martes, 23 de septiembre de 2008

APUNTES: Celendín y la literatura

MI TIERRA EN LA NARRATIVA NACIONAL
Por Jorge Horna
¿Qué poseen Celendín y los hijos de este pueblo para ser motivo recurrente en la novelística y cuentística peruana?
Tal vez hallarán respuesta inmediata quienes han nacido allí y son conscientes de su privilegiada configuración geográfica, su hermoso paisaje natural y cultural (lacerados en los tiempos actuales por la ignorancia y la codicia). Quienes conocen Celendín y/o han labrado amistad íntima con sus habitantes, también tendrán razones para explicar aquella recurrencia.

Celendín aparece en varias páginas de El mundo es ancho y ajeno.

Ciro Alegría es el primer novelista que hace referencias puntuales a los celendinos en sus obras. Este escritor indigenista en su huida por la persecución política (fue militante aprista, después renunció), estuvo de paso por Celendín, donde fue detenido y encarcelado por un corto tiempo, posteriormente trasladado a cárceles de Cajamarca.
En La serpiente de oro (Nascimento, 6ª. edición. Santiago de Chile.1949), consta: “…los togados con los vestidos de dril almidonado que crujen al andar; los celendinos con sus listados ponchos de lana, detenidos ante sus rimeros de percalas, sombreros, y baratijas…” (pág. 35); “Los celendinos extienden en los patios sus atados de mercaderías: colorean percalas, brillan espejuelos y cuchillos, blanquean sombreros. Nada falta” (p. 113).
El la novela El mundo es ancho y ajeno (Empresa Editora El Comercio S.A. Lima, 2005), encontramos: “Los comuneros persiguieron a los gitanos, sin poder encontrar a “Frontino”. Tiempo después, lo rescató mediante muchos trámites uno que fue a Celendín, para comprar sombreros de paja.” (p. 240). “El bandido comprendió inmediatamente la razón de la belleza de la señorita del corredor. Esa mujer marchita, de hermosura en ruinas, hacía presumir una espléndida juventud. Lo extraño resultaba su casamiento con Zenobio. Él no sabía que este la enamoró en Celendín, donde hay mujeres muy hermosas…” (p. 338).
También en la novela Siempre hay caminos de Ciro Alegría, Candelario es un personaje celendino.
Mario Vargas Llosa en su notable novela Conversación en La Catedral, configura a uno de sus personajes como oriundo de Celendín.
Alfredo Bryce Echenique esboza un personaje celendino (la Mama Rosa) en sus dos Antimemorias:
Permiso para vivir (Lima. PEISA, 1993): “…porque los indios no tienen edad y ella no parece india por lo blanca que es, pero vino desde Cajamarca y nació en un pueblo llamado Celendín, de gente muy buena y trabajadora y honrada. La Mama Rosa es muy blanca y como si fuera de la familia. Tiene un dormitorio un poquito mejor que los demás…” (p. 268).
Continúa la mención a la Mama Rosa en las páginas 269 y 271 del mismo libro.
En Permiso para sentir (Lima. PEISA, 2005), Bryce narra: “El periodista y escritor peruano Alfredo Pita me acompañó en un lindo viaje a Cajamarca, con la única finalidad de visitar Celendín, en el norte andino del Perú, donde había nacido Rosa Bazán, la Mama Rosa que me crió…” (…) “A las diez de la noche dejaba de funcionar el motor eléctrico. Celendín se apagaba por completo y, por decirlo de alguna manera, sus hombres de letras y sus intelectuales desaparecían en las tinieblas. Toda una vida así. Toda una vida de encuentros en la plaza de armas, de cervezas conversadas, de escasa o nula animación cultural, pero toda una vida también de bondad, como la del maestro Mime, con quien hice una de esas grandes amistades que parecen eternas.” (…) “He sabido de él. Allá sigue, en Celendín, donde me imagino que el motor de la luz se sigue apagando a las diez en punto de la noche.” (p. 445).
Einar Pereira, cajamarquino, en su novela Celendín, tablero de ajedrez (Lima. Láser Producciones, 2004), recurre a datos históricos de la fundación de Celendín para estructurar el contenido argumental.
Este año se ha publicado la novela Sangre de hermanos (Editorial Planeta. Lima, 2008) de Ignacio López-Merino, en la que uno de sus protagonistas, Eleuterio Gómez “El zarco”, es un celendino hijo de terrateniente, que huye a Lima, de los odios de su familia y se enrola al Ejército para combatir junto al mariscal Cáceres contra las tropas chilenas invasoras.
Como no podía ser de otro modo, los narradores celendinos Alfonso Peláez, Nazario Chávez, Julio Garrido y otros dan cuenta de personajes y ambientes de su terruño.
Alfredo Pita Chávez, en su libro Morituri, hace referencias constantes a Celendín bajo el vocablo histórico "Villamalia", y en el entretejido de sus cuentos surge la atmósfera y espacio telúrico donde él nació y vivió su infancia.

Invocación:
A mis paisanos, amigos, hermanos y hermanas celendinos, que es tiempo de retomar los libros para enterarnos y disfrutar de las maravillas de sus contenidos y, como en los libros referidos en esta nota, descubrir los rasgos que nos caracterizan y nos otorgan identidad, la que debe revertir en el amor a nuestra patria: respeto a su suelo, a su patrimonio histórico, a sus tradiciones y a la convivencia civilizada y Humana (con mayúscula).
Lima, setiembre 2008
jornach@hotmail.com


lunes, 15 de septiembre de 2008

POESIA: Los versos del Búho

Una muestra de la sensibilidad del poeta peruano, al menos en tiempos no muy remotos, era su compromiso con el pueblo, el hacerse cargo de su sufrimiento y denunciar al mundo su triste situación. Los versos así concebidos son un latigazo a la conciencia y nos mueven a pensar en los tantos desdichados que labran la fortuna de unos pocos. En estos versos, don Pedro García Escalante, "El Buho", denuncia el viejo drama de la explotación, al parecer irremediable, de las humildes sombrereras celendinas (NdlR) .

Entierro de Pedro A. García, "El Búho", en Huacapampa. Foto cortesía de Rubil Escalante.

INDUSTRIA SOMBRERERA
Negociantes regateros,
con los chilpes al bolsillo
cargando su costalillo
van en pos de los sombreros

Los sábados y domingos
en el Huauco y Celendín
gritones como clarín
y al comprar se hacen los “gringos”.

Ven el sombrero y revisan
como si fueran jurado,
después de calificado
ofrecen una pigricia.

Al fino lo llaman grueso
y al grueso lo llaman feo,
de este modo en regateo
el dueño sufre el proceso.

El comprador no es sincero
en este negocio lerdo,
si el vendedor dice ¡pierdo!
dice el comprador ¡no quiero!

Si el comprador vende paja
¡Pobre de la sombrerera!
Le vacían la cartera
no quieren ni oír rebaja.


El expolio de la sombrera celendina continúa. Domingo en La Alameda (foto "Charro").

Llorones para comprar
tiranos para vender:
no se puede comprender
el bien que trae el negocio
La paja se vende cara
el sombrero está barato;
¿El donde se encierra el gato
de este negocio así raro?

¡Pobre industria celendina
paga el precio y conducción
de aquesta materia prima
que viene desde el Orión!

Y es más pobre el sombrerero:
seis días a la semana
teje y mas teje el limero
y es piltrafa lo que gana.

El comprador luego apunta
con su clave “peruanito”
y al remozar el bultito,
no pone la marca justa.

Regateros y engañados
discuten el negocio
por que no hay precio forzado,
ni tarifa registrada.

Más y más la tarifa cara
por el precio y conducción
el sombrero se azhara
por la vida y construcción.

Manda lejos los sombreros
los regatones pequeños
y a otros ricos venteros
que están en pueblos sureños.

Estos le dan porcentaje
sobre facturas que mandan
más, a la mano de obraje,
por ganar, muy mal le pagan.

Porque comprando barato
y cargando a la factura
¡Los patrones son “el gato”
que vive con holgura!

viernes, 12 de septiembre de 2008

POESIA: Marcial Silva Pinedo, "Osmandias"

Marcial Silva Pinedo, "Osmandias", nació en la ciudad de Celendín, hizo sus estudios primarios en la Escuela Nº 81, bajo la dirección de eminentes maestros como don Manuel Jesús Díaz, Moisés Bazán y Manuel R. Marín. Prosiguió sus estudios en el Colegio San Ramón de Cajamarca y fue alumno fundador del Colegio “Celendín”. Desde muy niño sintió honda afición por la literatura, preferentemente por la poesía sirviéndole de tema los motivos y personajes celendinos. En este hermoso poema de vasta producción nos trae al recuerdo, como una sonaja materna, nuestra niñez bucólica en el empedrado de Celendín (NdlR).

VERSOS DE "OSMANDIAS"
MI RETORNAR SIN PASOS
Cansado,
yazgo sobre mi lecho
como camino viejo
adormilado por el sol
desde el ombligo del día,
del día que a las doce
siempre está boca abajo
mirándonos desde arriba
Como tropel familiar
de animales amigos del hombre,
me cruzan las remembranzas,
subiendo desde los valles,
bajando desde los cerros,
por este camino que soy.
Ellos a retazos me traen,
sobre sus lomos domésticos,
las celendinas comarcas
que huelen a toronjil,
a yerbaluisa y cedrón.
Celendín en una tabla me llega
con sus calles asoleadas,
paralelas y rectilíneas
como lata de panecitos
recién salidos del horno:
con la bulla de sus domingos
como salidas de escuela,
repletos de sombreros tachos,
redondos y cubalibres,
de plantillas enlunecidas,
de copas de cuatro días,
faldas de sábado entero
y orillas dominicales,
en domingo, temprano por la mañana
… más que de paja tejida,
trenza apretada de afanes
de madres, esposas y hermanas.

"Domingo en La feliciana", foto de los años 40. Cortesía de la Sra. Magda Aliaga B.

Celendín,
con todas sus puertas abiertas
a las patrullas de carnaval,
por donde salían contentos
el chisguete forastero,
la coqueta serpentina
y el atrevido almidón
En un relincho me llega
las dos de la tarde pintada,
porque es hora que en el rastrojo
los animales tienen sed.
-“Toma breve tu chocolate.
-me dice la voz de mi madre-
pa’que te vayas a mudar a los animales”.
Abro la puerta de la cocina
en busca de un pan de a cuatro
y una sonaja de cuyes
se sacude en cuyero.
A este reclamo chillón,
mi padre me recomienda:
-“Das, das, hijo, te vas
y de vuelta les traes yerba
del canto del Río Grande”.
Brinco la zanja, paso el portillo y…
allá va la reina color canela
de las fichas de este ajedrez
vestida con los dibujos
que hay entre las entrañas
de las papas clavelinas,
tiene una llamarada
de salud en cada mejilla
y con dos noches estrelladas
en pleno día nos mira…
… aunque no quieran creer,
a los helechos de sus pestañas
le piden sombra esas noches.
¡Oh, Celendín,
con tus tardes y tus mañanas
como ojos zarcos
de enamorada rubia y feliz
que también tiene ojeras
cuando lloran los aguaceros
del invierno que los azota!
Serenas tus noches de luna
donde las horas parece que meditaran
poniendo sus manos juntas
en actitud de rezar…
entonces parece que el tiempo
recién volviera a la calma
como cuando en la carita de un niño
se deshace el gesto de llanto
al empezarse a dormir.

viernes, 5 de septiembre de 2008

POESÍA: Juan Tejada Sánchez, "Juatesán"

La persistencia en la búsqueda, rescate y difusión de nuestros valores literarios, artísticos, culturales e intelectuales, es un reto. De allí la importancia de las publicaciones impresas que documentan épocas o etapas, con sus aconteceres, retazos culturales que confluirán - algún día- en la construcción de la gran historia nacional, real y auténtica, que aún no se ha escrito.Nuestro pueblo, Celendín, ha sido partícipe de los hervores que mueven conciencias. Son testimonios las diversas revistas publicadas en décadas pasadas y que hollaron felices el tiempo. De esas fuentes cosechamos la valoración literaria de Juan Tejada Sánchez (NdlR).

LA POESÍA DE "JUATESÁN"
En las revistas "Marañón" y "Jelij" hemos encontrado los siguientes comentarios:
“Juan Tejada Sánchez, o concretamente como acostumbra firmar, Juatesán, escribió con desprendimiento que selló toda melancolía y penuria. Su lucha interior luce en un verso, sin resignarse a vegetar sino a nutrirse de mayores soledades, de nuevas esperanzas. Y, sin embargo, el hombre sigue siendo superior al poeta. Nada reclama de su inconsciente como constante búsqueda del cielo. El infinito está en sus manos, en las calles, en la vida, en la ronda vocinglera de los niños descalzos, en la pobreza del campo. Sus poemas tiene el temblor de la herida viva”.
(Jorge Wilson Izquierdo)

“Poeta de diamantino verbo y emoción alturada de nieve y llameantes pupilas”.
(Armando Salas Gamarra, vate y escritor cusqueño)

“He vuelto con satisfacción, a leer la producción emotiva de tus versos en los dejas traducir cual agua de fuente cristalina que las borrascas de la vida dejó en ella. Dolor infantil cuya inocencia no es culpable de su amargura; una innovación feliz de verdadero apostolado para acercarse a Dios y una página de la vida arrancada de tu pecho que la escribiste con lágrimas.
Adelante, Juan, pero dulcifica en tus versos el optimismo de la vida”.
(Orestes Tavera Quevedo)

Y a continuación las exquisitas palabras de una de las mejores amigas del poeta Juan Tejada Sánchez:
"...como tenía en mi poder dos hermosos poemas de Juan, en calidad de obsequio, es que me hice presente con ellos para que fueran publicados en "Marañón", porque era egoísmo de mi parte mantenerlos ocultos. Quería que las personas que admiran a este poeta celendino, compartieran conmigo las profundas metáforas que revelan su calidad literaria. (...) somos dos almas que nos hemos amado. Nos seguimos amando. (...) La palabra Amor es tan intensa y amplia como Amigo, y tengo la satisfacción de usar ambos términos como lazos de mi sincera amistad con Juan."
(Rosario Rivera)

Alcanzamos a los lectores de Espina de Maram, los versos de Juatesán, con respeto y admiración:

MARÍA DEL ROSARIO
Alma que en mis versos pusiste
manojos de ternura, con agua viva de sueños
Esperanza, que como porción de agua
refrescó mi calcinada arcilla
Manos que modularon mi estatua
como perfección a la vida
Brotaron en mi camino lirios blancos,
sus cálices eran de luces
en el amanecer en que nos vimos
cantaba el aura una canción de fantasía

(…)
Me hablaste de un mundo invisible
donde se borra el dolor
Me hablaste de aquel que tocaba las puertas
en las noches de crudo invierno en busca del amor
Como si hubieses querido preparar mi alma
para el gran viaje sin retorno
Participé de tu cena de angustias
que la mesa de la vida puso delante de ti
Son para ti, María del Rosario, estos versos
que llevan el blanco lirio de tu alma.

LA RONDA
Los niños descalzos
han vuelto a la ronda,
los claustros silentes
remedan su voz.
Cantando esta ronda
con los niños pobres,
en mi costado abierto
palpita el amor.

(…)
De las manos cogidos
alegres se van
las plantas descalzas
como el divino Jesús
descalzas las plantas
de estos niños pobres
jugando a la ronda.
Con mi corazón
se bordan sus yemas
de fino rocío,
las tiñen de oro
los rayos del sol.
Al son de la ronda
los niños se van
por la senda cierta
del amor de Dios.
Al son de la ronda
los niños se van
hacia el mundo invisible
a donde guiarlos quiere
mi corazón.

martes, 2 de septiembre de 2008

NARRATIVA: Un cuento de A. Pita, de "Morituri"

Con motivo de la noticia de que este libro de cuentos de Alfredo Pita volverá a reeditarse este año -primera edición peruana, gracias al entusiasmo del escritor y paisano Jorge Díaz Herrera, que es director editorial en Editorial San Marcos-, nos apuramos a publicar este cuento intenso, que trasunta, como un eco lejano, la nostalgia por el pueblo que nos vio nacer. Con mano segura, el narrador, en el marco de la pequeña historia que cuenta, toca un tema viejo como la misma humanidad, con la carga de circunstancias que trocan el amor en tragedia y que nos deja a todos un poco descorazonados, tras el descenlace ficcional, meditando en cuanto nos corresponde de la culpa (NdlR).

FLOR DE AZALEA
Para Jorge Antonio y Walter,
en el lejano país de la infancia
Lo que me recuerda esta canción es difícil de contar. Además, muchacho, tú eres el artista, tú deberías contarme algo a mí de vez en cuando. Sino, yo soy el único que hace el gasto. No, no sé si es una ranchera el disco que has puesto. En todo caso es raro que la hayas encontrado a estas alturas en un a radiola de Surquillo. Seguramente le gusta al japonés, al dueño. Es una de esas canciones mexicanas que se cantaban hace treinta o cuarenta años, cuando yo era joven. ¿Si me recuerda a alguien? A mí me basta escuchar su título, Flor de Azalea, para que en la memoria se me desate una avalancha de sombras, de colores, de voces. Los restos de una historia muy antigua, de la que fui, digamos, testigo. Algo que sucedió en otra época, en Villamalia, un pueblo lejano del norte, que ahora ya no existe.
Te la voy a contar, pero a condición de que no la copies. Con ustedes, los universitarios nunca se sabe. Después tendrás que contarme algo tú. ¡Salud! Te he hablado ya en otras ocasiones de mi vida, pero creo que nunca me detuve mucho en el comienzo de las cosas, de cuando empecé a volar por mi propia cuenta. Lo que es un decir, por supuesto, porque uno casi nunca vuela solo, y menos al comienzo. ¿Qué por qué no hablo mucho de ese tiempo? No sé, tal vez porque está demasiado lejos. Tenía en esa época unos veinticinco años y un tío mío, un transportista, me había llevado a trabajar con él. Al poco tiempo, con uno de sus camiones, recorría buena parte de la sierra del norte del Perú. Todo eso mucho antes de que me metiese a pescador y a patrón de lancha en Chimbote. Y muchísimo antes de que terminase vendiendo libros en la universidad. ¡Cómo son las cosas, caray! Casi nunca me acuerdo de esa época. Y si me acuerdo, me callo. Hoy no sé lo que me ocurre. Tengo ganas de hablar. Ganas y, a la vez, cierto temor. Pero tú eres un amigo…


No, no es que haya algo peligroso en la historia. Digo temor más bien por lo que puedo sentir si me pongo a recordar. Como sabes, a veces es preferible guardar ciertas cosas en el fondo del pecho, tapadas con los trapos viejos y los cachivaches que te ha dejado la vida. No hay que agitar el polvo del tiempo si uno no quiere sufrir. Hay que protegerse. Pero tampoco es para tanto, claro. Un hombre es un hombre, y aguanta todo, hasta que por un lado revienta la tripa, por supuesto. ¿O no? Esta es una historia que vale la pena. Aunque no es muy alegre, al menos te enseñará algo.
¿Qué estoy dando vueltas? No, simplemente dándome ánimos. Ahorita empiezo. Pero antes, sírveme otro vaso. Hace calor. Sí, pocas veces me has escuchado hablar, seguramente, de mis viajes al oriente, vía Trujillo, Cajamarca, Villamalia, Puerto Balsas, Chachapoyas y Moyabamba. Era por el 55 o 56, a fines del gobierno de Odría. En esa época, cada quince o veinte días subíamos a la sierra llevando azúcar, sal, fideos, baldes, machetes, telas, y volvíamos a la costa con fruta, ganado, con todo lo que podíamos subir al camión. Hasta cholos para las haciendas y muchachas que se escapaban de los pueblos o que, a veces, robábamos simplemente. Con su consentimiento, por supuesto. La historia que te voy a contar es la de una muchacha, muy jovencita, que en esa época se fue de su casa, de Villamalia.
Me gustaría que hubieses conocido Villamalia en esa época. Nunca he podido olvidar como era ese pueblo, donde cada vez que llegaba me quedaba por dos o tres días. Villamalia era más que un pueblo, era una pequeña ciudad blanca, con calles rectas y empedradas. Estaba en un valle donde abundaban sembríos y pequeños bosques de eucaliptos, molles, sauces. Era nuestra parada obligatoria, antes de trepar con el camión el cerro de la Fila, a la altura de la hacienda Limón, desde donde se veía, abajo, lejos, el río Marañón, corriendo todavía en medio de la cordillera. De allí, en dos horas llegábamos a Balsas y cruzábamos el puente recién construido. El río amarillento, tronador, pasaba con toda su fuerza bajo nuestros pies, haciendo temblar todo, impaciente por romper los cerros, para lanzarse a la selva y convertirse en el Amazonas. ¿Qué no me desvíe de la historia? Disculpa, muchacho. Creo que todo esto es necesario para que entiendas lo que vas a escuchar.
Bueno, como ya te dije, cada quince días dormíamos en Villamalia. El único sitio donde había luz eléctrica hasta pasada la medianoche era un bar, el Rosita. Lo administraba la mujer del electricista, quien era también dueño del único cine, del Gloria. En el Rosita se reunían los agentes viajeros, los camioneros, los muchachos de Villamalia. Iban allí a fumar, a tomar el café de los Nashos, un famoso café del árbol a la mesa, que sólo con un trago espoleaba el cerebro, el corazón. También iban a tomar unas copas o a jugar o ver jugar billar durante horas. Según recuerdo, a veces las partidas transcurrían en medio de charlas y de bromas que se hacían contrincantes y curiosos. Pero la mayor parte del tiempo, sobre todo por las noches, se jugaba en medio de un silencio sólo roto por el golpe del taco y por el choque de las bolas. Entonces, los rostros pálidos se contagiaban del reflejo transparente del paño de la mesa y adquirían un aire de ausencia, de lejanía. Las partidas se convertían así en horas de meditación, casi de oración, envueltos en el humo de los cigarrillos fuertes, Inca, Nacional, que en ése tiempo se fumaban. Los muchachos de Villamalia jugaban con paciencia, como si esperasen, desde hacía mucho, que ocurriese algo en sus vidas, en el pueblo.


¿Que tiene que ver todo esto con Flor de azalea? Paciencia, no te desesperes. Ya llego. Sírveme, mi vaso parece tener un agujero. Las cosas cambiaron en ese tiempo, en Villamalia. Los hábitos de esa gente se transformaron con la llegada de un aparato de esos, de una radiola. Con una moneda podían escuchar el disco que les gustaba y eso los volvía locos. La gente ya no iba al Rosita a tomarse un trago o una gaseosa, o a jugar billar, sino sobre todo a escuchar canciones de moda. La clientela del bar aumentó y, cada noche, junto a la puerta, se agrupaban los que no podían entrar por falta de dinero, campesinos en su mayoría, que se sentaban en la vereda, envueltos en sus ponchos, a beber aguardiente y a masticar coca. Borrachos, mudos, atónitos, escuchaban la música que salía de esa máquina extraña que también podía vomitar luces.
¿Qué te parece raro? Y que quieres, el Perú de esa época era así. Por entonces, el gusto no sólo de la gente de Villamalia sino de todo el norte, estaba modelado por el cine mexicano, que era lo que más se veía en el cine Gloria, por ejemplo. Luego de un estreno, jóvenes y viejos comentaban la actuación de los artistas, lo bonita que era la muchacha, la audacia del joven, la estupidez de “chistoso”. Por supuesto, todos salían de la función silbando la ranchera que más les había gustado. Y más de uno se sentía un charro hecho y derecho. Las únicas personas del pueblo estarán en contra eran las beatas, los ancianos y el cura, que a su vez era un bandido. Pero esa es otra historia.
Sí, sí, tranquilo. Que conste que tú eres el que me interrumpe. En una de esas películas, Jorge Negrete cantó Flor de azalea, que gustó tanto a todos los que la escucharon, que muchos repitieron la función para copiar la letra y memorizar el tono y el gesto del artista. Nadie podría decir cuántos romances, cuántos noviazgos y cuántas desfloraciones fueron posibles en Villa Amalia gracias a esa canción. ¿Qué no lo puedes creer? En esa época no había televisión y la gente se distraía mejor que ahora. Además, tenían la radio y sus famosas novelas, el cine de vez en cuando y, sobre todo, las canciones. La vida de los viejos quien sabe lo decidió un bolero de Los Panchos.
Bueno, sigo. Ya estoy llegando. En Villamalia, en las madrugadas, los enamorados iban ebrios, tanteando las paredes en la oscuridad, en busca de las casas de sus amadas. Y bajo sus ventanas o balcones, entonaban canciones acompañados de guitarras y de segundas voces. Como casi siempre la madre de las requeridas estaba preparada, las serenatas con frecuencia terminaban con baños de bacinica. A veces hasta había balazos al aire, disparados por el padre, por algún hermano, o por un rival envidioso que escuchaba a los cantantes desde una esquina. Pero no siempre era así. Podría ocurrir que las enamoradas encendiesen la vela o el lamparín de su dormitorio y se acercasen al balcón o a la ventana y sostuviesen diálogos, en voz baja, con sus pretendientes. Algunas los invitaron a trepar por los techos y otras, burlando el sueño de los padres, bajaban y, sigilosos como gatas, destrababan las puertas. Al día siguiente, ésas aventuras nocturnas eran el tema de conversación de los principales centros de comadreo del pueblo: el mercado, la sastrería, la farmacia. Sin olvidar la iglesia, a la salida de la misa. Rápidamente, los protagonistas pagaban las consecuencias. El iba preso si ella era menor y si no llegaba a un arreglo con la familia. El final casi siempre era el mismo, el matrimonio era la losa que sepultaba el escándalo. Los amantes dejaban entonces se interesar a los chismosos que, en general, siempre tenían a la mano otra pareja de quién ocuparse.
¿Qué soy mal cuentista? ¿Qué te estoy haciendo la crónica de Villamalia? Cada uno cuenta cómo puede, eso lo sabes bien tú. Esto es sólo el marco de la historia. La historia de una muchacha que terminó llamándose Flor de Azalea, precisamente. Todo comenzó con una serenata. Ella se llamaba Zulema y acababa de cumplir veinte años. La cortejaba un chofer de camión que se hacía llamar Braulio y que le había propuesto que se fugase con él a Lima, donde se iban a casar. Ella dudaba. Entre la vida que llevaba y la que le prometía ese hombre estaba ese vacío, esa tristeza que se ahondaba cada vez que lograba ver una película, burlando la vigilancia de su tía y madrina, doña Edelmira, una vieja maestra. La costa, Lima, eran un sueño que no llegaba a imaginar claramente, a no ser ayudándose con las escenas vistas en el cine: grandes avenidas, grandes edificios, luces, muchos autos, mujeres y hombres elegantes. Todo un paraíso estaba más allá del mar infinito de cerros que se veía desde San Isidro, la colina que dominaba Villamalia. Ella se preguntaba si alguna vez lograría escapar de esa jaula de estudios, de cocina y de rosarios en que estaba encerrada.
Como te decía, todo comenzó con una serenata. La noche decisiva, cuando le dio al camionero lo que él quiso, empezó con Flor de Azalea. Acompañado de una guitarra, el camionero se apostó junto la ventana de la tienda donde ella dormía y con voz baja pero entonada le cantó esa canción que tanto le gustaba, hasta despertarla. Le habló luego tiernamente, le contó de la casa y de los negocios que tenía en la capital, le juró que se casaría con ella y, finalmente, le pidió que abriera la puerta. Ella aceptó. En el fondo de la casa, en el dormitorio contiguo a la sala, doña Edelmira y Rafaelito, su nieto, dormían, ajenos a todo, ajenos a la fiebre y a los sudores que vivía en ese momento la muchacha, quien descubría por primera vez su cuerpo y el cuerpo de un hombre. Los amantes no durmieron, entregados a su ímpetu acezante, a su fatiga, a sus proyectos. Se casarían en Cajamarca, luego irían a Lima. Allí, él la instalaría en su casa, la llevaría al mar, a las playas, tendrían hijos. También irían todas las noches el cine, a ver películas mexicanas, que eran las que más le gustaban a Zulema. Por último decidieron partir al día siguiente, viernes, a la una de la mañana. Ella tenía que esperarlo lista, con todas las cosas que iba necesitar. Partirían de la Alameda. El pasaría silbando junto su puerta y la llevaría hasta donde estaba el camión.
¿Si los camiones viajaban de noche en la sierra? A veces, aunque no era muy común en esa época. La noche de ese viernes fue la más larga de su vida, desde el comienzo. Después de la cena, vino el Rosario y, luego, la conversación de las señoras. Mientras los niños jugaban a las escondidas en el patio con Rafaelito, las beatas se lanzaron en una interminable discusión sobre el Tercer Mensaje de Fátima. Unas sostenían que era la tercera Guerra Mundial, otras que se trataba de la Conversión de Rusia y, como nunca, la velada terminó pasadas las diez y media de la noche. Cuando todas se fueron y después de haber acompañado con la linterna a la Sra. Josefa, para que no tropezase, tan escasa era la luz, Zulema dijo hasta mañana y se encerró en la tienda. Se puso su mejor ropa y acomodó sus objetos personales en una pequeña maleta. Sobre la cama, donde se sentó finalmente esperar, estaba bien doblado uno de los abrigos de su madrina. En su pecho en un pañuelo muy anudado, tenía el billete de cincuenta soles que le había sacado del baúl. Al día siguiente, cuando doña Edelmira la buscase, iba a encontrar sobre la cama intacta una carta en la que le pedía perdón y donde le detallaba lo que estaba llevando y le juraba que algún día se lo pagaría todo.
¿Qué cuánto eran cincuenta soles? Ya no me acuerdo, pero por entonces era mucha plata. Pronto fue medianoche y después las doce y media. En la oscuridad, los números fosforescentes del despertador de campanilla brillaban como nunca. El tic tac también era fortísimo, como los latidos de su corazón, que ya no le cabía en el pecho. En la calle no se oía ningún ruido, a no ser los ladridos lejanos de los perros de las Bajeras. Pese sus esfuerzos por captar algo, nada indicaba que alguien se acercase. Un cuarto de hora después de la campana de la una, no había escuchado ni pasos ni silbidos, ni nada. De pronto, a lo lejos, como viniendo de la Alameda, oyó el rugido de un motor. Unos segundos después, el ruido se acentuó y poco a poco comenzó a alejarse. Ella abrió la puerta de la tienda y atisbo en las tinieblas. No vio nada. Cogió sus cosas y corrió. Cuando llegó al Alameda todo estaba desierto y en silencio. El camión había partido, Braulio la había abandonado.
¡No te imaginas el ruido que podía hacer de noche un camión! ¡El silencio de la sierra se rompía en pedazos y caía de los cerros junto con el eco! Zulema sintió que algo se le quebraba adentro y quiso gritar pero se contuvo y volvió tambaleándose a la tienda. Lloró calladamente toda la noche, envuelta en sus frazadas. La devoraba un intenso frío y tiritaba como si estuviese con terciana. No durmió. En la madrugada entró en la casa y dejo en su lugar el abrigo y el dinero. Cuando doña Edelmira se levantó, la encontró preparando el desayuno, temblando de fiebre, con los ojos hinchados y la piel casi transparente. La vieja maestra decidió que estaba enferma y la mandó a la cama, mientras hacía llamar al doctor Burga. El diagnóstico fue rápido, pleuresía. El dolor en los pulmones le consumió durante semanas y, cuando acabó, parecía haber envejecido años. Todo había cambiado para ella. Sobre todo en el fondo de sus pensamientos, donde ya no quedó sitio para los sueños. La gente se dio cuenta de que algo le ocurría, pero nadie supo su secreto ni su determinación. Durante meses se convirtió en una muchacha silenciosa, en una en una mujer triste que ya no tarareaba, como antes, la tonada de Flor de Azalea.
Un día, meses después, ocurrió lo que tenía que ocurrir. Zulema desapareció. ¿Qué cómo desapareció? Su fuga fue casi una copia del plan que le había fallado con Braulio. Sólo que esta vez ella ya no dependía de la voluntad de nadie. Una mañana, temprano, buscó en el mercado un tal Carlos Arana, un camionero que raras veces iba al pueblo y que estaba por partir. Sin mayores dificultades lo convenció de que la tomase como pasajera. Tuvo cuidado de evitar a los chóferes que iban con frecuencia a Villamalia. Quería llegar hasta Lima, pero sin dejar mucho rastro detrás de sí. El hombre aceptó sonriendo y le dijo que saldrían casi de inmediato, pues él acababa de llegar de Balsas y solo se había detenido para tomar desayuno y descargar unas cuantas cajas de mangos. Esta vez no hubo maleta ni abrigo. Sólo unas cuantas monedas, una canasta de mercado y el vestido que llevaba encima. Al llegar a Agua Colorada, Arana pasó de largo y, cuando estuvo a unos dos kilómetros del lugar, hizo como si se hubiese olvidado de algo. Estacionó a un lado de la carretera y le pidió a su ayudante que fuese hasta el caserío a comprarle quesillos. El muchacho, que iba en medio, entre el chofer y Zulema, bajo y se alejó silbando. De inmediato, Arana la abrazó y empezó a besarla. Y cuando su mano comenzó a recorrer sus muslos, ella no opuso mayor resistencia. Zulema se dio cuenta en ese momento que tendría que pagar para poder llegar hasta donde quería. Había visto cosas así en las películas. Además, lo que le hacía ese hombre le gustaba. Sobre todo porque le limpiaba del cuerpo, de las entrañas y de la boca, ese sabor amargo que le había dejado el tan Braulio.
¿Qué te parece la historia, está mejor? ¿Ahora te gusta, no? El viaje fue una especie de luna de miel. En Cajamarca, en lugar de continuar a Trujillo, se quedaron a dormir en un hotel. Al día siguiente, Arana estaba cada vez más entusiasmado con su proyecto de llegar a Lima. Le ofreció ayudarla en todo. Qué diferencia con el otro. Se detuvieron en Trujillo, donde le compró ropa, en Chimbote, que ya por esa época olía a pescado caliente y malogrado, y entre Casma y Barranca, en una playa inmensa, ella se bañó por primera vez en el mar. Nunca supo cuantas veces, sobre esas arenas, ese hombre, que estaba casado, pues llevaba aro en la mano derecha, la había poseído, la había dejado sin respiración, acariciándola a su gusto, de los pies a cabeza, volteándola, abriéndola, quitándole a través de la piel todas sus fuerzas, sus dudas, su miedo.
Lima era en ese tiempo una ciudad gris y sin cielo. Llegaron de madrugada. A Zulema le pareció enorme, húmeda y triste. Arana le dijo de nuevo que no podía vivir con ella porque tenía mujer e hijos, pero que la ayudaría, que la seguiría viendo. De inmediato, el iba a partir al sur, a Tacna, donde iba ser iba quedar unos dos meses, pero luego volvería y la buscaría. Le preguntó si, mientras tanto, quería alojarse en la casa de unos amigos que daban pensión en el distrito de La Victoria. Ella aceptó. La llevó al lugar diciéndole que no hace preocupase, que hasta le conseguirían trabajo, que eran muy buena gente. Cuando la dejó en esa sala, junto ese hombre de bigote fino que la mirada como midiéndola, como pesándola, ella supo, sin embargo, lo que iba a pasar. Al levantar la mano para decirle adiós a Arana, quiso sonreír, pero sólo pudo hacer una mueca. Zulema sintió que algo se estaba muriendo en ella, que había comenzado el entierro de su vida anterior. Adivinó días negros, recordó escenas de viejas películas, se preguntó si podía ser otra cosa y, finalmente, se resignó.
¿Sabes a dónde la había dejado? ¡Por supuesto! Era la época de Huatica. El hombre del bigote fino se apellidaba Bracamonte. Le dijo que conocía el norte como la palma de su mano y que las muchachas de Villamalia eran famosas por su belleza. Le mostró su habitación y es pues de hacerle tantear lo blanda que era la cama, cerró la puerta y la violó sin que ella hiciese, tampoco esta vez, mayor resistencia. Pero a diferencia de lo ocurrido con Arana, Zulema no sintió nada, salvo que mientras el hombre jadeaba y hundía su rostro en su cuello, en su pelo, su cuerpo se cerraba cada vez más y se volvía frío como una piedra.
¿Qué era un grandísimo jijuna? Si. ¡Y qué quieres, si era un caficho! El tal Bracamonte administraba un gran negocio y las muchachas que vivían en su pensión eran la mercadería con que surtía a los mejores burdeles de Huatica, sí se puede hablar así. Zulema, jovencita, blanca, con el pelo negro y con su silencio, se convirtió en una de las pupilas mejor cotizadas del barrio. Allí, en la Victoria, donde pasó años explotada por Bracamonte, algunos de sus clientes, que lograron hacerla hablar, terminaron llamándola Flor de Azalea.
Cómo te imaginarás, lo que ocurrió luego sería materia de una novela, pero tendría que escribirla alguien que sepa. Alguien como tú, por ejemplo. No, yo no sirvo para escribir, sólo para hablar. El hecho es que, al cabo de cinco años, Zulema se enamoró. Su corazón volvió a latir por un guardia civil que la retiró de los burdeles pero que no quiso casarse con ella. La encerró en un cuarto de Chacra Colorada, de donde sólo la sacaba para llevarla a los cines de Breña, a ver películas mexicanas, que eran las únicas que también le gustaban a él. Eso fue al comienzo. Luego las salidas hicieron cada vez más raras, aunque no las visitas del guardia que, por lo demás, había comenzado a emborracharse y a pegarle. Finalmente, cansada de los golpes, huyó y como no quería volver a Huatica, pidió ayuda a unas monjas de las que le habían hablado, las que la colocaron como doméstica en una casa de ricos, en San Isidro. Una mañana, cuando salía a comprar pan, el guardia la estaba esperando en una esquina. Discutieron. Ella no quería volver con el, ni a su antigua vida. El amenazó, robo y, por fin, logró arrancarle la promesa de que esa noche se verían, de que le abriría la puerta de servicio. A lo largo de ese día y sobre todo al acercarse la hora fijada, Zulema recordó esa otra noche, tan lejana ya, en Villamalia, cuando espero en vano a Braulio hasta casi morir, Ahora era diferente, ahora esperaba para decir no, para vivir una vida elegida por ella. El guardia no entendió sus razones, se desesperó y, loco de rabia, sacó su revólver y a ciegas le pegó un tiro. Viendo su sangre y, sobre todo al ver que sus ojos enormes se congelaba una pregunta, fuera de sí, se disparó un balazo en la sien y cayó fulminado junto a ella.
¿Qué es una verdadera telenovela? ¿Una telenovela venezolana? ¿Dónde sacas eso? Los médicos intervinieron a Zulema en una operación desesperada, pero la salvaron. Cuando se recuperó poco, la muchacha supo que su vida en Lima había terminado. Se lo hicieron saber las monjas, que no quisieron seguir ayudándola, y se lo hizo saber la policía, que la investigó por la muerte del guardia. Recurrió, desesperada, a Bracamonte, el del bigote fino, que sonrió en forma ofensiva cuando vio en lo que se había convertido, en una sombra triste, en una caricatura de lo que había sido. ¿Cuántos años tienes ahora?, le preguntó. Veintiocho, respondió ella. Y estuvo punto de llorar ante el gesto hiriente del caficho.Zulema, naturalmente, terminó de nuevo en el oficio. Bracamonte la ayudó, pero no quiso que se quedase en Lima. Durante un tiempo la tuvo viajando en provincias. Una noche, a mediados de los 70, un tal Braulio, sí, el mismo Braulio del comienzo de la historia, que ya no era camionero para entonces, visitó el burdel Las Violetas de Chimbote. Era temprano y había poca gente. Se sentó en la barra y pidió una cerveza. Estaba sirviéndosela cuando vio que uno de las mujeres se acercaba a la radiola y ponía un disco. Después que las notas de Flor de Azalea comenzaron a salir del aparato, la mujer se alejó con paso fatigado hacia su mesa. Estaba sola, sola frente un vaso y a una botella de cerveza.
¿Qué no te lo diga? ¡Si, se habían vuelto encontrar! En la radiola, Jorge Negrete seguía cantando la vieja canción. El hombre, de repente, lo recordó todo. Sí, era ella. Un latigazo eléctrico en el pecho, una vergüenza antigua, lo golpearon y estuvo a punto de salir, pero ya una vez de pie, como un autómata, se acercó a la mesa de esa mujer tan triste. Zulema, le dijo, y ella levantó la mirada y sus ojos lo atravesaron, como si viesen algo detrás de él, en el pasado. El no podía creerlo. Esos ojos detrás del maquillaje y desde el fondo de un pozo, eran los de esa niña de Villamalia que se moría por esa canción y con la que él había pasado una noche. Ella también lo reconoció. Sin un gesto amargo, sonriéndole más bien, lo invitó a sentarse. Tomaron varias cervezas mientras se contaban sus vidas. Ambos habían terminado en Chimbote, quien lo hubiese dicho. Hablaron hasta el cansancio. Pasada la medianoche, el hombre, un poco avergonzado, casi pidiendo disculpas, le preguntó si quería ir con él a uno de los cuartos. Ella, llena de dignidad, se negó. Se quedó más bien mirándolo con un extraño gesto en los labios fatigados. No, gracias, contigo no, le dijo. Tengo clientes que me esperan, susurró, poniéndose de pie. Lo miró una vez más y, después de rozarle el hombro con la mano a modo de despedida, se dirigió, no hacia la gente que bebía y fumaba en las otras mesas y en la barra, sino hacia la puerta. El permaneció un buen rato con los ojos fijos en el piso, pero luego los levantó hacia la ventana y se quedó mirando la noche iridiscente, ese humo blanco, hediondo, el olor a pescado que flotaba afuera sobre la ciudad.Esa es la historia de Flor de Azalea. Si, eso es todo. ¿Qué te gustó, pero que te parece poco? ¿Qué el final no es un final? Ninguna historia termina nunca, tú lo sabes. En todo caso, lo importante es contarlas, eso divierte a los demás y le permite a uno seguir respirando. ¿Qué qué fue de ese Braulio, que era un miserable? Llena de nuevo los vasos, para beber por los amores despedazados, por el silencio en la noche, por la hora de callar. Mi segundo nombre es Braulio, muchacho.