algunos quejidos quedó dormida nuevamente, aprovecharon para meterse en la cama junto a ella. “Cierren los ojos, hasta mañana”.
La joven madre sale de la iglesia y con algunos centavos puede darse el lujo de comprar unos cuantos algodones de azúcar. “Alguna vez siquiera a mis hijitos”. Nunca se vio una sonrisa tan bella en medio de la algarabía de la fiesta. La banda de músicos toca en la plaza, hay infinidad de cohetes y la gente baila, canta y ríe. La joven estaba muy feliz y agradecía en su interior a la virgen del Carmelo por esa felicidad.
Los algodones de azúcar caen al piso, en un letargo casi irreal. Los niños tendidos en el frío suelo. La abuela despierta y mira con aquellos ojos blanquecinos y afligidos, cómo la joven madre, su hija, llora sin consuelo, llora con dolor abrazando a sus pequeños hijos, pálidos, muertos por el frío o por el hambre. La abuela, que no oye, que no habla, ahora llora también. Están muertos los sufridos infantes, llevan muchas horas sin vida y quizá, haya acabado su verdadero martirio.
Ester, no mires al cielo, no busques respuesta en lo que no existe, el llanto de algunos es risa de otros. No interrogues al viento que él se lleva palabras y nos vuelve mudos, no derrames más lágrimas que es un desperdicio, nuestros ojos han sufrido y sufrirán siempre y verán gentes enormemente alegres festejar y tenerlo todo y mirarán el pasado y allí, no encontrarán nada, no hay pobreza en la alegría, ni alegría en la pobreza, son solo instantes que parecen, una vida, llena de todo.
La Feliciana amanece con el sol sentado sobre el toril, es día de corrida, los palcos huelen a madera fresca, las familias llevan sus almuerzos al coloso taurino, el bullerío exagerado de las personas destemplan los nervios a los condenados toros que esperan el inicio de la carnicería, la gente a pagado para eso. Entre polvareda y fuertes vientos, muchos visitan las chicherías y se embadurnan de grasa los dedos con los chicharrones y la cancha. Al primer cornetazo, la cuadrilla de carniceros ingresa al redondel, de los palcos y chaques discurren orines y cerveza que caen sobre la cabeza de la gente en barrera, es gente de alrededores de la ciudad, gente de campo que solo puede pagar lo mínimo para apreciar esta barbarie no obstante, no tienen idea del significado de tan extraña palabra, tauromaquia, eso sucede en barrera y también en el palco oficial. Es una de las festividades en la que resaltan intensos contrastes entre ciudadanos y entre visitantes, los organizadores reparten naranjas a los espectadores que luego las utilizarán como municiones contra el obeso picador haciendo gala de desperdicio e incultura.
Todos están en la Feliciana, nadie a quedado en la ciudad, la plaza parece un desierto, Tres cajones pequeños de color albino atraviesan de repente la desértica calle del comercio, detrás la conmocionada madre, serena, resignada, la acompañan en el fúnebre recorrido, vendedores del mercado, caminan a paso ligero, no hay tiempo para ser solemnes, la colecta del mercado financió un estrecho espacio en el cementerio. Llegan hasta la empinada colina que ofrece un recibimiento de calvario, acorde con las circunstancias. Mientras un puñado de amigos, contados por los dedos de la mano, se aúnen a la penuria, la mamá, Ester, grita tan fuerte que por un instante su voz remece al pueblo, “Mis hijos”. No hay nadie, no queda ninguno. Ahogada por el llanto cae de rodillas sobre el pasto seco y tan bien sin vida del cementerio, a la par, la gente aplaude y festeja en la plaza taurina, el estoque final del asesino de luces. Risas y gritos, la gente atiborrada de euforia proclama al muy valiente matador, con esa euforia y entusiasmo que solo puede provocar el morbo disfrazado de arte. La abuela tan solo duerme y de rato en rato lanza un quejido que enseguida calla con un hondo suspiro. Ha terminado julio, es el mes de los vientos que llevan y traen historias, que arrancan palabras y que se llevan el sonido, nadie sabe a donde, ni por qué. El próximo año, más personas llegarán al pueblo dispuestos a gastar todo su dinero, proclamando con voz hipócrita haber arribado única y exclusivamente por el amor a su tierra o por el fervor a una virgen a la misma vez que ignoran a los hambrientos niños y a los ancianos enfermos, tal vez encontrarán muchos de ellos y mirarán como se mira el sufrimiento ajeno, aquello que sabemos que existe pero que no queremos tan siquiera voltear a ver.