martes, 2 de septiembre de 2008

NARRATIVA: Un cuento de A. Pita, de "Morituri"

Con motivo de la noticia de que este libro de cuentos de Alfredo Pita volverá a reeditarse este año -primera edición peruana, gracias al entusiasmo del escritor y paisano Jorge Díaz Herrera, que es director editorial en Editorial San Marcos-, nos apuramos a publicar este cuento intenso, que trasunta, como un eco lejano, la nostalgia por el pueblo que nos vio nacer. Con mano segura, el narrador, en el marco de la pequeña historia que cuenta, toca un tema viejo como la misma humanidad, con la carga de circunstancias que trocan el amor en tragedia y que nos deja a todos un poco descorazonados, tras el descenlace ficcional, meditando en cuanto nos corresponde de la culpa (NdlR).

FLOR DE AZALEA
Para Jorge Antonio y Walter,
en el lejano país de la infancia
Lo que me recuerda esta canción es difícil de contar. Además, muchacho, tú eres el artista, tú deberías contarme algo a mí de vez en cuando. Sino, yo soy el único que hace el gasto. No, no sé si es una ranchera el disco que has puesto. En todo caso es raro que la hayas encontrado a estas alturas en un a radiola de Surquillo. Seguramente le gusta al japonés, al dueño. Es una de esas canciones mexicanas que se cantaban hace treinta o cuarenta años, cuando yo era joven. ¿Si me recuerda a alguien? A mí me basta escuchar su título, Flor de Azalea, para que en la memoria se me desate una avalancha de sombras, de colores, de voces. Los restos de una historia muy antigua, de la que fui, digamos, testigo. Algo que sucedió en otra época, en Villamalia, un pueblo lejano del norte, que ahora ya no existe.
Te la voy a contar, pero a condición de que no la copies. Con ustedes, los universitarios nunca se sabe. Después tendrás que contarme algo tú. ¡Salud! Te he hablado ya en otras ocasiones de mi vida, pero creo que nunca me detuve mucho en el comienzo de las cosas, de cuando empecé a volar por mi propia cuenta. Lo que es un decir, por supuesto, porque uno casi nunca vuela solo, y menos al comienzo. ¿Qué por qué no hablo mucho de ese tiempo? No sé, tal vez porque está demasiado lejos. Tenía en esa época unos veinticinco años y un tío mío, un transportista, me había llevado a trabajar con él. Al poco tiempo, con uno de sus camiones, recorría buena parte de la sierra del norte del Perú. Todo eso mucho antes de que me metiese a pescador y a patrón de lancha en Chimbote. Y muchísimo antes de que terminase vendiendo libros en la universidad. ¡Cómo son las cosas, caray! Casi nunca me acuerdo de esa época. Y si me acuerdo, me callo. Hoy no sé lo que me ocurre. Tengo ganas de hablar. Ganas y, a la vez, cierto temor. Pero tú eres un amigo…


No, no es que haya algo peligroso en la historia. Digo temor más bien por lo que puedo sentir si me pongo a recordar. Como sabes, a veces es preferible guardar ciertas cosas en el fondo del pecho, tapadas con los trapos viejos y los cachivaches que te ha dejado la vida. No hay que agitar el polvo del tiempo si uno no quiere sufrir. Hay que protegerse. Pero tampoco es para tanto, claro. Un hombre es un hombre, y aguanta todo, hasta que por un lado revienta la tripa, por supuesto. ¿O no? Esta es una historia que vale la pena. Aunque no es muy alegre, al menos te enseñará algo.
¿Qué estoy dando vueltas? No, simplemente dándome ánimos. Ahorita empiezo. Pero antes, sírveme otro vaso. Hace calor. Sí, pocas veces me has escuchado hablar, seguramente, de mis viajes al oriente, vía Trujillo, Cajamarca, Villamalia, Puerto Balsas, Chachapoyas y Moyabamba. Era por el 55 o 56, a fines del gobierno de Odría. En esa época, cada quince o veinte días subíamos a la sierra llevando azúcar, sal, fideos, baldes, machetes, telas, y volvíamos a la costa con fruta, ganado, con todo lo que podíamos subir al camión. Hasta cholos para las haciendas y muchachas que se escapaban de los pueblos o que, a veces, robábamos simplemente. Con su consentimiento, por supuesto. La historia que te voy a contar es la de una muchacha, muy jovencita, que en esa época se fue de su casa, de Villamalia.
Me gustaría que hubieses conocido Villamalia en esa época. Nunca he podido olvidar como era ese pueblo, donde cada vez que llegaba me quedaba por dos o tres días. Villamalia era más que un pueblo, era una pequeña ciudad blanca, con calles rectas y empedradas. Estaba en un valle donde abundaban sembríos y pequeños bosques de eucaliptos, molles, sauces. Era nuestra parada obligatoria, antes de trepar con el camión el cerro de la Fila, a la altura de la hacienda Limón, desde donde se veía, abajo, lejos, el río Marañón, corriendo todavía en medio de la cordillera. De allí, en dos horas llegábamos a Balsas y cruzábamos el puente recién construido. El río amarillento, tronador, pasaba con toda su fuerza bajo nuestros pies, haciendo temblar todo, impaciente por romper los cerros, para lanzarse a la selva y convertirse en el Amazonas. ¿Qué no me desvíe de la historia? Disculpa, muchacho. Creo que todo esto es necesario para que entiendas lo que vas a escuchar.
Bueno, como ya te dije, cada quince días dormíamos en Villamalia. El único sitio donde había luz eléctrica hasta pasada la medianoche era un bar, el Rosita. Lo administraba la mujer del electricista, quien era también dueño del único cine, del Gloria. En el Rosita se reunían los agentes viajeros, los camioneros, los muchachos de Villamalia. Iban allí a fumar, a tomar el café de los Nashos, un famoso café del árbol a la mesa, que sólo con un trago espoleaba el cerebro, el corazón. También iban a tomar unas copas o a jugar o ver jugar billar durante horas. Según recuerdo, a veces las partidas transcurrían en medio de charlas y de bromas que se hacían contrincantes y curiosos. Pero la mayor parte del tiempo, sobre todo por las noches, se jugaba en medio de un silencio sólo roto por el golpe del taco y por el choque de las bolas. Entonces, los rostros pálidos se contagiaban del reflejo transparente del paño de la mesa y adquirían un aire de ausencia, de lejanía. Las partidas se convertían así en horas de meditación, casi de oración, envueltos en el humo de los cigarrillos fuertes, Inca, Nacional, que en ése tiempo se fumaban. Los muchachos de Villamalia jugaban con paciencia, como si esperasen, desde hacía mucho, que ocurriese algo en sus vidas, en el pueblo.


¿Que tiene que ver todo esto con Flor de azalea? Paciencia, no te desesperes. Ya llego. Sírveme, mi vaso parece tener un agujero. Las cosas cambiaron en ese tiempo, en Villamalia. Los hábitos de esa gente se transformaron con la llegada de un aparato de esos, de una radiola. Con una moneda podían escuchar el disco que les gustaba y eso los volvía locos. La gente ya no iba al Rosita a tomarse un trago o una gaseosa, o a jugar billar, sino sobre todo a escuchar canciones de moda. La clientela del bar aumentó y, cada noche, junto a la puerta, se agrupaban los que no podían entrar por falta de dinero, campesinos en su mayoría, que se sentaban en la vereda, envueltos en sus ponchos, a beber aguardiente y a masticar coca. Borrachos, mudos, atónitos, escuchaban la música que salía de esa máquina extraña que también podía vomitar luces.
¿Qué te parece raro? Y que quieres, el Perú de esa época era así. Por entonces, el gusto no sólo de la gente de Villamalia sino de todo el norte, estaba modelado por el cine mexicano, que era lo que más se veía en el cine Gloria, por ejemplo. Luego de un estreno, jóvenes y viejos comentaban la actuación de los artistas, lo bonita que era la muchacha, la audacia del joven, la estupidez de “chistoso”. Por supuesto, todos salían de la función silbando la ranchera que más les había gustado. Y más de uno se sentía un charro hecho y derecho. Las únicas personas del pueblo estarán en contra eran las beatas, los ancianos y el cura, que a su vez era un bandido. Pero esa es otra historia.
Sí, sí, tranquilo. Que conste que tú eres el que me interrumpe. En una de esas películas, Jorge Negrete cantó Flor de azalea, que gustó tanto a todos los que la escucharon, que muchos repitieron la función para copiar la letra y memorizar el tono y el gesto del artista. Nadie podría decir cuántos romances, cuántos noviazgos y cuántas desfloraciones fueron posibles en Villa Amalia gracias a esa canción. ¿Qué no lo puedes creer? En esa época no había televisión y la gente se distraía mejor que ahora. Además, tenían la radio y sus famosas novelas, el cine de vez en cuando y, sobre todo, las canciones. La vida de los viejos quien sabe lo decidió un bolero de Los Panchos.
Bueno, sigo. Ya estoy llegando. En Villamalia, en las madrugadas, los enamorados iban ebrios, tanteando las paredes en la oscuridad, en busca de las casas de sus amadas. Y bajo sus ventanas o balcones, entonaban canciones acompañados de guitarras y de segundas voces. Como casi siempre la madre de las requeridas estaba preparada, las serenatas con frecuencia terminaban con baños de bacinica. A veces hasta había balazos al aire, disparados por el padre, por algún hermano, o por un rival envidioso que escuchaba a los cantantes desde una esquina. Pero no siempre era así. Podría ocurrir que las enamoradas encendiesen la vela o el lamparín de su dormitorio y se acercasen al balcón o a la ventana y sostuviesen diálogos, en voz baja, con sus pretendientes. Algunas los invitaron a trepar por los techos y otras, burlando el sueño de los padres, bajaban y, sigilosos como gatas, destrababan las puertas. Al día siguiente, ésas aventuras nocturnas eran el tema de conversación de los principales centros de comadreo del pueblo: el mercado, la sastrería, la farmacia. Sin olvidar la iglesia, a la salida de la misa. Rápidamente, los protagonistas pagaban las consecuencias. El iba preso si ella era menor y si no llegaba a un arreglo con la familia. El final casi siempre era el mismo, el matrimonio era la losa que sepultaba el escándalo. Los amantes dejaban entonces se interesar a los chismosos que, en general, siempre tenían a la mano otra pareja de quién ocuparse.
¿Qué soy mal cuentista? ¿Qué te estoy haciendo la crónica de Villamalia? Cada uno cuenta cómo puede, eso lo sabes bien tú. Esto es sólo el marco de la historia. La historia de una muchacha que terminó llamándose Flor de Azalea, precisamente. Todo comenzó con una serenata. Ella se llamaba Zulema y acababa de cumplir veinte años. La cortejaba un chofer de camión que se hacía llamar Braulio y que le había propuesto que se fugase con él a Lima, donde se iban a casar. Ella dudaba. Entre la vida que llevaba y la que le prometía ese hombre estaba ese vacío, esa tristeza que se ahondaba cada vez que lograba ver una película, burlando la vigilancia de su tía y madrina, doña Edelmira, una vieja maestra. La costa, Lima, eran un sueño que no llegaba a imaginar claramente, a no ser ayudándose con las escenas vistas en el cine: grandes avenidas, grandes edificios, luces, muchos autos, mujeres y hombres elegantes. Todo un paraíso estaba más allá del mar infinito de cerros que se veía desde San Isidro, la colina que dominaba Villamalia. Ella se preguntaba si alguna vez lograría escapar de esa jaula de estudios, de cocina y de rosarios en que estaba encerrada.
Como te decía, todo comenzó con una serenata. La noche decisiva, cuando le dio al camionero lo que él quiso, empezó con Flor de Azalea. Acompañado de una guitarra, el camionero se apostó junto la ventana de la tienda donde ella dormía y con voz baja pero entonada le cantó esa canción que tanto le gustaba, hasta despertarla. Le habló luego tiernamente, le contó de la casa y de los negocios que tenía en la capital, le juró que se casaría con ella y, finalmente, le pidió que abriera la puerta. Ella aceptó. En el fondo de la casa, en el dormitorio contiguo a la sala, doña Edelmira y Rafaelito, su nieto, dormían, ajenos a todo, ajenos a la fiebre y a los sudores que vivía en ese momento la muchacha, quien descubría por primera vez su cuerpo y el cuerpo de un hombre. Los amantes no durmieron, entregados a su ímpetu acezante, a su fatiga, a sus proyectos. Se casarían en Cajamarca, luego irían a Lima. Allí, él la instalaría en su casa, la llevaría al mar, a las playas, tendrían hijos. También irían todas las noches el cine, a ver películas mexicanas, que eran las que más le gustaban a Zulema. Por último decidieron partir al día siguiente, viernes, a la una de la mañana. Ella tenía que esperarlo lista, con todas las cosas que iba necesitar. Partirían de la Alameda. El pasaría silbando junto su puerta y la llevaría hasta donde estaba el camión.
¿Si los camiones viajaban de noche en la sierra? A veces, aunque no era muy común en esa época. La noche de ese viernes fue la más larga de su vida, desde el comienzo. Después de la cena, vino el Rosario y, luego, la conversación de las señoras. Mientras los niños jugaban a las escondidas en el patio con Rafaelito, las beatas se lanzaron en una interminable discusión sobre el Tercer Mensaje de Fátima. Unas sostenían que era la tercera Guerra Mundial, otras que se trataba de la Conversión de Rusia y, como nunca, la velada terminó pasadas las diez y media de la noche. Cuando todas se fueron y después de haber acompañado con la linterna a la Sra. Josefa, para que no tropezase, tan escasa era la luz, Zulema dijo hasta mañana y se encerró en la tienda. Se puso su mejor ropa y acomodó sus objetos personales en una pequeña maleta. Sobre la cama, donde se sentó finalmente esperar, estaba bien doblado uno de los abrigos de su madrina. En su pecho en un pañuelo muy anudado, tenía el billete de cincuenta soles que le había sacado del baúl. Al día siguiente, cuando doña Edelmira la buscase, iba a encontrar sobre la cama intacta una carta en la que le pedía perdón y donde le detallaba lo que estaba llevando y le juraba que algún día se lo pagaría todo.
¿Qué cuánto eran cincuenta soles? Ya no me acuerdo, pero por entonces era mucha plata. Pronto fue medianoche y después las doce y media. En la oscuridad, los números fosforescentes del despertador de campanilla brillaban como nunca. El tic tac también era fortísimo, como los latidos de su corazón, que ya no le cabía en el pecho. En la calle no se oía ningún ruido, a no ser los ladridos lejanos de los perros de las Bajeras. Pese sus esfuerzos por captar algo, nada indicaba que alguien se acercase. Un cuarto de hora después de la campana de la una, no había escuchado ni pasos ni silbidos, ni nada. De pronto, a lo lejos, como viniendo de la Alameda, oyó el rugido de un motor. Unos segundos después, el ruido se acentuó y poco a poco comenzó a alejarse. Ella abrió la puerta de la tienda y atisbo en las tinieblas. No vio nada. Cogió sus cosas y corrió. Cuando llegó al Alameda todo estaba desierto y en silencio. El camión había partido, Braulio la había abandonado.
¡No te imaginas el ruido que podía hacer de noche un camión! ¡El silencio de la sierra se rompía en pedazos y caía de los cerros junto con el eco! Zulema sintió que algo se le quebraba adentro y quiso gritar pero se contuvo y volvió tambaleándose a la tienda. Lloró calladamente toda la noche, envuelta en sus frazadas. La devoraba un intenso frío y tiritaba como si estuviese con terciana. No durmió. En la madrugada entró en la casa y dejo en su lugar el abrigo y el dinero. Cuando doña Edelmira se levantó, la encontró preparando el desayuno, temblando de fiebre, con los ojos hinchados y la piel casi transparente. La vieja maestra decidió que estaba enferma y la mandó a la cama, mientras hacía llamar al doctor Burga. El diagnóstico fue rápido, pleuresía. El dolor en los pulmones le consumió durante semanas y, cuando acabó, parecía haber envejecido años. Todo había cambiado para ella. Sobre todo en el fondo de sus pensamientos, donde ya no quedó sitio para los sueños. La gente se dio cuenta de que algo le ocurría, pero nadie supo su secreto ni su determinación. Durante meses se convirtió en una muchacha silenciosa, en una en una mujer triste que ya no tarareaba, como antes, la tonada de Flor de Azalea.
Un día, meses después, ocurrió lo que tenía que ocurrir. Zulema desapareció. ¿Qué cómo desapareció? Su fuga fue casi una copia del plan que le había fallado con Braulio. Sólo que esta vez ella ya no dependía de la voluntad de nadie. Una mañana, temprano, buscó en el mercado un tal Carlos Arana, un camionero que raras veces iba al pueblo y que estaba por partir. Sin mayores dificultades lo convenció de que la tomase como pasajera. Tuvo cuidado de evitar a los chóferes que iban con frecuencia a Villamalia. Quería llegar hasta Lima, pero sin dejar mucho rastro detrás de sí. El hombre aceptó sonriendo y le dijo que saldrían casi de inmediato, pues él acababa de llegar de Balsas y solo se había detenido para tomar desayuno y descargar unas cuantas cajas de mangos. Esta vez no hubo maleta ni abrigo. Sólo unas cuantas monedas, una canasta de mercado y el vestido que llevaba encima. Al llegar a Agua Colorada, Arana pasó de largo y, cuando estuvo a unos dos kilómetros del lugar, hizo como si se hubiese olvidado de algo. Estacionó a un lado de la carretera y le pidió a su ayudante que fuese hasta el caserío a comprarle quesillos. El muchacho, que iba en medio, entre el chofer y Zulema, bajo y se alejó silbando. De inmediato, Arana la abrazó y empezó a besarla. Y cuando su mano comenzó a recorrer sus muslos, ella no opuso mayor resistencia. Zulema se dio cuenta en ese momento que tendría que pagar para poder llegar hasta donde quería. Había visto cosas así en las películas. Además, lo que le hacía ese hombre le gustaba. Sobre todo porque le limpiaba del cuerpo, de las entrañas y de la boca, ese sabor amargo que le había dejado el tan Braulio.
¿Qué te parece la historia, está mejor? ¿Ahora te gusta, no? El viaje fue una especie de luna de miel. En Cajamarca, en lugar de continuar a Trujillo, se quedaron a dormir en un hotel. Al día siguiente, Arana estaba cada vez más entusiasmado con su proyecto de llegar a Lima. Le ofreció ayudarla en todo. Qué diferencia con el otro. Se detuvieron en Trujillo, donde le compró ropa, en Chimbote, que ya por esa época olía a pescado caliente y malogrado, y entre Casma y Barranca, en una playa inmensa, ella se bañó por primera vez en el mar. Nunca supo cuantas veces, sobre esas arenas, ese hombre, que estaba casado, pues llevaba aro en la mano derecha, la había poseído, la había dejado sin respiración, acariciándola a su gusto, de los pies a cabeza, volteándola, abriéndola, quitándole a través de la piel todas sus fuerzas, sus dudas, su miedo.
Lima era en ese tiempo una ciudad gris y sin cielo. Llegaron de madrugada. A Zulema le pareció enorme, húmeda y triste. Arana le dijo de nuevo que no podía vivir con ella porque tenía mujer e hijos, pero que la ayudaría, que la seguiría viendo. De inmediato, el iba a partir al sur, a Tacna, donde iba ser iba quedar unos dos meses, pero luego volvería y la buscaría. Le preguntó si, mientras tanto, quería alojarse en la casa de unos amigos que daban pensión en el distrito de La Victoria. Ella aceptó. La llevó al lugar diciéndole que no hace preocupase, que hasta le conseguirían trabajo, que eran muy buena gente. Cuando la dejó en esa sala, junto ese hombre de bigote fino que la mirada como midiéndola, como pesándola, ella supo, sin embargo, lo que iba a pasar. Al levantar la mano para decirle adiós a Arana, quiso sonreír, pero sólo pudo hacer una mueca. Zulema sintió que algo se estaba muriendo en ella, que había comenzado el entierro de su vida anterior. Adivinó días negros, recordó escenas de viejas películas, se preguntó si podía ser otra cosa y, finalmente, se resignó.
¿Sabes a dónde la había dejado? ¡Por supuesto! Era la época de Huatica. El hombre del bigote fino se apellidaba Bracamonte. Le dijo que conocía el norte como la palma de su mano y que las muchachas de Villamalia eran famosas por su belleza. Le mostró su habitación y es pues de hacerle tantear lo blanda que era la cama, cerró la puerta y la violó sin que ella hiciese, tampoco esta vez, mayor resistencia. Pero a diferencia de lo ocurrido con Arana, Zulema no sintió nada, salvo que mientras el hombre jadeaba y hundía su rostro en su cuello, en su pelo, su cuerpo se cerraba cada vez más y se volvía frío como una piedra.
¿Qué era un grandísimo jijuna? Si. ¡Y qué quieres, si era un caficho! El tal Bracamonte administraba un gran negocio y las muchachas que vivían en su pensión eran la mercadería con que surtía a los mejores burdeles de Huatica, sí se puede hablar así. Zulema, jovencita, blanca, con el pelo negro y con su silencio, se convirtió en una de las pupilas mejor cotizadas del barrio. Allí, en la Victoria, donde pasó años explotada por Bracamonte, algunos de sus clientes, que lograron hacerla hablar, terminaron llamándola Flor de Azalea.
Cómo te imaginarás, lo que ocurrió luego sería materia de una novela, pero tendría que escribirla alguien que sepa. Alguien como tú, por ejemplo. No, yo no sirvo para escribir, sólo para hablar. El hecho es que, al cabo de cinco años, Zulema se enamoró. Su corazón volvió a latir por un guardia civil que la retiró de los burdeles pero que no quiso casarse con ella. La encerró en un cuarto de Chacra Colorada, de donde sólo la sacaba para llevarla a los cines de Breña, a ver películas mexicanas, que eran las únicas que también le gustaban a él. Eso fue al comienzo. Luego las salidas hicieron cada vez más raras, aunque no las visitas del guardia que, por lo demás, había comenzado a emborracharse y a pegarle. Finalmente, cansada de los golpes, huyó y como no quería volver a Huatica, pidió ayuda a unas monjas de las que le habían hablado, las que la colocaron como doméstica en una casa de ricos, en San Isidro. Una mañana, cuando salía a comprar pan, el guardia la estaba esperando en una esquina. Discutieron. Ella no quería volver con el, ni a su antigua vida. El amenazó, robo y, por fin, logró arrancarle la promesa de que esa noche se verían, de que le abriría la puerta de servicio. A lo largo de ese día y sobre todo al acercarse la hora fijada, Zulema recordó esa otra noche, tan lejana ya, en Villamalia, cuando espero en vano a Braulio hasta casi morir, Ahora era diferente, ahora esperaba para decir no, para vivir una vida elegida por ella. El guardia no entendió sus razones, se desesperó y, loco de rabia, sacó su revólver y a ciegas le pegó un tiro. Viendo su sangre y, sobre todo al ver que sus ojos enormes se congelaba una pregunta, fuera de sí, se disparó un balazo en la sien y cayó fulminado junto a ella.
¿Qué es una verdadera telenovela? ¿Una telenovela venezolana? ¿Dónde sacas eso? Los médicos intervinieron a Zulema en una operación desesperada, pero la salvaron. Cuando se recuperó poco, la muchacha supo que su vida en Lima había terminado. Se lo hicieron saber las monjas, que no quisieron seguir ayudándola, y se lo hizo saber la policía, que la investigó por la muerte del guardia. Recurrió, desesperada, a Bracamonte, el del bigote fino, que sonrió en forma ofensiva cuando vio en lo que se había convertido, en una sombra triste, en una caricatura de lo que había sido. ¿Cuántos años tienes ahora?, le preguntó. Veintiocho, respondió ella. Y estuvo punto de llorar ante el gesto hiriente del caficho.Zulema, naturalmente, terminó de nuevo en el oficio. Bracamonte la ayudó, pero no quiso que se quedase en Lima. Durante un tiempo la tuvo viajando en provincias. Una noche, a mediados de los 70, un tal Braulio, sí, el mismo Braulio del comienzo de la historia, que ya no era camionero para entonces, visitó el burdel Las Violetas de Chimbote. Era temprano y había poca gente. Se sentó en la barra y pidió una cerveza. Estaba sirviéndosela cuando vio que uno de las mujeres se acercaba a la radiola y ponía un disco. Después que las notas de Flor de Azalea comenzaron a salir del aparato, la mujer se alejó con paso fatigado hacia su mesa. Estaba sola, sola frente un vaso y a una botella de cerveza.
¿Qué no te lo diga? ¡Si, se habían vuelto encontrar! En la radiola, Jorge Negrete seguía cantando la vieja canción. El hombre, de repente, lo recordó todo. Sí, era ella. Un latigazo eléctrico en el pecho, una vergüenza antigua, lo golpearon y estuvo a punto de salir, pero ya una vez de pie, como un autómata, se acercó a la mesa de esa mujer tan triste. Zulema, le dijo, y ella levantó la mirada y sus ojos lo atravesaron, como si viesen algo detrás de él, en el pasado. El no podía creerlo. Esos ojos detrás del maquillaje y desde el fondo de un pozo, eran los de esa niña de Villamalia que se moría por esa canción y con la que él había pasado una noche. Ella también lo reconoció. Sin un gesto amargo, sonriéndole más bien, lo invitó a sentarse. Tomaron varias cervezas mientras se contaban sus vidas. Ambos habían terminado en Chimbote, quien lo hubiese dicho. Hablaron hasta el cansancio. Pasada la medianoche, el hombre, un poco avergonzado, casi pidiendo disculpas, le preguntó si quería ir con él a uno de los cuartos. Ella, llena de dignidad, se negó. Se quedó más bien mirándolo con un extraño gesto en los labios fatigados. No, gracias, contigo no, le dijo. Tengo clientes que me esperan, susurró, poniéndose de pie. Lo miró una vez más y, después de rozarle el hombro con la mano a modo de despedida, se dirigió, no hacia la gente que bebía y fumaba en las otras mesas y en la barra, sino hacia la puerta. El permaneció un buen rato con los ojos fijos en el piso, pero luego los levantó hacia la ventana y se quedó mirando la noche iridiscente, ese humo blanco, hediondo, el olor a pescado que flotaba afuera sobre la ciudad.Esa es la historia de Flor de Azalea. Si, eso es todo. ¿Qué te gustó, pero que te parece poco? ¿Qué el final no es un final? Ninguna historia termina nunca, tú lo sabes. En todo caso, lo importante es contarlas, eso divierte a los demás y le permite a uno seguir respirando. ¿Qué qué fue de ese Braulio, que era un miserable? Llena de nuevo los vasos, para beber por los amores despedazados, por el silencio en la noche, por la hora de callar. Mi segundo nombre es Braulio, muchacho.

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