viernes, 5 de noviembre de 2010

CUENTO: Los ojos de Gabi

Por Alfredo Mires Ortiz

Ayer vi llorar a la abuelita. Ella estaba cambiándome la ropa y vio mis heridas. Seguro eso le encarrujó el corazón. “Criatura de Dios –me dijo-, ¿por qué tienes que sufrir tanto?”. Y me abrazó. Me mojaba los hombros llorando y el calientito de sus lágrimas me contó una vez más lo mucho que ella me quiere.
Lo que pasa es que de tanto estar echada en la cama y sentada en la silla de ruedas, se me hacen unas llagas en varias partes del cuerpo; mi piel se resiente, “¡Vamos a movernos, Gabi!”, me dicen los huesos, pero mi cuerpo no puede moverse por más que se lo ordeno.
En ese rato quería agradecerle a la abuelita por quererme tanto, pero yo no sé hablar, sólo sé sonreír. Así nomás digo las cosas, mirando y sonriendo.
Mi nombre es Gabriela, pero también me dicen Gabi. He escuchado que tengo algo que se llama parálisis cerebral infantil y vivo en Santa Ana, un lugarcito lleno de chacras entre las piedras donde mi abuelo y mis tíos siembran guabas, uvas, paltas y maíz. Con el maíz tierno mi abuela hace unas comidas riquísimas que me da de comer en la boca.
¿Por qué será que no puedo correr como los otros niños, jugar con las muñecas o bañarme en la acequia cuando hace calor?
He escuchado cuando conversan: mi mamacita se puso mal cuando yo estaba más o menos para nacer, la llevaron al hospital y le inyectaron varias medicinas. Eso seguro me entumió los nervios.
Después, mi mamá tuvo que viajar para buscar trabajo porque mi papá no quiso portarse como papá. Eso también es como un pájaro grande que me picotea el pecho haciéndome doler, pero yo no sé como llorar. Sólo sonrisas me salen. Me quedo mirando el techo desde mi cama, este techo que es mi amigo de tanto que lo conozco y al que le cuanto esta pena quedito.
Además, mi familia tanto me quiere que después el pájaro se va de mi pecho y me viene el olor de las uvas y escucho al maíz granando. Los niños del pueblo pasan corriendo o arreando los animales y yo me alegro con ellos, en medio de todas las penas que deben haber picoteado a todo este pueblo.
Lo que nada me gusta es cuando me miran con lástima, como una cosa que ya no tiene consuelo. O cuando siento que me ven como una carga, cuando hablan de mí como si yo no entendiera nada.
Ahí si le ordeno a mi lengua que hable, pero la bandida no obedece y sólo me quedan los ojos para decir lo que siento.
Hace unos días incluso llegó un señor diciendo que seguro yo estaba así por un castigo de Dios, porque todos somos pecadores. Yo quería morderlo por su desprecio, pero me salió una sonrisa. Porque Dios es como yo, como una florcita que sólo pide que la rieguen con el agua de su cariño, que contempla a los demás sin pedirles nada y al que le pueden contar sus tristezas sin ser interrumpidos.
Por eso yo no soy la “minusválida” ni una “discapacitada”, como le escuché decir una vez a una enfermera mientras mirándome de lado llenaba un formulario.
¿Quién será más “discapacitado”, uno que no hace porque no puede o uno que no hace aunque pueda?
Por estas tierras y en este mundo, sé que no soy la única que está así. Sé que hay más niños y niñas como yo, otros que tienen sus manos tullidas o no pueden caminar, otros que nacieron ciegos, sordos o mudos, otros con la razón ausente y la pobreza más abundante. Muchos que nacimos con dos corazones, uno en el pecho y otro en la cabeza. Nosotros no podemos ser presidentes ni ministros porque no sabemos mentir, ni robamos, y aunque sólo tengamos pies y no manos, trabajamos. Y vivimos sin hacer daño.
Eso parece que lo ha entendido bien don Marciano, aquel comunero de lejos que de vez en cuando viene a visitarme. Y aquella señora Rita que también me quiere y me visita. Por eso será que me acompañan, porque me entienden.
“¡Hola, china!”, me dicen, y me acarician la cara, se sientan a mi lado y me sonríen. De lejos vienen a atenderme y a decirme con sus ojos que me quieren.
Yo no puedo caminar ni comer con mis manos por más que ellos se esfuercen. Pero mis heridas son menos porque le enseñan a mi abuela a acomodarme. Y para hoy mis bracitos se hubieran encogido or completo de no haber sido porque le enseñaron a mi familia para hacerme unos ejercicios que incluso me dan cosquillas.
Ahora hasta la gente del pueblo me ve diferente, como diciendo “¡Eeeecha, mira pues, la Gabicita!”, porque ni al alcalde le dicen adiós y a mí llegan tantos y de tan lejos a saludarme.
Otros niños ya sé que están ahora andando, levantando su cabecita, cosiendo su ropa, criando sus animalitos o sembrando sus propias paltas, sus mangos, sus platanares. Yo no podré caminar así ni sembrar esta laya de semillas, pero sonrío más porque el ánimo de los otros también es mío. Porque esta es una semilla que hace falta. Porque el abrazo es más grande cuando hay más brazos. Y porque el techo ya no es mi único amigo.
Ahora sé que todos están conmigo.
PD: Esto le conté con mis ojos al Alfredo, el día que vino a visitarme, para que él intente contarlo.
La ilustración corresponde a una decoración de cerámica Cajamarca. (NdlR)

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