martes, 28 de diciembre de 2010

LIBROS PÓSTUMOS DE JULIO GARRIDO MALAVER

Por Jorge Horna
La frondosa producción literaria que publicó Julio Garrido Malaver (Celendín 1909 – Trujillo 1997), abarca varios géneros: poesía, cuento, novela, teatro. La familia del poeta ha conformado la Fundación Cultural JGM, y uno de sus fundamentales propósitos es continuar con la reedición de los libros publicados y de los inéditos. El escritor trujillano Bethoven Medina Sánchez ha sido designado coordinador editorial y difusor de la obra garrideña.

De los signos, libro de Julio Garrido Malaver de publicación póstuma.

Dando concreción al optimismo y con el auspicio del gobierno regional de Cajamarca, se han publicado el año 2010 dos libros póstumos de Garrido.
Se trata de los poemarios De los signos y Escudos para mis banderas (Fondo de Promoción Artístico Cultural Regional de Cajamarca).

En el prólogo de De los signos se lee las palabras de Luzman Salas: “…es una exaltación de la vida, como la única eternidad posible que niega la existencia de la muerte para vivir por siempre iluminados. Es, pues, un cuaderno de recuerdos y esperanzas, de sueños y aspiraciones humanas.
Por lo dicho, don Julio Garrido Malaver sigue viviendo, inmarcesible, en los aromas y florecimientos de sus versos.”

Un poema de este libro:

Tienes que detenerte
frente a frente
de Ti y Contigo
para que puedas
preguntarte
en qué medida
has sido capaz
de servir a tus hermanos
a tu pueblo
a tu nación
a ti mismo;
y si del balance
resulta
que sólo te has servido
exclusivamente
a ti
no tienes derecho
a los laureles:
mereces
una corona de verbena.

Julio Garrido Malaver, falleció a los 87 años de edad. En sus años juveniles fue reiteradamente encarcelado y deportado por su activismo en el partido aprista auroral; su trayectoria se caracterizó por ser una voz disidente dentro de su propia agrupación política.
Por sus méritos literarios se hizo merecedor a lauros y reconocimientos. Su poemario La dimensión de la piedra es uno de los referentes más importantes de su vasta obra; antologías nacionales y latinoamericanas han incluido su poesía en sus páginas.

Escudos para mis banderas, libro de Julio Garrido Malaver de publicación póstuma.

El otro libro póstumo Escudos para mis banderas está prologado por Bethoven Medina. Él expresa estos juicios:
“…Julio Garrido Malaver, ratifica los ejes constantes de su poética y que, por su honda reflexión, establece inter relaciones con la filosofía. Se advierte un viraje introspectivo desde su infancia hasta la plenitud de su existencia. Observamos, además, que siempre la meditación está presente en sus contenidos, por más sencillez que aparenten sus versos. (…)
La poesía de Garrido Malaver, constituye una emoción sentida que nos libera, aunque sea por momentos, del plano de lo cotidiano para transportarnos a un plano más trascendente.”

¡Cómo podré olvidar de la primera vez
que rompiendo la puerta de mi casa
destruyeron mi sueño,
rompieron en mi boca mi palabra
y esposado
me llevaron por las calles
entre soldados con bayonetas caladas
hasta la cárcel pública de mi Tierra
donde hacía mucho tiempo
me tenían reservada una celda
habitada por ratas y de vez en cuando por ladrones!

¡Cómo podré olvidar
la primera prisión de mi vida
por haber dicho solamente
que a los soldados les paga el pueblo
con los impuestos que pagamos todos los peruanos
y no para que asalten el poder
ni para que derroquen presidentes
sino
para que amparen y protejan el orden público
la Vida
los bienes y derechos de todos nuestros pueblos!

***
Pero,
la vida nos da todos los días
impulsos y energías
para sobrevivir
manteniendo encendida la tea de la fe,
agitando
la bandera de nuestros ideales.

Así es como han pasado tantos años;
así es como llegaremos
al Nuevo Día de la Tierra:
hoy, mañana
o cuando en nosotros de gastados y viejos,
de olvidados quizá
nuestros huesos sean simples plantas blancas
para los múltiples labios de los Vientos…

¡Así es como emprenderemos el último dictado
que habremos de firmar cantando con estrellas
para que nunca se apaguen nuestros ojos…!

Es sagrada misión de todo celendino procurar la difusión y el pleno conocimiento de los valores humanos de la obra que Julio Garrido Malaver ha legado al Perú y a toda la humanidad.


Lima, diciembre 2010

sábado, 18 de diciembre de 2010

POESIA:La obra inédita de Juan Tejada Sánchez (Juatesán)

Por Jorge Horna

Indagaciones
Después de todo, el tiempo tornado en esperanza se hace generoso inesperadamente. Tenía la convicción de que Juan Tejada Sánchez tenía inédita su poesía, y felizmente ésta ha sido guardada con comprensible reserva por sus familiares, después del deceso del poeta ocurrido en 1981.

La familia de Juan Tejada Sánchez (Juatesán). Nuestro poeta es el último de los sentados de izquierda a derecha.

Sólo uno o dos textos poéticos fueron publicados en la revista Marañón por el año 1971, cuando Juan aún vivía en Celendín. Después de su fallecimiento en la revista Jelij aparecieron otros dos poemas. A estas señales siguió un silencio prolongado. Hace dos años conversé por teléfono con Ramón Tejada (sobrino del vate), pero no conseguí tener acceso a datos sobre la producción literaria de Juatesán.
En el mes de noviembre de 2010 redacté una breve nota con el exiguo material que se conoce sobre Juan, para ser publicada en el blog Chungo y Batan; a la vez ese texto envié al correo de Ramón. A los pocos días recibo, vía Internet, la semblanza biográfica (resulta que Sorochuco es su cuna legítima) y cincuenta poemas inéditos, enviados desde Canadá por su hermano Joel Tejada.
De este modo me tomo la licencia de considerarme, por azar circunstancial, depositario privilegiado del legado literario del romántico poeta.

Su poesía
Juan Tejada Sánchez se reafirma como poeta tras las huellas de Gabriela Mistral y César Vallejo; aparecen también en sus textos reflejos becquerianos y rubenianos. Sus poemas amorosos están horadados por las ausencias y lejanías. En ese proceso busca apaciguar su dolor y soledad desbordando el cielo, la tierra y el agua. Apego a la naturaleza y su abierta defensa, un espacio en el que el poeta erige la belleza de su palabra. Qué diría él, en estos tiempos contemporáneos de gélidas actitudes humanas, ante el avasallamiento causado por la codicia de las explotaciones mineras, que amasan fortunas sin tener en cuenta la desfiguración del paisaje y el arrasamiento de la tierra, o de la vida, que es lo mismo.
Es por eso que su poesía está repleta de esplendores, de la nobleza enternecedora de los caminos, piedras y rocas, que abrigan la fugacidad de la existencia humana. En el viento y las frescas sombras halla el mensaje escondido para entregarnos su soledad lacerante.

Quisiera ser nube/ para enredarme/ en las trenzas rubias/ del sol./ Quisiera ser noche/ para dormirme/ sobre la mitad del mundo/ y menguar su dolor./ Quisiera ser luna/ de palidez mortal/ para que los que me miran sepan/ que tengo helado el corazón./ Quisiera ser música en el viento/ azul en la campana muda de la tarde/ torre de marfil en la alba/ constelación de gaviotas sobre el mar./ Pero en mi locura de vivir comprendo/ que sólo soy una estatua de barro/ que sólo tengo corazón.

Además, es en la mujer amada que halla el bálsamo que hace posible que Juan Tejada nos alcance su lirismo puro, su canto afectuoso a la vida, su verso que no es reclamo, sino musicalidad esparcida en la tierra.

(…) Sembradora de estrellas,/ recuesta la noche en mis pupilas,/ Pastora de mis penas,/ hunde en la tierra mi silencio…
(…) Eres raíz en el secreto de los surcos/ y sabia en los labios de la vida./ Y te amo…/ Y he de amarte/ hasta el abrazo del silencio/ con mi propia vida
(… ) La amaba porque traía en sus ojos/ la agonía del crepúsculo/ y los senderos de la noche./ Porque se durmió en una cabaña/ y despertó con clarines/ al llamado de la vida.

Otros poemas tienen como eje el profundo aprecio del poeta a los niños del campo. Juan fue maestro de escuela durante muchos años en el caserío rural de Poyunte, paraje próximo a la ciudad de Celendín. En el porvenir de esos niños descalzos y pobres, con una prédica cristiana sincera, ve la redención del mundo.

(…) Los niños descalzos/ han vuelto a la ronda;/ los claustros silentes/ remedan sus voces./ Cantando esta ronda/ con los niños pobres,/ en el costado abierto,/ palpita el amor.
(…) ¡Seguid cantando,/ niños descalzos,/ que pronto, muy pronto/ voy a dormirme sobre mi cruz!

Lima, 15 de diciembre de 2010

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viernes, 10 de diciembre de 2010

PREMIO NOBEL: Mario Vargas Llosa

Por considerarlo de interés nacional, publicamos el texto íntegro del Discurso pronunciado por el Premio Nobel de Literatura 2010, el peruano Mario Vargas Llosa que hoy, justamente, recibirá el Premio de manos del Rey de Suecia. (NdlR)

ELOGIO DE LA LECTURA Y LA FICCIÓN


Por Mario Vargas Llosa

Aprendí a leer a los cinco años, en la clase del hermano Justiniano, en el Colegio de la Salle, en Cochabamba (Bolivia). Es la cosa más importante que me ha pasado en la vida. Casi setenta años después recuerdo con nitidez cómo esa magia, traducir las palabras de los libros en imágenes, enriqueció mi vida, rompiendo las barreras del tiempo y del espacio y permitiéndome viajar con el capitán Nemo veinte mil leguas de viaje submarino, luchar junto a d’Artagnan, Athos, Portos y Aramís contra las intrigas que amenazan a la Reina en los tiempos del sinuoso Richelieu, o arrastrarme por las entrañas de París, convertido en Jean Valjean, con el cuerpo inerte de Marius a cuestas.

MVLL, primer peruano que recibe el Nobel de Literatura.

La lectura convertía el sueño en vida y la vida en sueño y ponía al alcance del pedacito de hombre que era yo el universo de la literatura. Mi madre me contó que las primeras cosas que escribí fueron continuaciones de las historias que leía pues me apenaba que se terminaran o quería enmendarles el final. Y acaso sea eso lo que me he pasado la vida haciendo sin saberlo: prolongando en el tiempo, mientras crecía, maduraba y envejecía, las historias que llenaron mi infancia de exaltación y de aventuras.
Me gustaría que mi madre estuviera aquí, ella que solía emocionarse y llorar leyendo los poemas de Amado Nervo y de Pablo Neruda, y también el abuelo Pedro, de gran nariz y calva reluciente, que celebraba mis versos, y el tío Lucho que tanto me animó a volcarme en cuerpo y alma a escribir aunque la literatura, en aquel tiempo y lugar, alimentara tan mal a sus cultores. Toda la vida he tenido a mi lado gentes así, que me querían y alentaban, y me contagiaban su fe cuando dudaba. Gracias a ellos y, sin duda, también, a mi terquedad y algo de suerte, he podido dedicar buena parte de mi tiempo a esta pasión, vicio y maravilla que es escribir, crear una vida paralela donde refugiarnos contra la adversidad, que vuelve natural lo extraordinario y extraordinario lo natural, disipa el caos, embellece lo feo, eterniza el instante y torna la muerte un espectáculo pasajero.
No era fácil escribir historias. Al volverse palabras, los proyectos se marchitaban en el papel y las ideas e imágenes desfallecían. ¿Cómo reanimarlos? Por fortuna, allí estaban los maestros para aprender de ellos y seguir su ejemplo. Flaubert me enseñó que el talento es una disciplina tenaz y una larga paciencia. Faulkner, que es la forma –la escritura y la estructura- lo que engrandece o empobrece los temas. Martorell, Cervantes, Dickens, Balzac, Tolstoi, Conrad, Thomas Mann, que el número y la ambición son tan importantes en una novela como la destreza estilística y la estrategia narrativa. Sartre, que las palabras son actos y que una novela, una obra de teatro, un ensayo, comprometidos con la actualidad y las mejores opciones, pueden cambiar el curso de la historia. Camus y Orwell, que una literatura desprovista de moral es inhumana y Malraux que el heroísmo y la épica cabían en la actualidad tanto como en el tiempo de los argonautas, la Odisea y la Ilíada.
Si convocara en este discurso a todos los escritores a los que debo algo o mucho sus sombras nos sumirían en la oscuridad. Son innumerables. Además de revelarme los secretos del oficio de contar, me hicieron explorar los abismos de lo humano, admirar sus hazañas y horrorizarme con sus desvaríos. Fueron los amigos más serviciales, los animadores de mi vocación, en cuyos libros descubrí que, aun en las peores circunstancias, hay esperanzas y que vale la pena vivir, aunque fuera sólo porque sin la vida no podríamos leer ni fantasear historias.
Algunas veces me pregunté si en países como el mío, con escasos lectores y tantos pobres, analfabetos e injusticias, donde la cultura era privilegio de tan pocos, escribir no era un lujo solipsista. Pero estas dudas nunca asfixiaron mi vocación y seguí siempre escribiendo, incluso en aquellos períodos en que los trabajos alimenticios absorbían casi todo mi tiempo. Creo que hice lo justo, pues, si para que la literatura florezca en una sociedad fuera requisito alcanzar primero la alta cultura, la libertad, la prosperidad y la justicia, ella no hubiera existido nunca. Por el contrario, gracias a la literatura, a las conciencias que formó, a los deseos y anhelos que inspiró, al desencanto de lo real con que volvemos del viaje a una bella fantasía, la civilización es ahora menos cruel que cuando los contadores de cuentos comenzaron a humanizar la vida con sus fábulas. Seríamos peores de lo que somos sin los buenos libros que leímos, más conformistas, menos inquietos e insumisos y el espíritu crítico, motor del progreso, ni siquiera existiría. Igual que escribir, leer es protestar contra las insuficiencias de la vida.
Quien busca en la ficción lo que no tiene, dice, sin necesidad de decirlo, ni siquiera saberlo, que la vida tal como es no nos basta para colmar nuestra sed de absoluto, fundamento de la condición humana, y que debería ser mejor. Inventamos las ficciones para poder vivir de alguna manera las muchas vidas que quisiéramos tener cuando apenas disponemos de una sola.
Sin las ficciones seríamos menos conscientes de la importancia de la libertad para que la vida sea vivible y del infierno en que se convierte cuando es conculcada por un tirano, una ideología o una religión. Quienes dudan de que la literatura, además de sumirnos en el sueño de la belleza y la felicidad, nos alerta contra toda forma de opresión, pregúntense por qué todos los regímenes empeñados en controlar la conducta de los ciudadanos de la cuna a la tumba, la temen tanto que establecen sistemas de censura para reprimirla y vigilan con tanta suspicacia a los escritores independientes. Lo hacen porque saben el riesgo que corren dejando que la imaginación discurra por los libros, lo sediciosas que se vuelven las ficciones cuando el lector coteja la libertad que las hace posibles y que en ellas se ejerce, con el oscurantismo y el miedo que lo acechan en el mundo real. Lo quieran o no, lo sepan o no, los fabuladores, al inventar historias, propagan la insatisfacción, mostrando que el mundo está mal hecho, que la vida de la fantasía es más rica que la de la rutina cotidiana. Esa comprobación, si echa raíces en la sensibilidad y la conciencia, vuelve a los ciudadanos más difíciles de manipular, de aceptar las mentiras de quienes quisieran hacerles creer que, entre barrotes, inquisidores y carceleros viven más seguros y mejor.
La buena literatura tiende puentes entre gentes distintas y, haciéndonos gozar, sufrir o sorprendernos, nos une por debajo de las lenguas, creencias, usos, costumbres y prejuicios que nos separan. Cuando la gran ballena blanca sepulta al capitán Ahab en el mar, se encoge el corazón de los lectores idénticamente en Tokio, Lima o Tombuctú.
Cuando Emma Bovary se traga el arsénico, Anna Karenina se arroja al tren y Julien Sorel sube al patíbulo, y cuando, en El Sur, el urbano doctor Juan Dahlmann sale de aquella pulpería de la pampa a enfrentarse al cuchillo de un matón, o advertimos que todos los pobladores de Comala, el pueblo de Pedro Páramo, están muertos, el estremecimiento es semejante en el lector que adora a Buda, Confucio, Cristo, Alá o es un agnóstico, vista saco y corbata, chilaba, kimono o bombachas. La literatura crea una fraternidad dentro de la diversidad humana y eclipsa las fronteras que erigen entre hombres y mujeres la ignorancia, las ideologías, las religiones, los idiomas y la estupidez.
Como todas las épocas han tenido sus espantos, la nuestra es la de los fanáticos, la de los terroristas suicidas, antigua especie convencida de que matando se gana el paraíso, que la sangre de los inocentes lava las afrentas colectivas, corrige las injusticias e impone la verdad sobre las falsas creencias. Innumerables víctimas son inmoladas cada día en diversos lugares del mundo por quienes se sienten poseedores de verdades absolutas. Creíamos que, con el desplome de los imperios totalitarios, la convivencia, la paz, el pluralismo, los derechos humanos, se impondrían y el mundo dejaría atrás los holocaustos, genocidios, invasiones y guerras de exterminio. Nada de eso ha ocurrido.
Nuevas formas de barbarie proliferan atizadas por el fanatismo y, con la multiplicación de armas de destrucción masiva, no se puede excluir que cualquier grupúsculo de enloquecidos redentores provoque un día un cataclismo nuclear. Hay que salirles al paso, enfrentarlos y derrotarlos. No son muchos, aunque el estruendo de sus crímenes retumbe por todo el planeta y nos abrumen de horror las pesadillas que provocan. No debemos dejarnos intimidar por quienes quisieran arrebatarnos la libertad que hemos ido conquistando en la larga hazaña de la civilización. Defendamos la democracia liberal, que, con todas sus limitaciones, sigue significando el pluralismo político, la convivencia, la tolerancia, los derechos humanos, el respeto a la crítica, la legalidad, las elecciones libres, la alternancia en el poder, todo aquello que nos ha ido sacando de la vida feral y acercándonos –aunque nunca llegaremos a alcanzarla- a la hermosa y perfecta vida que finge la literatura, aquella que sólo inventándola, escribiéndola y leyéndola podemos merecer. Enfrentándonos a los fanáticos homicidas defendemos nuestro derecho a soñar y a hacer nuestros sueños realidad.
En mi juventud, como muchos escritores de mi generación, fui marxista y creí que el socialismo sería el remedio para la explotación y las injusticias sociales que arreciaban en mi país, América Latina y el resto del Tercer Mundo. Mi decepción del estatismo y el colectivismo y mi tránsito hacia el demócrata y el liberal que soy –que trato de ser- fue largo, difícil, y se llevó a cabo despacio y a raíz de episodios como la conversión de la Revolución Cubana, que me había entusiasmado al principio, al modelo autoritario y vertical de la Unión Soviética, el testimonio de los disidentes que conseguía escurrirse entre las alambradas del Gulag, la invasión de Checoeslovaquia por los países del Pacto de Varsovia, y gracias a pensadores como Raymond Aron, Jean- François Rével, Isaiah Berlin y Karl Popper, a quienes debo mi revalorización de la cultura democrática y de las sociedades abiertas. Esos maestros fueron un ejemplo de lucidez y gallardía cuando la intelligentsia de Occidente parecía, por frivolidad u
oportunismo, haber sucumbido al hechizo del socialismo soviético, o, peor todavía, al aquelarre sanguinario de la revolución cultural china.
De niño soñaba con llegar algún día a París porque, deslumbrado con la literatura francesa, creía que vivir allí y respirar el aire que respiraron Balzac, Stendhal, Baudelaire, Proust, me ayudaría a convertirme en un verdadero escritor, que si no salía del Perú sólo sería un seudo escritor de días domingos y feriados. Y la verdad es que debo a Francia, a la cultura francesa, enseñanzas inolvidables, como que la literatura es tanto una vocación como una disciplina, un trabajo y una terquedad. Viví allí cuando Sartre y Camus estaban vivos y escribiendo, en los años de Ionesco, Beckett, Bataille y Cioran, del descubrimiento del teatro de Brecht y el cine de Ingmar Bergman, el TNP de Jean Vilar y el Odéon de Jean Louis Barrault, de la Nouvelle Vague y le Nouveau Roman y los discursos, bellísimas piezas literarias, de André Malraux, y, tal vez, el espectáculo más teatral de la Europa de aquel tiempo, las conferencias de prensa y los truenos olímpicos del General de Gaulle. Pero, acaso, lo que más le agradezco a Francia sea el descubrimiento de América Latina. Allí aprendí que el Perú era parte de una vasta comunidad a la que hermanaban la historia, la geografía, la problemática social y política, una cierta manera de ser y la sabrosa lengua en que hablaba y escribía. Y que en esos mismos años producía una literatura novedosa y pujante. Allí leí a Borges, a Octavio Paz, Cortázar, García Márquez, Fuentes, Cabrera Infante, Rulfo, Onetti, Carpentier, Edwards, Donoso y muchos otros, cuyos escritos estaban revolucionando la narrativa en lengua española y gracias a los cuales Europa y buena parte del mundo descubrían que América Latina no era sólo el continente de los golpes de Estado, los caudillos de opereta, los guerrilleros barbudos y las maracas del mambo y el chachachá, sino también ideas, formas artísticas y fantasías literarias que trascendían lo pintoresco y hablaban un lenguaje universal.
De entonces a esta época, no sin tropiezos y resbalones, América Latina ha ido progresando, aunque, como decía el verso de César Vallejo, todavía Hay, hermanos, muchísimo que hacer. Padecemos menos dictaduras que antaño, sólo Cuba y su candidata a secundarla, Venezuela, y algunas seudo democracias populistas y payasas, como las de Bolivia y Nicaragua. Pero en el resto del continente, mal que mal, la democracia está funcionando, apoyada en amplios consensos populares, y, por primera vez en nuestra historia, tenemos una izquierda y una derecha que, como en Brasil, Chile, Uruguay, Perú, Colombia, República Dominicana, México y casi todo Centroamérica, respetan la legalidad, la libertad de crítica, las elecciones y la renovación en el poder.
Ése es el buen camino y, si persevera en él, combate la insidiosa corrupción y sigue integrándose al mundo, América Latina dejará por fin de ser el continente del futuro y pasará a serlo del presente.
Nunca me he sentido un extranjero en Europa, ni, en verdad, en ninguna parte.
En todos los lugares donde he vivido, en París, en Londres, en Barcelona, en Madrid, en Berlín, en Washington, Nueva York, Brasil o la República Dominicana, me sentí en mi casa. Siempre he hallado una querencia donde podía vivir en paz y trabajando, aprender cosas, alentar ilusiones, encontrar amigos, buenas lecturas y temas para escribir. No me parece que haberme convertido, sin proponérmelo, en un ciudadano del mundo, haya debilitado eso que llaman “las raíces”, mis vínculos con mi propio país –lo que tampoco tendría mucha importancia-, porque, si así fuera, las experiencias peruanas no seguirían alimentándome como escritor y no asomarían siempre en mis historias, aun cuando éstas parezcan ocurrir muy lejos del Perú. Creo que vivir tanto tiempo fuera del país donde nací ha fortalecido más bien aquellos vínculos, añadiéndoles una perspectiva más lúcida, y la nostalgia, que sabe diferenciar lo adjetivo y lo sustancial y mantiene reverberando los recuerdos. El amor al país en que uno nació no puede ser obligatorio, sino, al igual que cualquier otro amor, un movimiento espontáneo del corazón, como el que une a los amantes, a padres e hijos, a los amigos entre sí.
Al Perú yo lo llevo en las entrañas porque en él nací, crecí, me formé, y viví aquellas experiencias de niñez y juventud que modelaron mi personalidad, fraguaron mi vocación, y porque allí amé, odié, gocé, sufrí y soñé. Lo que en él ocurre me afecta más, me conmueve y exaspera más que lo que sucede en otras partes. No lo he buscado ni me lo he impuesto, simplemente es así. Algunos compatriotas me acusaron de traidor y estuve a punto de perder la ciudadanía cuando, durante la última dictadura, pedí a los gobiernos democráticos del mundo que penalizaran al régimen con sanciones diplomáticas y económicas, como lo he hecho siempre con todas las dictaduras, de cualquier índole, la de Pinochet, la de Fidel Castro, la de los talibanes en Afganistán, la de los imanes de Irán, la del apartheid de África del Sur, la de los sátrapas uniformados de Birmania (hoy Myanmar). Y lo volvería a hacer mañana si –el destino no lo quiera y los peruanos no lo permitan- el Perú fuera víctima una vez más de un golpe de Estado que aniquilara nuestra frágil democracia. Aquella no fue la acción precipitada y pasional de un resentido, como escribieron algunos polígrafos acostumbrados a juzgar a los demás desde su propia pequeñez. Fue un acto coherente con mi convicción de que una dictadura representa el mal absoluto para un país, una fuente de brutalidad y corrupción y de heridas profundas que tardan mucho en cerrar, envenenan su futuro y crean hábitos y prácticas malsanas que se prolongan a lo largo de las generaciones demorando la reconstrucción democrática. Por eso, las dictaduras deben ser combatidas sin contemplaciones, por todos los medios a nuestro alcance, incluidas las sanciones económicas. Es lamentable que los gobiernos democráticos, en vez de dar el ejemplo, solidarizándose con quienes, como las Damas de Blanco en Cuba, los resistentes venezolanos, o Aung San Suu Kyi y Liu Xiaobo, que se enfrentan con temeridad a las dictaduras que sufren, se muestren a menudo complacientes no con ellos sino con sus verdugos. Aquellos valientes, luchando por su libertad, también luchan por la nuestra.
Un compatriota mío, José María Arguedas, llamó al Perú el país de “todas las sangres”. No creo que haya fórmula que lo defina mejor. Eso somos y eso llevamos dentro todos los peruanos, nos guste o no: una suma de tradiciones, razas, creencias y culturas procedentes de los cuatro puntos cardinales. A mí me enorgullece sentirme heredero de las culturas prehispánicas que fabricaron los tejidos y mantos de plumas de Nazca y Paracas y los ceramios mochicas o incas que se exhiben en los mejores museos del mundo, de los constructores de Machu Picchu, el Gran Chimú, Chan Chan, Kuelap, Sipán, las huacas de La Bruja y del Sol y de la Luna, y de los españoles que, con sus alforjas, espadas y caballos, trajeron al Perú a Grecia, Roma, la tradición judeocristiana, el Renacimiento, Cervantes, Quevedo y Góngora, y a lengua recia de Castilla que los Andes dulcificaron. Y de que con España llegara también el África con su reciedumbre, su música y su efervescente imaginación a enriquecer la heterogeneidad peruana. Si escarbamos un poco descubrimos que el Perú, como el aleph de Borges, es en pequeño formato el mundo entero. ¡Qué extraordinario privilegio el de un país que no tiene una identidad porque las tiene todas!
La conquista de América fue cruel y violenta, como todas las conquistas, desde luego, y debemos criticarla, pero sin olvidar, al hacerlo, que quienes cometieron aquellos despojos y crímenes fueron, en gran número, nuestros bisabuelos y tatarabuelos, los españoles que fueron a América y allí se acriollaron, no los que se quedaron en su tierra. Aquellas críticas, para ser justas, deben ser una autocrítica.
Porque, al independizarnos de España, hace doscientos años, quienes asumieron el poder en las antiguas colonias, en vez de redimir al indio y hacerle justicia por los antiguos agravios, siguieron explotándolo con tanta codicia y ferocidad como los conquistadores, y, en algunos países, diezmándolo y exterminándolo. Digámoslo con toda claridad: desde hace dos siglos la emancipación de los indígenas es una responsabilidad exclusivamente nuestra y la hemos incumplido. Ella sigue siendo una asignatura pendiente en toda América Latina. No hay una sola excepción a este oprobio y vergüenza.
Quiero a España tanto como al Perú y mi deuda con ella es tan grande como el agradecimiento que le tengo. Si no hubiera sido por España jamás hubiera llegado a esta tribuna, ni a ser un escritor conocido, y tal vez, como tantos colegas desafortunados, andaría en el limbo de los escribidores sin suerte, sin editores, ni premios, ni lectores, cuyo talento acaso –triste consuelo- descubriría algún día la posteridad. En España se publicaron todos mis libros, recibí reconocimientos exagerados, amigos como Carlos Barral y Carmen Balcells y tantos otros se desvivieron porque mis historias tuvieran lectores. Y España me concedió una segunda nacionalidad cuando podía perder la mía.
Jamás he sentido la menor incompatibilidad entre ser peruano y tener un pasaporte español porque siempre he sentido que España y el Perú son el anverso y el reverso de una misma cosa, y no sólo en mi pequeña persona, también en realidades esenciales como la historia, la lengua y la cultura.
De todos los años que he vivido en suelo español, recuerdo con fulgor los cinco que pasé en la querida Barcelona a comienzos de los años setenta. La dictadura de Franco estaba todavía en pie y aún fusilaba, pero era ya un fósil en hilachas, y, sobre todo en el campo de la cultura, incapaz de mantener los controles de antaño. Se abrían rendijas y resquicios que la censura no alcanzaba a parchar y por ellas la sociedad española absorbía nuevas ideas, libros, corrientes de pensamiento y valores y formas artísticas hasta entonces prohibidos por subversivos. Ninguna ciudad aprovechó tanto y mejor que Barcelona este comienzo de apertura ni vivió una efervescencia semejante en todos los campos de las ideas y la creación. Se convirtió en la capital cultural de España, el lugar donde había que estar para respirar el anticipo de la libertad que se vendría. Y, en cierto modo, fue también la capital cultural de América Latina por la cantidad de pintores, escritores, editores y artistas procedentes de los países latinoamericanos que allí se instalaron, o iban y venían a Barcelona, porque era donde había que estar si uno quería ser un poeta, novelista, pintor o compositor de nuestro tiempo. Para mí, aquellos fueron unos años inolvidables de compañerismo, amistad, conspiraciones y fecundo trabajo intelectual. Igual que antes París, Barcelona fue una Torre de Babel, una ciudad cosmopolita y universal, donde era estimulante vivir y trabajar, y donde, por primera vez desde los tiempos de la guerra civil, escritores españoles y latinoamericanos se mezclaron y fraternizaron, reconociéndose dueños de una misma tradición y aliados en una empresa común y una certeza: que el final de la dictadura era inminente y que en la España democrática la cultura sería la protagonista principal.
Aunque no ocurrió así exactamente, la transición española de la dictadura a la democracia ha sido una de las mejores historias de los tiempos modernos, un ejemplo de cómo, cuando la sensatez y la racionalidad prevalecen y los adversarios políticos aparcan el sectarismo en favor del bien común, pueden ocurrir hechos tan prodigiosos como los de las novelas del realismo mágico. La transición española del autoritarismo a la libertad, del subdesarrollo a la prosperidad, de una sociedad de contrastes económicos y desigualdades tercermundistas a un país de clases medias, su integración a Europa y su adopción en pocos años de una cultura democrática, ha admirado al mundo entero y disparado la modernización de España. Ha sido para mí una experiencia emocionante y aleccionadora vivirla de muy cerca y a ratos desde dentro. Ojalá que los nacionalismos, plaga incurable del mundo moderno y también de España, no estropeen esta historia feliz.
Detesto toda forma de nacionalismo, ideología –o, más bien, religiónprovinciana, de corto vuelo, excluyente, que recorta el horizonte intelectual y disimula en su seno prejuicios étnicos y racistas, pues convierte en valor supremo, en privilegio moral y ontológico, la circunstancia fortuita del lugar de nacimiento. Junto con la religión, el nacionalismo ha sido la causa de las peores carnicerías de la historia, como las de las dos guerras mundiales y la sangría actual del Medio Oriente. Nada ha contribuido tanto como el nacionalismo a que América Latina se haya balcanizado, ensangrentado en insensatas contiendas y litigios y derrochado astronómicos recursos en comprar armas en vez de construir escuelas, bibliotecas y hospitales.
No hay que confundir el nacionalismo de orejeras y su rechazo del “otro”, siempre semilla de violencia, con el patriotismo, sentimiento sano y generoso, de amor a la tierra donde uno vio la luz, donde vivieron sus ancestros y se forjaron los primeros sueños, paisaje familiar de geografías, seres queridos y ocurrencias que se convierten en hitos de la memoria y escudos contra la soledad. La patria no son las banderas ni los himnos, ni los discursos apodícticos sobre los héroes emblemáticos, sino un puñado de lugares y personas que pueblan nuestros recuerdos y los tiñen de melancolía, la sensación cálida de que, no importa donde estemos, existe un hogar al que podemos volver.
El Perú es para mí una Arequipa donde nací pero nunca viví, una ciudad que mi madre, mis abuelos y mis tíos me enseñaron a conocer a través de sus recuerdos y añoranzas, porque toda mi tribu familiar, como suelen hacer los arequipeños, se llevó siempre a la Ciudad Blanca con ella en su andariega existencia. Es la Piura del desierto, el algarrobo y el sufrido burrito, al que los piuranos de mi juventud llamaban “el pie ajeno” –lindo y triste apelativo-, donde descubrí que no eran las cigüeñas las que traían los bebes al mundo sino que los fabricaban las parejas haciendo unas barbaridades que eran pecado mortal. Es el Colegio San Miguel y el Teatro Variedades donde por primera vez vi subir al escenario una obrita escrita por mí. Es la esquina de Diego Ferré y Colón, en el Miraflores limeño -la llamábamos el Barrio Alegre-, donde cambié el pantalón corto por el largo, fumé mi primer cigarrillo, aprendí a bailar, a enamorar y a declararme a las chicas. Es la polvorienta y temblorosa redacción del diario La Crónica donde, a mis dieciséis años, velé mis primeras armas de periodista, oficio que, con la literatura, ha ocupado casi toda mi vida y me ha hecho, como los libros, vivir más, conocer mejor el mundo y frecuentar a gente de todas partes y de todos los registros, gente excelente, buena, mala y execrable. Es el Colegio Militar Leoncio Prado, donde aprendí que el Perú no era el pequeño reducto de clase media en el que yo había vivido hasta entonces confinado y protegido, sino un país grande, antiguo, enconado, desigual y sacudido por toda clase de tormentas sociales. Son las células clandestinas de Cahuide en las que con un puñado de sanmarquinos preparábamos la revolución mundial. Y el Perú son mis amigos y amigas del Movimiento Libertad con los que por tres años, entre las bombas, apagones y asesinatos del terrorismo, trabajamos en defensa de la democracia y la cultura de la libertad.
El Perú es Patricia, la prima de naricita respingada y carácter indomable con la que tuve la fortuna de casarme hace 45 años y que todavía soporta las manías, neurosis y rabietas que me ayudan a escribir. Sin ella mi vida se hubiera disuelto hace tiempo en un torbellino caótico y no hubieran nacido Álvaro, Gonzalo, Morgana ni los seis nietos que nos prolongan y alegran la existencia. Ella hace todo y todo lo hace bien. Resuelve los problemas, administra la economía, pone orden en el caos, mantiene a raya a los periodistas y a los intrusos, defiende mi tiempo, decide las citas y los viajes, hace y deshace las maletas, y es tan generosa que, hasta cuando cree que me riñe, me hace el mejor de los elogios: “Mario, para lo único que tú sirves es para escribir”.
Volvamos a la literatura. El paraíso de la infancia no es para mí un mito literario sino una realidad que viví y gocé en la gran casa familiar de tres patios, en Cochabamba, donde con mis primas y compañeros de colegio podíamos reproducir las historias de Tarzán y de Salgari, y en la Prefectura de Piura, en cuyos entretechos anidaban los murciélagos, sombras silentes que llenaban de misterio las noches estrelladas de esa tierra caliente. En esos años, escribir fue jugar un juego que me celebraba la familia, una gracia que me merecía aplausos, a mí, el nieto, el sobrino, el hijo sin papá, porque mi padre había muerto y estaba en el cielo. Era un señor alto y buen mozo, de uniforme de marino, cuya foto engalanaba mi velador y a la que yo rezaba y besaba antes de dormir. Una mañana piurana, de la que todavía no creo haberme recobrado, mi madre me reveló que aquel caballero, en verdad, estaba vivo. Y que ese mismo día nos iríamos a vivir con él, a Lima. Yo tenía once años y, desde entonces, todo cambió. Perdí la inocencia y descubrí la soledad, la autoridad, la vida adulta y el miedo. Mi salvación fue leer, leer los buenos libros, refugiarme en esos mundos donde vivir era exaltante, intenso, una aventura tras otra, donde podía sentirme libre y volvía a ser feliz. Y fue escribir, a escondidas, como quien se entrega a un vicio inconfensable, a una pasión prohibida. La literatura dejó de ser un juego. Se volvió una manera de resistir la adversidad, de protestar, de rebelarme, de escapar a lo intolerable, mi razón de vivir. Desde entonces y hasta ahora, en todas las circunstancias en que me he sentido abatido o golpeado, a orillas de la desesperación, entregarme en cuerpo y alma a mi trabajo de fabulador ha sido la luz que señala la salida del túnel, la tabla de salvación que lleva al náufrago a la playa.
Aunque me cuesta mucho trabajo y me hace sudar la gota gorda, y, como todo escritor, siento a veces la amenaza de la parálisis, de la sequía de la imaginación, nada me ha hecho gozar en la vida tanto como pasarme los meses y los años construyendo una historia, desde su incierto despuntar, esa imagen que la memoria almacenó de alguna experiencia vivida, que se volvió un desasosiego, un entusiasmo, un fantaseo que germinó luego en un proyecto y en la decisión de intentar convertir esa niebla agitada de fantasmas en una historia. “Escribir es una manera de vivir”, dijo Flaubert. Sí, muy cierto, una manera de vivir con ilusión y alegría y un fuego chisporroteante en la cabeza, peleando con las palabras díscolas hasta amaestrarlas, explorando el ancho mundo como un cazador en pos de presas codiciables para alimentar la ficción en ciernes y aplacar ese apetito voraz de toda historia que al crecer quisiera tragarse todas las historias. Llegar a sentir el vértigo al que nos conduce una novela en gestación, cuando toma forma y parece empezar a vivir por cuenta propia, con personajes que se mueven, actúan, piensan, sienten y exigen respeto y consideración, a los que ya no es posible imponer arbitrariamente una conducta, ni privarlos de su libre albedrío sin matarlos, sin que la historia pierda poder de persuasión, es una experiencia que me sigue hechizando como la primera vez, tan plena y vertiginosa como hacer el amor con la mujer amada días, semanas y meses, sin cesar.
Al hablar de la ficción, he hablado mucho de la novela y poco del teatro, otra de sus formas excelsas. Una gran injusticia, desde luego. El teatro fue mi primer amor, desde que, adolescente, vi en el Teatro Segura, de Lima, La muerte de un viajante, de Arthur Miller, espectáculo que me dejó traspasado de emoción y me precipitó a escribir un drama con incas. Si en la Lima de los cincuenta hubiera habido un movimiento teatral habría sido dramaturgo antes que novelista. No lo había y eso debió orientarme cada vez más hacia la narrativa. Pero mi amor por el teatro nunca cesó, dormitó acurrucado a la sombra de las novelas, como una tentación y una nostalgia, sobre todo cuando veía alguna pieza subyugante. A fines de los setenta, el recuerdo pertinaz de una tía abuela centenaria, la Mamaé, que, en los últimos años de su vida, cortó con la realidad circundante para refugiarse en los recuerdos y la ficción, me sugirió una historia. Y sentí, de manera fatídica, que aquella era una historia para el teatro, que sólo sobre un escenario cobraría la animación y el esplendor de las ficciones logradas. La escribí con el temblor excitado del principiante y gocé tanto viéndola en escena, con Norma Aleandro en el papel de la heroína, que, desde entonces, entre novela y novela, ensayo y ensayo, he reincidido varias veces. Eso sí, nunca imaginé que, a mis setenta años, me subiría (debería decir mejor me arrastraría) a un escenario a actuar. Esa temeraria aventura me hizo vivir por primera vez en carne y hueso el milagro que es, para alguien que se ha pasado la vida escribiendo ficciones, encarnar por unas horas a un personaje de la fantasía, vivir la ficción delante de un público. Nunca podré agradecer bastante a mis queridos amigos, el director Joan Ollé y la actriz Aitana Sánchez Gijón, haberme animado a compartir con ellos esa fantástica experiencia (peseal pánico que la acompañó).
La literatura es una representación falaz de la vida que, sin embargo, nos ayuda a entenderla mejor, a orientarnos por el laberinto en el que nacimos, transcurrimos y morimos. Ella nos desagravia de los reveses y frustraciones que nos inflige la vida verdadera y gracias a ella desciframos, al menos parcialmente, el jeroglífico que suele ser la existencia para la gran mayoría de los seres humanos, principalmente aquellos que alentamos más dudas que certezas, y confesamos nuestra perplejidad ante temas como la trascendencia, el destino individual y colectivo, el alma, el sentido o el sinsentido de la historia, el más acá y el más allá del conocimiento racional.
Siempre me ha fascinado imaginar aquella incierta circunstancia en que nuestros antepasados, apenas diferentes todavía del animal, recién nacido el lenguaje que les permitía comunicarse, empezaron, en las cavernas, en torno a las hogueras, en noches hirvientes de amenazas –rayos, truenos, gruñidos de las fieras-, a inventar historias y a contárselas. Aquel fue el momento crucial de nuestro destino, porque, en esas rondas de seres primitivos suspensos por la voz y la fantasía del contador, comenzó la civilización, el largo transcurrir que poco a poco nos humanizaría y nos llevaría a inventar al individuo soberano y a desgajarlo de la tribu, la ciencia, las artes, el derecho, la libertad, a escrutar las entrañas de la naturaleza, del cuerpo humano, del espacio y a viajar a las estrellas. Aquellos cuentos, fábulas, mitos, leyendas, que resonaron por primera vez como una música nueva ante auditorios intimidados por los misterios y peligros de un mundo donde todo era desconocido y peligroso, debieron ser un baño refrescante, un remanso para esos espíritus siempre en el quién vive, para los que existir quería decir apenas comer, guarecerse de los elementos, matar y fornicar. Desde que empezaron a soñar en colectividad, a compartir los sueños, incitados por los contadores de cuentos, dejaron de estar atados a la noria de la supervivencia, un remolino de quehaceres embrutecedores, y su vida se volvió sueño, goce, fantasía y un designio revolucionario: romper aquel confinamiento y cambiar y mejorar, una lucha para aplacar aquellos deseos y ambiciones que en ellos azuzaban las vidas figuradas, y la curiosidad por despejar las incógnitas de que estaba constelado su entorno.
Ese proceso nunca interrumpido se enriqueció cuando nació la escritura y las historias, además de escucharse, pudieron leerse y alcanzaron la permanencia que les confiere la literatura. Por eso, hay que repetirlo sin tregua hasta convencer de ello a las nuevas generaciones: la ficción es más que un entretenimiento, más que un ejercicio intelectual que aguza la sensibilidad y despierta el espíritu crítico. Es una necesidad imprescindible para que la civilización siga existiendo, renovándose y conservando en nosotros lo mejor de lo humano. Para que no retrocedamos a la barbarie de la incomunicación y la vida no se reduzca al pragmatismo de los especialistas que ven las cosas en profundidad pero ignoran lo que las rodea, precede y continúa. Para que no pasemos de servirnos de las máquinas que inventamos a ser sus sirvientes y esclavos. Y porque un mundo sin literatura sería un mundo sin deseos ni ideales ni desacatos, un mundo de autómatas privados de lo que hace que el ser humano sea de veras humano: la capacidad de salir de sí mismo y mudarse en otro, en otros, modelados con la arcilla de nuestros sueños.
De la caverna al rascacielos, del garrote a las armas de destrucción masiva, de la vida tautológica de la tribu a la era de la globalización, las ficciones de la literatura han multiplicado las experiencias humanas, impidiendo que hombres y mujeres sucumbamos al letargo, al ensimismamiento, a la resignación. Nada ha sembrado tanto la inquietud, removido tanto la imaginación y los deseos, como esa vida de mentiras que añadimos a la que tenemos gracias a la literatura para protagonizar las grandes aventuras, las grandes pasiones, que la vida verdadera nunca nos dará. Las mentiras de la literatura se vuelven verdades a través de nosotros, los lectores transformados, contaminados de anhelos y, por culpa de la ficción, en permanente entredicho con la mediocre realidad. Hechicería que, al ilusionarnos con tener lo que no tenemos, ser lo que no somos, acceder a esa imposible existencia donde, como dioses paganos, nos sentimos terrenales y eternos a la vez, la literatura introduce en nuestros espíritus la inconformidad y la rebeldía, que están detrás de todas las hazañas que han contribuido a disminuir la violencia en las relaciones humanas. A disminuir la violencia, no a acabar con ella. Porque la nuestra será siempre, por fortuna, una historia inconclusa. Por eso tenemos que seguir soñando, leyendo y escribiendo, la más eficaz manera que hayamos encontrado de aliviar nuestra condición perecedera, de derrotar a la carcoma del tiempo y de convertir en posible lo imposible.

Estocolmo, 10 de diciembre de 2010.


martes, 30 de noviembre de 2010

CRÍTICA: Una lectura de "Extraños frutos"

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EL RETO DE LO HUMANO


Impresiones sobre "Extraños frutos", de Alfredo Pita

Por Jorge Horna

Alfredo Pita ha logrado con los nueve relatos de largo aliento que conforman Extraños frutos, que se suma a otros libros de cuentos y novelas de su autoría, desentrañar los sentimientos oscuros que emergen hasta hacerse evidencia y reto inesperado en la existencia humana.
El narrador y sus personajes ponen al descubierto la vida del habitante urbano que lanzado a la deriva debe batallar para sobrevivir, aunque en un par de relatos, Pita ha elegido el mar como espacio connotativo (“Neblina Mundo” y "Fruto de mar", relato fantástico) del eventual naufragio y del rescate de la vida.

Extraños frutos en la FIL Lima 2010, afiche del editor.

El ser humano, sin embargo, con sus tribulaciones a cuestas, se ve impelido sobre todo a la trashumancia. Entonces es la ciudad, la urbe, la calle, el otro escenario para la lucha e inmanencia donde acecha la violencia cotidiana. También está la lucha fraticida que se remonta a los primeros tiempos del hombre en la Tierra y que asaltan la conciencia colectiva como una sombra espeluznante.
Así son los cuentos de Extraños frutos, reflejan esa “cólera justa y sagrada” de los marginados urbanos, de los echados de su tierra, de los que migran oteando siempre la esperanza en los luceros de la nocturnidad.
Dos son los cuentos de este libro en los que Alfredo Pita expresa los recuerdos de una infancia vivida y nutrida en la comarca, Villamalia: “Salvador” y “Pishtaco”, escritos el 2010 y 2009, respectivamente. El primero es un relato de las frustraciones que empujan al protagonista por los caminos de la ambición y la codicia, valiéndose para ello del delito, que siempre mal paga.
En cuanto a “Pishtaco”, es una variación en torno al mito andino de los descuartizadores de hombres, a historias que Alfredo Pita escuchó también, sin duda, en su propia Villamalia (su natal Celendín, obviamente), junto a los rescoldos que calentaban las consejas en los círculos más íntimos del seno familiar.
Extraños frutos confirma el compromiso del autor con el leguaje bien trabajado, la imaginación para elaborar tramas conmovedoras, la pericia que dosifica el uso de diversas técnicas narrativas, y la exposición y el tratamiento novedoso de los problemas que agobian al ser humano contemporáneo en su jungla, las ciudades, el exilio, las fronteras.
El libro, publicado por el Fondo Editorial de la Universidad Inca Garcilaso de la Vega, fue presentado en julio, en el día inaugural de la Feria Internacional del Libro Lima 2010, organizada por la Cámara Peruana del Libro.
En esta ocasión, el editor, Lucas Lavado Mallqui, y los escritores y académicos Nilo Espinoza Haro y José Antonio Bravo, hicieron el enfoque respectivo del contenido de Extraños frutos. El actor Nerit Olaya hizo una intensa representación unipersonal del cuento “La noche anterior”, poniendo de relieve la caracterización de los personajes y los momentos dramáticos del desarrollo narrativo.

Lima, 2010.
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viernes, 19 de noviembre de 2010

POESíA: Muchacha

El poeta Armando Tejada Gómez, es descendiente de celendinos por angas y mangas. Es pariente de nuestro inolvidable poeta Juan Tejada Sánchez y se considera un celendino como el que más. Estudia literatura en la Católica y tiene un poemario en preparación. como adelanto nos envía esta hermosa composición (NdlR).

"Muchacha por la mañana" por Edvard Munch.


MUCHACHA

Por Armando Tejada Gómez


Recuérdame esta noche y nómbrame en tu idioma,
amor mío, muchacha, territorio de pájaros,
nómbrame en las ciudades donde trepas los trenes
con la amapola herida de tu vestido diario.

No conozco tu nombre, pequeñito y apenas,
tu mínimo poema de una sola palabra,
pero voy pronunciándote cuando digo esperemos
o cuando me transitas hacia dentro del alma,
porque sé que tus rostros tienen un mismo rostro
y tu sonrisa un aire de pétalo del aire,
conozco, sé tu modo de salvarnos la vida,
vencedora inmutable, con un niño en la sangre.

Yo te he visto muchacha plural, en las ciudades,
gastándote la magia con la prisa del alba.

Las oficinas públicas, públicamente áridas,
la tienda estrepitosa, la planilla a mansalva,
esas fábricas rojas de devorar, el sueldo,
lamentables rutinas de alquilarte hasta el sábado
y tú, tu nuca tibia, trizada luz, flor pálida,
resistes esa estrecha disposición de enanos
apoyada en tus sueños como en una ventana.
Y el moscardón horario zumbándote el absurdo
para matarte adentro la condición de pájaro.
Las ciudades son turbios demagogos, son esas
celestinas anónimas de la moda, sensuales
como una gelatina de sexo pegajoso,
espesas son, a gotas, turbiamente sensuales.
Las ciudades son fríos hoteles transitorios.
Debe se espantoso morir en las ciudades.

Porque no han hecho nada por amor, tantas cosas,
porque no figurabas en los planos, muchacha.
Y ya has nacido risa, has nacido tumulto,
has nacido de pronto con un golpe de alas.

Y ahora que has venido, que ya estás, que has llegado,
hay que cambiarlo todo, decir amor y amarnos,
clausurar las planillas, postergar las ganancias,
ahora que has llegado con tu fragante risa
qué han de hacer los señores de destino contable. . .

En horas de oficina, bajará mi poema,
a decirte en la oreja: territorio de pájaros. . .
Pero sigue guardando flores en la cartera,
la última dulce carta, un poema de Pablo,
sigue guardando signos de combatir el moho,
subversivos panfletos de construir la esperanza.

Muchacha, estrella nuestra, amor en todas partes,
los poetas cantamos para tu pie desnudo,
para tu sangre diaria,
porque somos la vida y esa sonrisa tuya,
nada más que la vida,
la vida y tú,
muchacha. . .

viernes, 5 de noviembre de 2010

CUENTO: Los ojos de Gabi

Por Alfredo Mires Ortiz

Ayer vi llorar a la abuelita. Ella estaba cambiándome la ropa y vio mis heridas. Seguro eso le encarrujó el corazón. “Criatura de Dios –me dijo-, ¿por qué tienes que sufrir tanto?”. Y me abrazó. Me mojaba los hombros llorando y el calientito de sus lágrimas me contó una vez más lo mucho que ella me quiere.
Lo que pasa es que de tanto estar echada en la cama y sentada en la silla de ruedas, se me hacen unas llagas en varias partes del cuerpo; mi piel se resiente, “¡Vamos a movernos, Gabi!”, me dicen los huesos, pero mi cuerpo no puede moverse por más que se lo ordeno.
En ese rato quería agradecerle a la abuelita por quererme tanto, pero yo no sé hablar, sólo sé sonreír. Así nomás digo las cosas, mirando y sonriendo.
Mi nombre es Gabriela, pero también me dicen Gabi. He escuchado que tengo algo que se llama parálisis cerebral infantil y vivo en Santa Ana, un lugarcito lleno de chacras entre las piedras donde mi abuelo y mis tíos siembran guabas, uvas, paltas y maíz. Con el maíz tierno mi abuela hace unas comidas riquísimas que me da de comer en la boca.
¿Por qué será que no puedo correr como los otros niños, jugar con las muñecas o bañarme en la acequia cuando hace calor?
He escuchado cuando conversan: mi mamacita se puso mal cuando yo estaba más o menos para nacer, la llevaron al hospital y le inyectaron varias medicinas. Eso seguro me entumió los nervios.
Después, mi mamá tuvo que viajar para buscar trabajo porque mi papá no quiso portarse como papá. Eso también es como un pájaro grande que me picotea el pecho haciéndome doler, pero yo no sé como llorar. Sólo sonrisas me salen. Me quedo mirando el techo desde mi cama, este techo que es mi amigo de tanto que lo conozco y al que le cuanto esta pena quedito.
Además, mi familia tanto me quiere que después el pájaro se va de mi pecho y me viene el olor de las uvas y escucho al maíz granando. Los niños del pueblo pasan corriendo o arreando los animales y yo me alegro con ellos, en medio de todas las penas que deben haber picoteado a todo este pueblo.
Lo que nada me gusta es cuando me miran con lástima, como una cosa que ya no tiene consuelo. O cuando siento que me ven como una carga, cuando hablan de mí como si yo no entendiera nada.
Ahí si le ordeno a mi lengua que hable, pero la bandida no obedece y sólo me quedan los ojos para decir lo que siento.
Hace unos días incluso llegó un señor diciendo que seguro yo estaba así por un castigo de Dios, porque todos somos pecadores. Yo quería morderlo por su desprecio, pero me salió una sonrisa. Porque Dios es como yo, como una florcita que sólo pide que la rieguen con el agua de su cariño, que contempla a los demás sin pedirles nada y al que le pueden contar sus tristezas sin ser interrumpidos.
Por eso yo no soy la “minusválida” ni una “discapacitada”, como le escuché decir una vez a una enfermera mientras mirándome de lado llenaba un formulario.
¿Quién será más “discapacitado”, uno que no hace porque no puede o uno que no hace aunque pueda?
Por estas tierras y en este mundo, sé que no soy la única que está así. Sé que hay más niños y niñas como yo, otros que tienen sus manos tullidas o no pueden caminar, otros que nacieron ciegos, sordos o mudos, otros con la razón ausente y la pobreza más abundante. Muchos que nacimos con dos corazones, uno en el pecho y otro en la cabeza. Nosotros no podemos ser presidentes ni ministros porque no sabemos mentir, ni robamos, y aunque sólo tengamos pies y no manos, trabajamos. Y vivimos sin hacer daño.
Eso parece que lo ha entendido bien don Marciano, aquel comunero de lejos que de vez en cuando viene a visitarme. Y aquella señora Rita que también me quiere y me visita. Por eso será que me acompañan, porque me entienden.
“¡Hola, china!”, me dicen, y me acarician la cara, se sientan a mi lado y me sonríen. De lejos vienen a atenderme y a decirme con sus ojos que me quieren.
Yo no puedo caminar ni comer con mis manos por más que ellos se esfuercen. Pero mis heridas son menos porque le enseñan a mi abuela a acomodarme. Y para hoy mis bracitos se hubieran encogido or completo de no haber sido porque le enseñaron a mi familia para hacerme unos ejercicios que incluso me dan cosquillas.
Ahora hasta la gente del pueblo me ve diferente, como diciendo “¡Eeeecha, mira pues, la Gabicita!”, porque ni al alcalde le dicen adiós y a mí llegan tantos y de tan lejos a saludarme.
Otros niños ya sé que están ahora andando, levantando su cabecita, cosiendo su ropa, criando sus animalitos o sembrando sus propias paltas, sus mangos, sus platanares. Yo no podré caminar así ni sembrar esta laya de semillas, pero sonrío más porque el ánimo de los otros también es mío. Porque esta es una semilla que hace falta. Porque el abrazo es más grande cuando hay más brazos. Y porque el techo ya no es mi único amigo.
Ahora sé que todos están conmigo.
PD: Esto le conté con mis ojos al Alfredo, el día que vino a visitarme, para que él intente contarlo.
La ilustración corresponde a una decoración de cerámica Cajamarca. (NdlR)

martes, 26 de octubre de 2010

LIBRO: Alfredo Pita, nuevas noticias

Nuestro paisano, el escritor Alfredo Pita, sigue haciendo noticia, no en Lima sino en lugares culturales más importantes como la Ciudad Luz, donde habrá pronto una presentación en torno a la publicación en el Perú de su libro Extraños frutos que, en forma sintomática, tan pocos comentarios ha suscitado entre la crítica especializada limeña.
La FMSH (Fondation Maison del Sciences de l’Homme) y la librería Salon du livre d’Amerique Latine, sita en 21 rue del Fossés Saint Jacques, Paris 5e, RER Luxembourg (prés du Pantheón) , tel 09 51 13 86 95, nos dan cuenta del suceso:

"Extraños frutos" de Alfredo Pita, laureado escritor celendino.

Mercredi 17 novembre à 19h

Rencontre avec l’écrivain péruvien Alfredo Pita pour la sortie de son livre au Pérou de Extraños frutos, Ed. Fondo editorial UIGV. Accompagné d’Ina Salazar et Ricardo Sumalavia. En partenariat avec le Centre Culturel Péruvien CECUPE.

Más detalles: aquí.



lunes, 25 de octubre de 2010

PEQUEÑA HISTORIA: El Centenario de la Ciudad de Celendín (1949)

Como mucha gente está enterada de nuestros afanes por rescatar la valiosa historia de nuestro pueblo, ha llegado a nuestra redacción un documento interesantísimo que da cuenta de la Celebración del Centenario de la elevación a la categoría de Ciudad a la entonces Villa de de Celendín el 18 de octubre de 1849. Es el programa de celebraciones que se realizaron, tanto a nivel de los celendinos residentes en Lima como en la misma provincia. Con mucha emoción hemos estado recorriendo sus páginas al observar el amor que desbordaba entre los celendinos de entonces, que se sentían tan orgullosos de haber nacido en esta tierra del cielo azul del Edén. Transcribimos uno de sus primeros artículos, como seguiremos haciendo en estregas posteriores. Agradecemos la cortesía del profesor Rubil Osiris Escalante García quien nos ha hecho llegar este y otros documento de mucha importancia en nuestra pequeña historia celendina (NdlR)

EL CENTENARIO DE LA CIUDAD DE CELENDIN

El 19 de octubre de 1949, la ciudad de Celendín cumplió cien años en esa importante categoría. En esa fecha, un Decreto Supremo, honroso por sus considerandos, ceñidos evidentemente a una estricta justicia y formado por el más notable de nuestros presidentes, el Mariscal Castilla, elevaba a la categoría de CIUDAD a la entonces Villa Amalia de Celendín, dándole así rango de significación entre los pueblos del Perú.

Valioso documento cuyo contenido iremos publicando en lo sucesivo.

Los celendinos esparcidos por todos los rincones del mundo, impulsados por un legítimo anhelo de superación, han celebrado jubilosamente esta fecha magna de la historia del terruño, añorando fervorosamente. En Lima, capital de la República, especialmente, la numerosa colectividad celendina conmemoró tan grata efemérides con adecuados programas.
El presente folleto ha querido recoger en esta forma, la emoción y el cariño perenne que palpita en todo celendino el recuerdo de la Ciudad lejana en la distancia pero muy próxima en el corazón.
La colonia residencial celendina organizó dos actuaciones que fueron brillantes; una en radio Nacional del Perú y la otra en el Club de Tiro Ministerio de Hacienda. En ambas se hizo presente, con todo el entusiasmo característico, el más auténtico celendinismo. Fueron verdaderas fiestas de estrecha confraternidad en las que ha vibrado al unísono el amor al terruño, volcándose en un anhelo contagioso de hacer algo cada vez mejor por nuestro Celendín.
La presente publicación sintetiza los realizado en dichas actuaciones conmemorativas. Y ha sido posible esto, gracias a la valiosa intervención del General Emilio Pereyra Marquina, Ministro de Hacienda y Comercio, quien demostrando ampliamente su gran cariño por Celendín, ha sido el eje eficaz, estimulante y generoso, sobre el que ha girado tan magnífica realización recordatoria.
Ya el General Pereyra, en compañía de otro gran celendino, el Coronel Marcial Merino, han dado rotunda demostración de su interés por la provincia al conseguir la realización de una de las más caras esperanzas de Celendín; la irrigación de vastos campos que darán vida y bienestar al pueblo celendino.
En esta nueva oportunidad, el General Emilio Pereyra, perteneciente a una de las más ilustres y queridas familias celendinas, ha vuelto a ofrecer su amplio apoyo en esta obra de celendinismo, pese a las delicadas y difíciles funciones de su alta función ministerial. Por todo ello creemos de estricta justicia brindar nuestro más caluroso y profundo agradecimiento a este Benemérito Hijo de Celendín.
También ha colaborado en esta publicación conmemorativa, la doctora Hermila F. Torres, demostrando su peculiar entusiasmo por los problemas celendinos. Nuestra distinguida comprovinciana ha estado en esta oportunidad, como en muchas otras, desde el primer momento en preferente lugar, lista a ofrecer su oportuno y destacado concurso para el mejor realce de la clásica fecha celendina.
La doctora Torres constituye, pues, un hermoso ejemplo de lealtad y afecto al querido terruño, dignos de imitar por todos. Sus esfuerzos se han visto coronados brillantemente por la destacada posición que ocupa dentro de la intelectualidad femenina del país y por ello representa un legítimo timbre de orgullo para Celendín. Para la distinguida doctora Torres nuestro reconocimiento.
Igualmente nuestro agradecimiento a los destacados comprovincianos y simpatizantes que han colaborado en la presente publicación.
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DOCUMENTO HISTORICO
“Ley de 19 de octubre de 1849.
Que la Villa de Celendín sea Ciudad.
El ciudadano Ramón Castilla, Presidente de la República,
Por cuanto el Congreso ha dado el decreto siguiente:
El Congreso de la República Peruana;
Considerando:
Que la Villa de Celendín, perteneciente a la provincia de Cajamarca, ha prestado eminentes servicios a la causa de la independencia y además reúne todos los requisitos que exige la ley de 17 de setiembre de 1847, para concederle el título de Ciudad.
Decreta:
Artículo único.- Se eleva al rango de CIUDAD la Villa de Celendín de la provincia de Cajamarca.
Comuníquese al Poder Ejecutivo para que disponga lo necesario a su cumplimiento, mandándolo imprimir, publicar y circular.
Dado en Lima, a 12 de Octubre de 1849.
Antonio G. de la Fuente, Presidente del Senado.- Bartolomé Herrera, Presidente de la Cámara de Diputados.- Gervasio Álvarez, Senador Secretario.- Santos Castañeda, Diputado Secretario.
Por lo tanto, mando se imprima, publique, circule y se le dé el debido cumplimiento.
Dado en la Casa de Gobierno, en Lima a 19 de Octubre de 1849.
Ramón Castilla.- Juan del Mar”.
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DECRETO SUPREMO
Que declara feriado en Celendín el 19 de octubre de 1949.
El Presidente de la Junta Militar de Gobierno
Considerando:
Que el 19 de Octubre del presente año, se cumple el primer Centenario del Decreto Legislativo que dio el título de ciudad a la antigua Villa de Celendín, entonces en la comprensión de la provincia de Cajamarca, del departamento del mismo nombre;
Que esa distinción fue acordada a mérito de los eminentes servicios prestados por los naturales de Celendín a la causa de la Independencia Nacional;
Que es propósito de la Junta Militar de Gobierno, celebrar dignamente las fechas que recuerden acontecimientos notables asociados a las magnas empresas de la nacionalidad;
Con el voto aprobatorio del Consejo de Ministros;
Decreta:
Declárase feriado en la provincia de Celendín el día 19 de Octubre, con motivo de conmemorarse el primer centenario de la elevación de su capital al rango de Ciudad.
Dado en la Casa de Gobierno, en Lima a los diez días del mes de octubre de mil novecientos cuarentinueve.
MANUEL A. ODRIA
Augusto Villacorta.

lunes, 11 de octubre de 2010

Celebraciones 148 ANIVERSARIO DE CELENDÍN

Escribe Jorge Horna

Como cada año, la Asociación Celendina en Lima rememoró, con ceremonia especial, el centésimo cuadragésimo octavo aniversario de creación de la provincia de Celendín; el evento tuvo lugar el viernes 8 de octubre del presente.

En las palabras de orden pronunciadas por el Dr. Luis Alberto Peláez Pérez, se pudo advertir sus puntos de vista que analizan la situación actual de nuestro pueblo.

Resaltó que la explotación minera (Minas Conga) traerá progreso para la población; que las “modernas” edificaciones de cemento que están reemplazando a los originales diseños de las antiguas construcciones, son signos de desarrollo. ¿Desconoce el ilustre abogado Dr. Peláez los riesgos que de aquí a unos pocos años con las mineras en territorio celendino contaminen las tierras de cultivo y el agua nuestra? ¿No sabe qué es conservación del patrimonio histórico arquitectónico urbano?

Respetamos las ideas de Alberto Peláez, pero también es bueno conocer las razones para cuestionar las explotaciones de nuestros minerales y la destrucción y desaparición de nuestras ancestrales casonas, que tienen un sello único de belleza y atractivo turístico y que fortalece nuestra identidad.

Es una realidad que la loa a las empresas mineras sea el resultado de la millonaria campaña lanzada por Minas Conga para convencer de sus beneficios a desprevenidos y desinformados ciudadanos. Sin embargo, expertos técnicos independientes que ven con preocupación la destrucción de la biodiversidad y la naturaleza, nos previenen que no se debe realizar explotación minera en cualquier lugar, y ese es el caso de Minas Conga en las alturas de Sorochuco, pues los yacimientos están situados en la cabecera donde los manantiales de agua pura fluye a los ríos Jadibamba, Chirimayo, Sendamal y por derivación al río La Llanga, que inevitablemente serán envenenados por la contaminación minera.

Pero pasemos a la celebración del aniversario cuyo programa empezó con la puntualidad de la hora anunciada. Buena conducción por Luis Aliaga Bardales, secretario de Cultura de la Asociación. Oscar Agustí con afiatada voz y excelente acompañamiento musical cantó románticas melodías; bailes de marinera por niños hijos de celendinos; Olivia Inga del Cuadro dio lectura al cuento “Mi caballo Sangre Negra” de su autoría escrito en su adolescencia.

Se anunció la Exposición de libros de autores celendinos, que debemos reconocer como una iniciativa relevante. Permanentemente en el desarrollo del programa se invitaba al público asistente para que al finalizar la ceremonia se acercasen a observar la serie de libros. Nadie, absolutamente nadie acogió la invocación, tampoco hubo disposición para observar el conjunto de óleos de Jorge Antonio Chávez Silva que daba realce y altura al ambiente del salón de actos.

La efusividad del reencuentro entre abrazos y saludos y la conversa amical, distrajeron a nuestros paisanos y paisanas. O quizá será el resultado de las carencias tradicionales que adolece la educación peruana: nulo estímulo por la lectura y el cultivo del espíritu para disfrutar del arte.

Wilson Silva Ramos, que preside la Asociación Celendina, está empeñado en darle a su gestión un matiz cultural. Bienvenido afán.

miércoles, 4 de agosto de 2010

LETRAS: Alfredo Pita publicó libro de cuentos "Extraños Frutos"

Diario La República, 26/7/2010
Escritor peruano vive en París cerca de treinta años. Fue presentado en la Feria Internacional de Libro de Lima y aborda el destino de peruanos lejos del terruño.

Lima. EFE
El escritor y periodista peruano Alfredo Pita, quien radica desde hace 27 años en París, publicó en Lima el libro "Extraños frutos", una colección de nueve cuentos que ofrecen “una visión peruana del mundo implacable de hoy”.

Una confirmación más del talento celendino.

Publicado por el Fondo Editorial de la Universidad Inca Garcilaso de la Vega, en el marco de la 15 Feria Internacional del Libro de Lima, el libro reúne los cuentos “La noche anterior”, “Neblina Mundo”, “Las víctimas”, “La variante Mesías”, “Fruto del mar”, “El último hombre”, “Pishtaco”, “Salvador” y “Extraños frutos”.
Pita explicó a Efe que estos relatos están “unidos no por un tema o color, sino por una cierta mirada de los personajes sobre la vida que les ha tocado en esta hora global”.
“Los protagonistas son casi todos peruanos, pero viven su peruanidad en muchos casos muy lejos de su tierra”, afirmó para luego añadir que buscó ofrecer “una visión de lo peruano hoy, pero también una visión peruana del mundo implacable de hoy”, a pesar de que sus relatos “no son realistas”.
Para el autor de la novela "El cazador ausente", ganadora en 1999 del Premio Internacional de Novela Las Dos Orillas, del Salón Iberoamericano del Libro de Gijón (España), volver a publicar en Perú tras varios años “significa mucho”, ya que tiene “un vínculo entrañable” con su país.
“Para mí, publicar un libro en mi tierra, por modesto que sea, es más gratificante que hacerlo en Barcelona o París. ¿Por qué? No sé. Será amor, o tal vez masoquismo”, aseveró.
Con varios proyectos literarios en ciernes, Pita espera terminar pronto la revisión de una novela sobre la violencia peruana, que empezó a escribir en los años noventa, pero que dejó “en suspenso por un tiempo, tal vez movido por un cierto pudor frente al sufrimiento del que había sido testigo”.
También tiene “otro par de novelas en marcha”, además de “un par de decenas de cuentos ya escritos”, un género que, según confesó, es su “debilidad”.
“Soy un cultor del género, soy fiel a mi tradición y la reivindico. Me gusta la novela y la escribo, con el goce y el sufrimiento del caso, pero el cuento me captura al menor descuido”, confesó.
El escritor aseguró que para él “escribir es ser, es vivir” y que la escritura “le da sentido” a su existencia.
Aunque muchos anuncian la “muerte” de los libros como tal, Pita reiteró su amor por ellos y manifestó que tiene “fe en su futuro”.
“En este marco, admiro a la gente que hace libros, que publica libros, por el amor a los libros. Yo me esfuerzo, con lo mío, por contribuir a esa tarea, por ser uno de ellos, a mi modo”, concluyó.
Alfredo Pita es autor de la novela "El cazador ausente" (1994), de los libros de cuentos "Y de pronto anochece" (1987) y "Morituri" (1991), de los poemarios "Hacia los valles" (1966) y "Sandalias del viento" (1995) y del libro para niños "Un pequeño capitán" (2002).

Opiniones
Considerado como un autor de culto, su novela El cazador ausente ha sido elogiada por escritores como el chileno Luis Sepúlveda y por críticos como el francés Jean-Louis Aragon.
El también crítico español Dámaso Vicente Blanco no ha dudado en destacar que “habrá un día en que se hablará” de varios de los cuentos de Pita como de “obras clave de la literatura peruana, y aún de la literatura en castellano”.

Fuente: Diario La Republica.

Perfil
El autor nació en Celendín, Cajamarca, en 1948. Periodista y escritor, ganó el Premio al Poeta Joven durante el Encuentro Nacional de Poetas Peruanos de 1966. Reside en París desde hace 27 años. Ha publicado la novela El cazador ausente (Premio Internacional de Novela Las dos Orillas, España 1999), los libros de cuentos Y de pronto anochece y Morituri, la novela para niños Pequeño capitán y los libros de poesía Hacia los valles y Sandalias del viento.


lunes, 2 de agosto de 2010

PUBLICACIONES: Jorge Díaz Herrera presenta novela

Don Patíbulo, hoy en la sala Ciro Alegría de la feria. Los comentarios estarán a cargo de Rossella Di Paolo y el editor Aníbal Paredes, 5:45 pm.
El escritor Jorge Díaz Herrera suma un nuevo libro a su obra. Esta noche presenta su nueva novela, Don Patíbulo, editada por la editorial San Marcos, en su Colección Summun. La ceremonia de presentación se realizará en la Sala Ciro Alegría y las palabras de rigor serán la escritora Rossella Di Paolo y el editor Aníbal Paredes Galván. La cita es a las 5:45 pm.


Jorge Díaz Herrera, un escritor que ama a los niños (foto archivo CPM)

En Don Patíbulo, según reza la reseña del libro, “un señor alto, de bigotes y bastón resulta, sin saberlo, siendo el protagonista de todos los rumores de la vecindad. Rumores que van enredándose hasta convertirse en la obsesión de una joven, cuya vehemencia desata una tragedia irremediable. El poeta y cantor, en su afán de liberarse de los enredos de la calle, van en busca de la gloria”.
Según los editores, “Díaz Herrera, en Don Patíbulo, intercambia su voz con las de los protagonistas en una novela donde autor y múltiples personajes se quitan las palabras para contar sus dichas y desdichas, humor”.
Jorge Díaz Herrera nació en Celendín, Cajamarca, 1941. Escritor firme, de prosa fina, ha publicado Alforja de ciego, Pata de perro, La agonía del inmortal y Parque de leyendas, un verdadero clásico para niños

miércoles, 28 de julio de 2010

NARRATIVA: De "Extraños frutos", de Alfredo Pita

En la inauguración de la XV Feria Internacional del Libro, el 22 de julio, para ser más precisos, se presentó el libro “Extraños frutos”, de nuestro paisano el escritor Alfredo Pita. Es una colección de nueve cuentos, pulcramente editados por al Fondo Editorial de la Universidad Inca Garcilaso de la Vega. El equipo de CPM estuvo presente en la ocasión, que fue una verdadero éxito tanto por la representación teatral que se hizo de uno de los cuentos, "La noche anterior", como por la calidad de los presentadores, los escritores José Antonio Bravo y Nilo Espinoza Haro. Ahora, como un regalo para la todos los lectores de Espina de Maram, aquí publicamos, con el debido permiso del autor, “Pishtaco”, otro de los relatos del libro. Este cuento explora el famoso mito, que persiste a través del tiempo en los Andes peruanos y que demuestra cómo una población sumida en la ignorancia, vive sujeta a sus miedos y a su abandono, y como establece mecanismos de autoprotección que considera legítimos para su supervivencia (NdlR).

PISHTACO

Para Illariq Peralta Pita

Podría haber estudiado botánica o mineralogía, pues todo lo que ofrece la naturaleza, vivo o aparentemente inerte, me apasiona, pero como también los hechos de los hombres me conmueven, me incliné por la arqueología, ya que la historia y sus buceos interminables en archivos y bibliotecas no iban conmigo. La historia me gusta, y mucho, pero no sirvo para vivir sentado, horas tras horas, comiendo el polvo del pasado acumulado en los viejos volúmenes que duermen en las estanterías de oscuras bibliotecas. El hecho es que desde un comienzo, desde el fin de la secundaria, estuvo claro para mí que, de entrar a la Universidad de San Marcos, como quería, tendría que hallar una actividad que me conviniese, que empatara mi afición por los viajes y por la naturaleza con mi pasión por los hechos históricos. La única opción era la evidente, y de ella he hecho mi profesión, una profesión en la que recién comienzo a hacer mi camino, pero que ya me ha dado algunas satisfacciones. Y no sólo esto, también me ha hecho vivir lo que algunos periodistas llaman situaciones límite. Esto no quiere decir nada, pero hay que llamarlas de algún modo. Situaciones únicas, extrañas, que, en todo caso, han contribuido a enriquecer mi bagaje, como se dice.

Una de las más intensas, sin duda, es la que viví hace unos meses en la zona de Ayacucho, a donde me habían enviado para participar en una encuesta de corte sociológico. En estos tiempos milenaristas, en que se mezclan final de siglo, de milenio y, tal vez, de dictadura, la propuesta la había sentido como una señal de que las cosas iban a cambiar también para mí. Iba a trabajar para otros y fuera de mi campo de estudios, pero daba igual. El tema, los efectos culturales y psicológicos de la reciente guerra interna, me interesaba mucho. Y, de paso, iba a ganar algún dinero, lo que, en los tiempos que corren, es una bendición. Las plazas para el viaje habían sido muy disputadas y, entre mis compañeros de promoción, los que las habíamos obtenido pasábamos por ser unos suertudos o gente con mucha vara. Nadie más pobre, en el Perú de hoy, entre los profesionales sin trabajo, que un joven egresado de antropología, etnología, etc. Aunque tal vez nos quejábamos demasiado, vista la situación de otra gente que sufría más que nosotros en el país. Mucho más, que sabía lo que, en realidad, era la miseria. Además, puesto que iba a estar en el terreno, me había propuesto hacer una investigación personal, leve, o de profundidad, según se dieran las cosas, sobre un mito que me fascinaba desde mi adolescencia y sobre el que algún día me gustaría hacer una investigación, algo así, tal vez un libro. No soy etnólogo, pero el asunto me tentaba en forma casi inexplicable. El tema resurgió en mí en los días previos al viaje a Ayacucho, cuando un amigo, ante mis preparativos y ante la perspectiva de que yo iba a pasar algunas noches en el campo, durmiendo en casas de campesinos, adoptó un tono de broma y de consejo.

-Ten cuidado, Andrés, que los indios no te vayan a tomar por un pishtaco y se te adelanten y te saquen la grasa a ti -dijo.

Al decir esto, me hincó la barriga con el dedo. El amigo jugaba risueñamente con mis kilos y con mi aspecto, lo que contaba en el marco de lo que estaba evocando. Aquí debo explicarme, supongo. Por un azar de la genética, pese a haber nacido en Lima y a que mi madre y mi padre son dos mestizos peruanos -la primera surgida de una familia de Villamalia, en Cajamarca, en el norte del Perú, y el segundo procedente de Arequipa, en el sur-, por eso de los genes residuales, me parezco, según dicen, a los abuelos paternos de mi madre. Esta es mi anomalía. Por mi piel blanca, mi pelo pajizo, mis ojos claros y mi estatura, que supera el metro ochenta, en el Perú algunos desprevenidos me toman por un extranjero, por un gringo, lo que no siempre es un favor. El pishtaco, por otro lado, es un curioso mito andino que pone en escena a un asesino de viajeros, a los que espera en los caminos solitarios para matarlos y sacarles la grasa. Este simpático personaje es, casi siempre, un gringo.

La broma del amigo despertó en mí una vieja fascinación por este mito, del que había oído hablar por primera vez cuando, por mis diecisiete años, visité Villamalia. Una noche, después de la comida, en la casa del tío que me recibía, a la luz de un débil foco eléctrico que apenas nos alumbraba, los presentes comenzaron a contar historias fabulosas, fantasiosas, en general orientadas a producir miedo, efecto que archilograban sobre todo con los niños, a juzgar por la cara que ponían los pequeños que, mientras escuchaban, cerraban la boca o juntaban las manos, como si estuvieran ateridos. Algunos se pegaban al costado de sus madres y el conjunto me fascinaba, a mí, el capitalino, que desconocía el poder de la palabra y de las historias en un ambiente así, donde no tenía nada que hacer la televisión, que aún no había llegado al lugar. Se hablaba del cementerio de Villamalia, que, lo había visto en uno de los paseos que me habían organizado, estaba en la cima de una colina, frente a la ciudad. El camino que llevaba hasta él se prolongaba y pasaba junto a la barda ocre y coronada de tejas que lo rodeaba. Visto desde abajo, antes de la subida, el cementerio impresionaba no sólo por su función, sino también por su aspecto, por la belleza de sus líneas recortándose, en la tarde, contra ese cielo de un azul extraño, azul cobalto tal vez, y sus nubes diáfanas y viajeras. Los mayores contaban que cuando se pasaba de noche por aquel camino, sobre las tejas del camposanto podía verse un aura fosforescente que procedía, según ellos, de los huesos de los muertos. Alguien dijo que no sólo había esa luz difusa, semejante a la que se desprendía de algunos relojes en la noche, sino que a veces se escuchaba a una mujer que cantaba una canción muy triste, y que, otras veces, se oía el llanto quedo de un niño.

La conversación prosiguió, aterrando a los niños y pasando revista a otros temas y lugares comunes de la fantasía de los pueblos serranos, hasta que llegó al asunto de los pishtacos, que, debo decirlo, me sorprendió. Era la primera vez que escuchaba la historia, pero, por todo lo que implicaba, lo confieso, de inmediato me interesó. Era una historia clásica, montada con una imaginería algo ridícula, pero no por ello menos interesante, en torno a estos seres depredadores y misteriosos que buscan al ser humano desprevenido e inocente para hacerle daño, para practicar el mal. Ahora ocurría menos, ya no había tantos casos como en el pasado, decía uno de los contertulios, pero de todos modos era preferible no salir de noche a la carretera o a los caminos que iban del pueblo hacia los caseríos cercanos. Hacerlo era correr gran riesgo, sentenció, pues todavía por ahí podía estar, esperando, alguno de esos terribles personajes. No había, pues, que tentar al diablo.

-¿Esperando? ¿El diablo? Pero, ¿de qué, o de quiénes, se trataba?

Mi impaciencia los divirtió. Estaba a la vista que no conocía el tema. Nos hundimos en otra historia espeluznante. Desde hacía mucho, desde hacía décadas, tal vez desde el siglo pasado, me explicó el padre de familia, que había asumido finalmente el hilo del relato, se sabe de gente que había desaparecido durante un viaje y cuyos restos fueron hallados días o meses después, cuando fueron hallados, en lugares apartados, escondidos, y con horribles cortes y quemaduras que delataban que los habían abiertos como puercos y los habían expuesto al fuego para que la grasa se les derritiese. El asesino, se decía, tras recuperar con cuidado esa manteca, gota a gota, en un recipiente limpio, desaparecía. Ese era el botín del pishtaco: la grasa humana. Era lo único que le interesaba. La historia me dejó entre fascinado y asqueado.

-Pero, ¿por qué la grasa? ¿La comían...? ¿De qué podía servirle...? Y, para comenzar, ¿de donde salía esa historia? ¿Había testigos?

La respuesta me dejó más atónito aún. Seguramente alguien había visto, había habido testigos, en el pasado, nadie iba a inventar una cosa como esa, dijo el viejo tío, con lo que me calló la boca. Esos asesinos no querían la grasa humana para ellos, me explicó. La buscaban para comerciarla. En el extranjero había un mercado para eso. Ante mi gesto incrédulo, y la sonrisa que intentaba contener para que no se transformara en carcajada, me precisó que ciertas industrias, las que trabajaban con mecánica de precisión, necesitaban ese tipo de grasa, que era la mejor para el funcionamiento de sus delicados mecanismos. Yo le miraba los ojos, esperando que, de pronto, riese también, pero el tío hablaba en serio. Le dije que no podía imaginarme qué industrias podrían requerir de grasa humana para hacer funcionar sus productos.

-Antes era la industria relojera suiza. Ahora son los que construyen satélites y los mandan al espacio -sentenció.

Mi humor risueño dio paso a un asombro, a un estupor, una admiración sincera frente a lo que era, ya en ese tiempo me daba cuenta, una manifestación tangible de la creatividad popular. Estaba frente a un mito.

-Ahora también la emplean, la grasa, en las computadoras de la Nasa y en los instrumentos finos que usan en la industria minera para detectar las vetas y las tierras donde hay oro escondido o diseminado en las rocas.

Ya no pedí más explicaciones. Para mí era suficiente. No lo supe en ese momento, pero esa noche sembró en mí una curiosidad particular por este tipo de manifestación de la personalidad de un pueblo, del mío.

La perspectiva del viaje a Ayacucho reactivó en mí aquella vieja velada y las historias que en ella se contaron. Iba a tener una buena ocasión de indagar un poco si en esa zona también estaba vivo el mito aquel que tanto me había impresionado como me había hecho reír. La broma de mi amigo sobre mi gordura y sobre las posibles amenazas me terminó de instalar en la expectativa. La posibilidad de cotejar esa alegoría seductora con los efectos psicológicos que había dejado la guerra interna, también era otro ingrediente que me parecía sugestivo. En algún momento, dos años atrás, había pensado en pedir una beca para hacer un viaje de estudio en torno al asunto del pishtaco, pero, como siempre, la universidad no estaba para becas, y ninguno de nuestros eventuales patrocinadores se interesaba en el tema por entonces. Ahora, la encuesta sociológica en la que iba a participar era una oportunidad para ganarme un poco los frejoles, pero también para intentar obtener material para un trabajo mío, propio. Me estaba becando a mí mismo, pues, para acercarme al mundo andino y a sus historias desde una perspectiva que en algún momento me había fascinado: la violencia antes de la violencia, la violencia entre los individuos antes de que la guerra ahogara a colectividades enteras. ¿El terrorismo y la cruenta represión habrían dejado en pie al mito del pishtaco? Era un buen punto de partida para una inmersión en el imaginario ayacuchano que para mí era más que ignoto.

Me frotaba las manos, aunque algo me decía que debía frenar mi entusiasmo, que el trabajo para el que me habían contratado me iba a tener ocupado tal vez en exceso. Iba a integrar uno de los grupos que debían visitar dos y tres poblaciones para colectar testimonios de individuos y de familias sobre cómo sus vidas habían sido afectadas por los años de la guerra. En base a los relatos, el instituto que nos empleaba pretendía, supongo, trazar un fresco testimonial y estadístico que hablara de la desaparición de un mundo y del surgimiento de otro, el Ayacucho de hoy, que se supone es diferente al de hace treinta años. Se supone, digo yo, porque no estoy muy seguro de que la hecatombe haya sido suficiente como para borrar las viejas condiciones que hicieron posible la conflagración. Todo eso estaba por verificar. Mis lecturas y mis notas en la perspectiva del trabajo no me quitaban, sin embargo, de la cabeza, por más esfuerzos que hacía, la posibilidad de desarrollar un proyecto para mí. No es que me obsesionara el tema del pishtaco, pero la verdad, el fantasma cruel y atrabiliario que buscaba la grasa de la gente se inmiscuía cada vez más en los preparativos de mi viaje. El día de mi partida ocurrió algo que me hizo reflexionar y que, a la vez, contribuyó a afirmarme en mi secreto proyecto. En el taxi que me llevaba a la compañía de ómnibus, pese a que tenía la cabeza llena de preocupaciones inmediatas, de repente me encontré hablando con el chofer de mi tema recurrente, obsesivo, debo reconocerlo. No recuerdo cómo lo planteé, pero debe haber sido en tono descreído y risueño, porque el taxista de pronto me miró con rostro grave. No, señor, no es así. Existen. Yo los he visto. Su gesto y su frase me devolvieron de nuevo a la curiosidad "científica".

-¿Cómo está tan seguro? -pregunté-. ¿Usted los ha visto?

-Sí, señor, yo los he visto. ¡Acabo de decírselo! Una vez vi a uno de ellos.

Mi curiosidad dio paso a una expectativa asombrada. El hombre era delgado y su edad era indefinible. ¿Cuarenta, cincuenta años? Vaya usted a saber. En todo caso, su rostro afilado hablaba de años de hambre y, tal vez, de enfermedad. Su voz, seca, rijosa, se atenuó, evocadora. Es gente que viste en forma rara, ¿sabe? Usan borceguíes como los militares, pero su casco es de minero. Y van con mochila, donde seguramente llevan la escopeta y las otras cosas que usan para hacer daño a la gente. ¿Usted los ha visto? ¿Cuándo? ¿Dónde?, no pude impedirme insistir, incrédulo. El hombre parecía sujeto a un leve trance y no necesitaba que yo lo incentivara demasiado. Siguió hablando con el mismo tono. Es lo que le digo, señor. He visto a uno de ellos, caminando al borde de la carretera. Debe haber sido por el 75. Yo tendría diez u once años y una tarde estaba jugando con otros niños, cerca del pueblo joven donde vivíamos, cuando lo vimos aparecer. Caminaba despacio, al borde de la pista, junto a las chacras. Cuando lo tuvimos cerca, vimos que nos miraba con mirada fuerte, muy fuerte. Era un gringo. Y sus ojos eran de un color extraño, como verdes, como lavados. Nos miró uno a uno, sonriéndonos, y tuvimos miedo, y nos pusimos a correr. Nos escondimos detrás de una barda y nos quedamos vigilándolo, viendo cómo se iba, con el paso de quien está buscando algo. Uno de mis amigos dijo lo que todos sabíamos, que había que cuidarse de gente así. Seguro era uno de esos que se llevaban a los niños, no para venderlos, como los gitanos, sino para matarlos, para descuartizarlos.

-¿Y ustedes cómo sabían eso? -inquirí.

-Los mayores nos contaban historias, nos habían advertido.


El Pishtaco, un mito enraizado en el Ande peruano.

Las semanas que pasé en Ayacucho, en los distritos que me tocó encuestar, fueron ricas, interesantes y aleccionadoras. Tendría que agregar también que fueron previsibles, pero esto lo explicaré más tarde. Llené decenas de casetes con las entrevistas que hice y varios cuadernos con las notas que tomé. Era un material riquísimo que me dio ideas para otros trabajos que, tal vez, me decía, podría desarrollar en el futuro. El destino de los huérfanos de la guerra, por ejemplo, era un buen tema. Se comenzaba a ver, a unos años de sus respectivas tragedias, los efectos de sus duelos y pérdidas en su estragada humanidad. La piel recuerda, el cerebro quiere olvidar, los oídos resucitan a los cadáveres e impiden que el sueño consuele a los deudos. Ese atisbo de vejez que había en los ojos de algunos, cuando no había simplemente un vacío de pozo sin fondo del que nunca, tal vez, iban a poder salir, me aterraba, me fascinaba. El abanico era amplio. Entrevisté a mujeres que habían perdido a sus maridos y que los daban por muertos porque los habían enterrado, y los habían ya comenzado a olvidar para pasar a otra cosa, para continuar en la vida. Eran, junto con los hijos que habían podido enterrar a sus padres, o los padres que habían podido enterrar a sus hijos, los afortunados entre los desgraciados, entre las víctimas que había dejado la guerra. Los más desolados eran los hijos, o los padres, o los esposos o esposas de gente que simplemente había desaparecido, de gente a la que los militares que los habían capturado habían volatilizado como por arte de magia, sin darles después ni cadáver que enterrar, ni explicación a la cual aferrarse para poder esperar. Me impresionó mucho constatar que la gente que había enterrado a sus muertos comenzaba a olvidar detalles de cómo se había producido su tragedia. En cambio, los deudos de los desaparecidos parecían vivir con una herida siempre abierta, casi diría cultivada, como una flor, venenosa, que sólo les ofrecía algo seguro, su propia muerte, por más lejana que estuviera, como único consuelo. Todos estos matices los había encontrado en uno u otro de mis testigos. Los que más me habían impresionado habían sido, sin duda, los adolescentes o los jóvenes adultos que habían sido niños, o adolescentes, en el momento en que la violencia se abatió sobre lo que había sido su mundo, privándolos de padres, de hermanos, de amigos, dejándolos como portadores de una supervivencia inexplicable para ellos mismos.

La mayor parte de los diálogos que yo había sostenido se habían dado en quechua, por lo que había necesitado la ayuda de un intérprete. Nunca como esos días sentí la carencia que implicaba para un científico social en el Perú no hablar quechua. Fue una ocasión para tomar resoluciones al respecto. Ahora debo crear la oportunidad para aprender esa lengua y, sobre todo, para darme a mí mismo muestras de voluntad para lograrlo, lo que será lo más difícil. Sobre los antiguos niños de Ayacucho, que había entrevistado ya en tanto que jóvenes adultos, debo decir también que todos tenían algo que los emparentaba. En todos ellos, en hombres y mujeres, en sus miradas, había algo de lisiado, desgajado y ausente. En sus ojos y silencios atisbé el lugar común aquel de que nadie sale indemne de una guerra y menos aún los sobrevivientes, los que vagan en sus recuerdos y recorren caminos que aúllan, noches acezantes que olfatean la sangre de los muertos. Todos ellos eran un continente que había logrado atisbar y que no entendía, no sólo porque no hablaba la lengua, sino porque la guerra misma era una entelequia que me era extranjera. No lograba entenderla. Por otro lado, estaba mi otra derrota. Después de semanas de trabajo y tras haber planteado no pocas veces el tema, debí rendirme ante una evidencia: el pishtaco no aparecía por ningún lado en esas comarcas. El pishtaco no había tenido vela en los entierros ayacuchanos. ¿Era un mito en vías de extinción? Cuando lo evocaba, la gente sabía de quién, de qué estaba hablando. Viejos y jóvenes conocían perfectamente al personaje, pero no lo relacionaban en absoluto con el desastre sangriento que se había abatido sobre la región y que había dejado miles y miles de muertos. Sí, todos sabían que los pishtacos existían, pero nadie los relacionaba con los militares ni con los terroristas de Sendero Luminoso, con las hordas de masacradores, de uno y otro bando, que habían asolado la región. La conclusión a la que llegué fue que un cataclismo objetivo y verdadero no tiene por qué mezclarse con los mitos que construye el imaginario de un pueblo que busca explicarse un mundo cruel y una realidad implacable. La guerra no había sido una construcción mítica, sino una explosión objetiva e inexplicable de la naturaleza, tan objetiva como son los terremotos o la erupción de los volcanes.

Después de poner en orden mis materiales de la encuesta y de pasar en limpio mis conclusiones, me preparé para el retorno a Lima. No quise partir, sin embargo, con el espíritu contaminado por las impresiones que había almacenado sobre la guerra y que amenazaban con convertirse también en conclusiones. ¡Qué sabía yo de lo que había sido en verdad la guerra! Para atacar el tema tenía que documentarme, estudiar más, seguir los trabajos que recién estaban pergeñándose al respecto. Se comenzaba a hablar de una comisión de la verdad sobre el conflicto interno, a la manera de la que en Sudáfrica había terminado por saldar el régimen del Apartheid. Un escritor peruano había mencionado esta posibilidad en una carta. Los intelectuales, en los cafés, decían que por qué no, que una iniciativa de esta naturaleza podía ser el acta del segundo nacimiento del Perú como nación moderna, después del fiasco de la república surgida de la independencia. Total, soñar no cuesta nada, decían los más realistas. Y la verdad es que, por entonces, a fines de los noventa, el Perú seguía bajo la dictadura de Fujimori, la más corrupta y esperpéntica de todas las que había sufrido en su historia. Había, pues, mucho pan que rebanar antes de meterse en honduras. Faltaban unas horas para mi viaje y decidí limpiar mi espíritu. Visité a una familia amiga, que vendía gaseosas y fruta en el pueblo cercano de Querobamba. Conversé con los viejos, con los que hablaban castellano, y hablamos del ganado, de las ovejas, de la cosecha de lentejas y habas que esperaban que fueran buenas ese año. Con los niños jugué al trompo. Mejor dicho hice todo lo que pude para aprender la habilidad con la que lo lanzaban y lo hacían zumbar. No logré gran cosa. Los hice reír y reí yo también. Al final de la tarde, viendo que la camioneta que iba a llevarme a Cayara Nuevo, y tal vez hasta Huamanga, no llegaba, volví a donde la señora Lastenia, que me había alojado. Una noche más iba a dormir bajo sus pullos y en su cama que olía a carnero. Me dormí con el sueño tranquilo de quien ha hecho las paces en su alma. Las paces con quién, no me lo pude explicar mientras me hundía en las aguas agitadas de mi alma.

Al día siguiente me instalé en el minibús que me iba a llevar a la capital del departamento. Iba casi lleno, pero me pude sentar, pese a mi corpulencia, en una de las banquetas. Iba rodeado de la curiosidad y de las sonrisas de los pasajeros, que en su mayoría eran mujeres campesinas. Intenté conversar con ellas, pero de los saludos, de las sonrisas y de las gracias que di a una de ellas, que tuvo la amabilidad de regalarme una mandarina, no pasamos. Otra vez estaba allí, la gran barrera. Yo no hablaba quechua y ellas no hablaban bastante castellano como para expresarse con soltura. El chofer iba delante, silbando, intentando acompañar la música de su radio-casete, donde había puesto una cinta con esa música de fusión que mezcla el huayno y la cumbia y que en Lima llaman chicha. Decidí leer un poco, aprovechar las tres o cuatro horas que iba a durar el viaje para estudiar mis cursos o, al menos, mis notas. No pude hacer nada. El cansancio, el relajamiento del espíritu después de esas semanas de trabajo, no me permitían concentrarme. Al final, opté por la lectura de una revista que saqué del fondo de mi maletín. Era un ejemplar pasado de Somos, el suplemento de variedades de un gran diario de Lima. Íbamos ya cerca de Cayara Nuevo, a medio camino hacia Huamanga, y yo intentaba entrar en la lectura de un artículo sobre un escalador de montañas, un andinista. Era un artículo ilustrado, con fotos de grandes picos, hielos eternos y blanca y pura nieve, y con un andinista ataviado de vistosa ropa deportiva, por supuesto. En ese momento me di cuenta de que mi vecina, la que me había regalado la mandarina, estaba con la cabeza ladeada, intentando ver lo que estaba leyendo, o, mejor dicho, ver las fotos que estaba viendo y, en particular, una en la que se veía al alpinista prácticamente colgado de una cornisa, a la que sólo lo unía una cuerda y el piolín que había logrado clavar en la roca para hacerse de un punto de apoyo en su ascensión. La mujer olía a yerbas fuertes y a mandarina. Me preguntó, en su mal castellano, quién era ese hombre. Se lo expliqué. La mujer se quedó en silencio un momento, sin dejar de mirar de vez en cuando la revista, que yo mantenía abierta. Quise desentenderme de ella y volver a mi lectura, pero ya no pude.

Al rato, la mujer habló de nuevo, sonriendo con timidez.

-Hace años, cuando era niña, en mi pueblo, lejos de aquí, la gente, la comunidad, mató a un hombre como ese.

-¿Cómo...? ¿Por qué...?

-¡Porque era un pishtaco!

Intenté no tartamudear, hablar con normalidad, con el tono más neutro.

-Pero, ¿cómo sabían que era un pishtaco?

-Por sus cosas, por su ropa... -dijo-. ¡En su mochila tenía picos, sogas, todas las cosas que usan para sacarle la grasa a la gente!

La miré y ella me miró, sin llegar a ver, creo, mi enorme desasosiego. Yo vi en sus ojos un abismo, sobre el que flotaba la inocencia. Al final, me quedé en silencio, porque sobre ese abismo no había ningún puente.

Lima, 2009.

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