martes, 23 de febrero de 2010

ESCRITO EN EL AIRE: José de Piérola Chávez

EL LIBRO DE GUTEMBERG

Tengo la impresión de que quienes hablan del libro electrónico toman dos problemas muy diferentes como si fuera uno solo. Para empeorar las cosas, inspirados en el «ceci tuera cela» (esto matará aquello), hay otros que predicen la inminente desaparición del libro impreso. ¿De qué hablamos cuando hablamos de «libro electrónico»?

El Futuro libro electrónico.

El libro, tal como lo conocemos ahora —un cierto número de hojas unidas a un lomo y protegidas por dos tapas— aparece cuando los rollos de papiro son reemplazados por el pergamino. Este formato revolucionario, que empieza a ser común alrededor del siglo seis, requería el infatigable concurso de un pequeño ejército de monjes que, encorvados sobre sus mesas de trabajo en un scriptorium, los copiaban a mano, dotándolos también de hermosas ilustraciones. No resultaba raro que un ejemplar fuera tan caro como una casa. Con la aparición de la imprenta, alrededor de 1440, el libro sufre el primer cambio importante en su historia.
¿Qué había creado Gutenberg? Un libro con tres características esenciales: 1. Comparado con su predecesor, el libro de Gutenberg es ridículamente barato, lo que le permite convertirse en un artículo popular. 2. El libro se hace portable. Los libros escritos en pergamino, aún los que no estaban encadenados a un estante, eran objetos pesados que difícilmente se llevaban fuera de una biblioteca. 3. Es muy fácil de usar. No hace falta ningún manual de instrucciones para usar el libro de Gutenberg ya que los códigos de interacción se aprenden en unos pocos minutos. Lo más importante, sin embargo, es que una vez que uno usa un libro, ha aprendido a usar todos los libros. El libro de Gutenberg es tan revolucionario que también señala un giro fundamental en Europa: el paso de una cultura visual y oral a una cultura escrita.
De cara a nuestro asunto es fundamental notar que el libro de Gutenberg funde el contenido con el medio de una manera perfecta. Tanto así que cuando decimos la palabra «libro» nos referimos tanto al soporte físico como al texto incluido en dicho soporte. En el libro electrónico, por el contrario, esa integración no existe. De hecho, una de las características fundamentales del libro electrónico es que puede existir independientemente de su soporte. Eso puede ser una gran ventaja, aunque, por ahora, ha sido una gran desventaja.
El libro electrónico, entendido como «contenido», aparece cuando Michael S. Hart lanza en 1971 el Proyecto Gutenberg, cuyo fin es crear un archivo digital de todos los libros en dominio público. Entonces ya era posible leer un libro en una pantalla, aunque esta perteneciera a una computadora tan cara, y quizá casi tan voluminosa, como una catedral. Pocos años después, con las primeras computadoras personales, el libro electrónico llega a los hogares de los países avanzados. El problema, por supuesto, es que a nadie se le habría ocurrido llevar una PC a la playa para poder leer su libro favorito. Inclusive hoy, cuando las computadoras portátiles son relativamente baratas, resulta raro que alguien las use sólo para leer libros. Sin embargo, es justo decir que el libro electrónico, en términos de contenido, goza de buena salud y tiene mucho futuro.
No ocurre lo mismo con el «soporte», entendido como un dispositivo dedicado, diseñado para facilitar la lectura de libros electrónicos, que todavía padece una menesterosa infancia. El primero, el Sony Reader que aparece en el 2006, marca la pauta. Su innovación consiste en ser un dispositivo pequeño, liviano y portable, con una pantalla basada en la tecnología e-ink, desarrollada para simular el comportamiento de la tinta en el papel (haciendo que el texto sea mucho más fácil de leer en condiciones cambiantes). Muy pronto aparecen otros lectores. El Kindle de Amazon en el 2007 y el Nook de Barnes & Noble en el 2009. También hay, como uno podría imaginar, otra docena de lectores de diversos fabricantes. Pero todos están basados en e-ink, y todos, a mi juicio, tienen las mismas carencias.
Si estos medios sueñan con reemplazar al libro de Gutenberg tendrán que igualar sus tres características básicas. Empecemos por la portabilidad. Es cierto que la mayoría de lectores pesan y ocupan el espacio equivalente a un libro de Gutenberg, y que, por lo tanto, son igualmente portables. Pero los lectores todavía usan baterías cuya vida útil resulta ridícula en comparación. Uno puede dejar un libro de Gutenberg durante años sin que se borre el contenido. Los lectores de libros electrónicos todavía dependen demasiado de sus baterías. Pero portabilidad no es sólo tamaño, peso y batería: también hay que tener en cuenta la durabilidad. Uno puede sentarse sobre un libro de Gutenberg, sumergirlo en el agua por unos instantes, inclusive arrojarlo contra la pared, sin que se pierda la información. Cualquiera de estos maltratos usuales destruiría un lector de libros electrónicos.
En términos de uso, las cosas no mejoran demasiado. Inspirados por las computadoras, los diseñadores de los lectores de libros electrónicos (probablemente ingenieros que no leen libros de Gutenberg) no tienen empacho en incluir una serie de botones, cada uno a su aire, además de menús de navegación que supuestamente facilitan el acceso al contenido. Cada fabricante tiene su propio menú, y aunque algunos modelos, como el Nook, tratan de simplificarlos al máximo, todavía no resultan tan intuitivos, ni suficientemente rápidos. De hecho, éste es uno de los problemas de la tecnología e-ink: es embarazosamente lenta. Cada cambio de página ocurre con un parpadeo y un par de hipos que al principio parecen graciosos pero que pronto se convierten en una molestia. En el libro de Gutenberg es muy fácil marcar la página que estamos leyendo, volver una páginas atrás para chequear un nombre o avanzar al índice para comprobar algo, todo en unos pocos segundos, y sin perder la ilación de la lectura. Los lectores del libro electrónico hacen esa simple tarea imposible, o, en el mejor de los casos, frustrante. ¿Hojear un libro? Todavía es un sueño. ¿Escribir unas marcas o comentarios al margen? Es un proceso lento que obliga al lector a responder preguntas tan tontas como: ¿Quiere grabar los cambios? En pocas palabras, para poder convertirse en un medio viable, los lectores de libros electrónicos tienen que ser tan fáciles de usar, tan versátiles y tan intuitivos como un libro de Gutenberg.
Pero el problema principal de la generación actual de lectores es el precio. El Sony Reader costaba más de $400. En los últimos meses, gracias a la competencia, su precio ha bajado. Pero inclusive los más baratos (Nook y Kindle), que cuestan $259, todavía son ridículamente caros comparados con un libro en rústica que se puede comprar por $12. Perder un libro en rústico no es un drama. Tampoco lo es perder un Kindle, pero el tener que pagar otros $259 para reponerlo puede producir indigestión.
Esto no significa que los lectores de libros electrónicos actuales no tengan un mercado. Existe, y parece que muy vigoroso, a juzgar por los reportes de ventas del Kindle. También seguirá en aumento la producción de libros electrónicos. Pero este mercado, que tiene ciertas necesidades, hábitos y poder adquisitivo particulares, será por un tiempo una fracción del mercado del libro de Gutenberg. Esto no significa que, en el futuro, las cosas puedan cambiar. ¿Qué características debería tener un lector de libros electrónicos para desplazar al libro de Gutenberg?
1. En primer lugar, debe ser capaz de leer diversos formatos electrónicos, empezando por el formato de texto, que es el más universal, y en el cual están almacenados los cada vez más crecientes archivos del Proyecto Gutenberg.
2. Debe ser pequeño, liviano, y debe ser capaz de aguantar un maltrato razonable, sin mostrar una apreciable degradación de rendimiento. Una caída, por ejemplo, debería ser cosa de nada.
3. Debe usar un interfaz universal, tan fácil que uno no tenga que abrir un manual de usuario para saber cómo se avanza al índice, o cómo se escribe una nota al margen.
4. Finalmente debe costar el equivalente a unos actuales $25. Sí, diez veces menos que los lectores actuales. Que además puedan llevar docenas de libros en su memoria debe ser la cereza.
¿Es demasiado pedir? El libro de Gutenberg logró metas más ambiciosas. El incentivo para el nuevo lector de libros electrónicos existe. El libro, como concepto, no va a desaparecer de nuestra civilización. Cambiará el medio, quizá, si se cumplen estos requisitos. Mientras tanto, la mayoría de lectores todavía preferirá llevar un libro de Gutenberg en el bolsillo, con la seguridad de que estará allí, dispuesto a recibirlos, cuando tenga unos minutos libres para leerlo.
Final del formulario

miércoles, 17 de febrero de 2010

CUENTO: Alfonso Peláez Bazán

Con este cuento terminamos de publicar el conjunto publicado en la única edición de ESPINA DE MARAM (Talleres Gráficos P.L. Villanueva, S.A., 1961) que incluyó, además del cuento cuyo nombre lleva nuestro blog literario, a Braulio, Clara, Tres Caras, Doña Damiana e Higinio. En esta página, en ESPINA DE MARAM, en la asociación Celendín Pueblo Mágico (CPM), abrigamos la esperanza de que estas publicaciones sirvan para algún académico que se aboque al estudio de este gran literato celendino, que trata con gran propiedad el espíritu de las gentes de Celendín y su área de influencia. Seguimos lamentando la ingratitud de nuestras autoridades, sobre todo las educacionales, que no le dan la debida relevancia a un escritor de la magnitud de Peláez Bazán ¿Cómo pretendemos cultivar valores si olvidamos a nuestros grandes personajes? ¿De dónde van a tomar ejemplo las nuevas generaciones? Y no nos cansaremos de insistir en que se deben cambiar los nombres de las calles que no tienen ninguna significación por los de los hombres epónimos de la provincia. ¿Cuando habrá una calle que lleve el nombre merecido de nuestro gran escritor? (NdlR).

DOÑA DAMIANA
Alfonso Peláez Bazán
A punto de vencer la empinada cuesta de "El Calvario", de pronto vimos aparecer por la fila un extraño conjunto de personas y animales. Adelante y a pie, venía un hombre jalando del cabrestillo un hermoso caballo negro, cabalgado por una mujer. Enseguida, ensillado, pero sin jinete, un arrogante moro. Cerraba filas el arriero, con su alforjita y su poncho al hombro.
Pero solo estando a pocos pasos del conjunto, pudimos apreciar toda su particularidad y todo su colorido.

"Chola" por Florencia Cassano.

El hombre de adelante era más bien bajo que alto, de contextura regular, color blanco, cabellos rubios, ojos verdes. Un buen tipo racial. Llevaba puestas botas granaderas, pantalón de casimir caqui, casaca de cuero, casco y una pistola al cinto. No se podía pensar menos que en un hacendado.
Ella… Bueno, desilusionaos a tiempo. No era lo que con bastante fundamento podríais imaginar: una reina, una princesa o cosa parecida… Y la razón os sobraría, en verdad. Claro, con una palafrenero como el que acabáis de conocer, ¿en qué otra cosa se puede pensar?... Y de que las cosas sean bien distintas, ni vosotros ni yo somos culpables.
De todos modos, tendréis que conocerla. Terriblemente corpulenta y de facciones toscas. Tal vez adiposa. Expresión dura. Cabellos oscuros y abundantes, recogidos groseramente en dos largas trenzas que descansaban pesadamente sobre sus anchas espaldas. Amplia falda granate, llena de cintillos y otros adornos, una blusa azul adornada con blondas y botones de vidrio, unos tremendos zapatos color bayo y de profusa botonadura, y un sombrero shilico con ancha y lustrosa cinta negra.
El mocetón que va de arriero nada tiene de extraordinario. Igual que todos los cholos de estos mundos, lleva al hombro su alforjita parda y su poncho a rayas.
Mi guía y yo nos pusimos inmediatamente a la vera del camino para dar paso a la sin par caravana. Todos cambiamos frases y miradas.
-¡Salud, señor!...
-¡Felicidades, caballero!...
-¡Buen viaje, señora!...
-¡Adiós, patrón!...
En los desolados caminos de nuestras serranías, esas escenas cobran emotividad y belleza raras.
Cuando la caravana torcía el primer quengo de la cuesta, nosotros volteábamos la fila.
***
Miguel –tal el nombre del guía- es un simpático mozo de unos treinta años a lo sumo. Es de estos mundos y les conoce todas sus historias y secretos. Se sabe el nombre de todos los cerros y quebradas. Y está al tanto de los vientos y de las lunas.
Antes que yo le preguntara por las gentes que acababan de cruzarse con nosotros, él se adelantó:
-Acaba de ver usted a doña Damiana… Sí, señor, a doña Damiana en persona…
Como Miguel notara mi sorpresa, sorprendido a su vez, me preguntó:
-… ¿No sabía usted quién es doña Damiana?...
-Doña Damiana… Francamente que no, Miguel.
Este se detuvo en medio del angosto caminito, golpeó dos y tres veces el calero en el nudo del pulgar, y mirándome a los ojos, siguió hablando:
-… Es raro… En toda la región, y más allá de la región, no hay nombre más conocido que el de doña Damiana… Aún los que vienen de muy lejos saben que existe doña Damiana…
Se volvió a detener y miró por los confines azules y dorados. El maravilloso espectáculo de las cumbres, tocando el cielo, parecía fascinarlo.
-… Pero no me dirá usted que no le ha llamado la atención verlos cómo van…
-¿A quién podría dejar de sorprenderlo, Miguel?...
Este se guardó el calero y siguió la marcha.
-… Por estos caminos, y por los de la “Banda”, es corriente encontrarlos así… Don Berardo Rebaza a pie y llevando del cabestro el caballo que monta doña Damiana… Ella lo dispone así cada vez que se le antoja… Y don Berardo Rebaza jamás la contraría… Una piedra en el camino o una rama inclinada sobre el mismo serán en cualquier momento motivos suficientes para poner en tierra a don Berardo… Volverá a cabalgar cuando ella lo disponga…
Debí haber lanzado una fuerte interjección.
Miguel se detuvo y volvió la cara hacia mí.
-… Y todas las jornadas del viaje son iguales: las mismas atenciones, los mismos cuidados y los mismos caprichos… Y cuando al fin están ya cerca de la Hacienda –en la pampa de “Los Guayos”-, forzosamente, don Berardo Rebaza debe ser jinete en su gran moro… Agitan los caballos, y al paso portantero de éstos van dejando atrás la pampa… Apenas son avistados, el “zonzo” de la Hacienda echa a “vuelo” la campana del caporal y todas las gentes –peones y sirvientes- paran las faenas y se congregan en el patio de la casa-hacienda.
Yo era todo oídos. Pese a las dificultades del terreno, Miguel hacía todo lo posible por estar siempre cerca de mí.
-… Con el sombrero echado para atrás, el liviano pañolón de cachemira al hombro y el semblante satisfecho, llega adelante doña Damiana… Feliz como nadie, chalaneando aparatosamente su fogoso moro, le sigue don Berardo.
Por nada del mundo cambiaría a este guía.
-… Una hora después, el caporal de la hacienda rinde cuentas a doña Damiana: ventas de café, de cacao, de coca, etc. El vaquero le informa de los nuevos críos. La semanera le pone al tanto de la vida de “Rayo”, del “Bandolero”, de la “Emperatriz” y de los pequeños “Jazmín” y “Lucero”. Así como también de los huevos que puso la “ceniza” y de los que reventó la “flor de habas”… Luego, generalmente satisfecha de todo, se cambia de ropa. La amplia falda será reemplazada por un plisado de bayeta; los zapatos, de factura chotana, por llanques de doble zuela… Se quedará sin blusa dejando al descubierto sus descomunales senos… y esa es la facha, señor, en que la puede usted encontrar cualquier día… Pero ella será siempre doña Damiana…
-Doña Damiana…
La configuración del terreno y el desarrollo del mismo camino, nos obligaron a separarnos momentáneamente. Miguel tomó por un chaquiñán. Al término de la pequeña bajada, y cerca del tambo donde debíamos pernoctar, nos volvimos a unir.
***
Vimos más cómodo y grato acampar al pie mismo de un frondoso chirimoyo, a cuyas cercanías crecen las salvias, las chamanas y las chupanillas. El tambo propiamente dicho es sólo un techo de paja y ramas, junto a unas enormes piedras cruzadas de largas y profundas aberturas por donde se deslizan cabalísticamente las ágiles lagartijas.
Experto en esta clase de menesteres, Miguel acomodó magníficamente todos nuestros trastos. Luego encendió la fogata.
Mientras crecían las llamas, fue por el agua fresca de una fuente cercana.
Cuando apareció la luna, como un leve arco brillante, sobre los cerros de la “Banda”, nosotros nos dispusimos a tomar sendos jarros de café al tizón.
Pusimos bastante leña en la fogata y cerca a ella colocamos la olleta de café.
No tardó en perderse detrás de los cerros el leve arco brillante, y los cerros, el cielo, todo, se cubrió de una honda tristeza.
De pronto, sobre nuestras cabezas, entre las ramas del chirimoyo, movió violentamente sus alas un pájaro extraño, haciendo caer sobre nosotros una lluvia de azahares…
-Vamos bien, señor. No habrá ni lluvia, ni viento, ni sol… -aseguró Miguel.
Todo era silencio y misterio en torno nuestro. La noche había tomado todo su señorío.
Hacía rato que Miguel había empezado a referirme el extraño caso de don Berardo Rebaza y de doña Damiana.
-… Cosas extrañas, señor, ocurren el estos mundos de ríos y cerros con alma…
-… Y de brujos, acaso…
-… La verdad, señor, que muchas cosas parecen de brujería… ¿por qué no?...
Miguel puso más café en los jarros.
***
“Hacía muchos años que la señora Esther viuda de Rebaza y sus tres menores hijos –Juan, Berardo y Esteban- dejaron la hacienda para ir a radicarse en Lima. Pese a las facilidades económicas y a los buenos deseos de la señora Esther, ninguno de los hijos llegó a adquirir carrera. Dos de ellos se conformaron con ser empleados públicos. EL otro se dedicó al comercio en pequeña escala por los pueblos del Centro. La hacienda, entretanto, pasaba de un administrador a otro, con graves perjuicios para la economía de la familia; en vista de lo cual, todos sus miembros estuvieron de acuerdo en que uno de los tres hijos de la señora Esther se pusiera al frente de la hacienda. Y el elegido fue don Berardo, en quien se reunían muchas excelentes condiciones: inteligencia, cultura, generosidad y entusiasmo. Y un primero de diciembre, llega don Berardo a su hacienda “El Cocotal”.
-… Usted no imagina, señor, lo que en ese día precisamente ocurrí en la hacienda… ¿Cómo va a usted a imaginarlo!... Le advierto que es una cosa simple y corriente… Pero, vamos a la casualidad…
“Aquel primero de diciembre, en la choza más miserable de todas las que están cerca de la casa hacienda, una mujer, robusta a pesar de todo, daba a luz el octavo hijo… Las chozas de los temples son esto: estrechez, suciedad, desnudez, hambre y enfermedades… Es decir, la desventura completa. En ese ambiente de absoluta miseria daba a luz su octavo hijo la chola Damiana”…
-… Hoy doña Damiana… la misma que usted ha visto hace pocas horas en la fila de “El Calvario”.
“El marido de la chola Damiana era uno de esos seres infelices de quienes todos tienen que burlarse. Andrés, que así se llamaba, era algo así como un papanatas. Además era pesado y flojo. Pero la Damiana le paría los hijos sin protesta ni arrepentimiento”
Miguel alentó la fogata y bebimos más café.
“A medida que pasaban los días, don Berardo iba conociendo a todas sus gentes. Por razones del trabajo, con unos más que con otros, iba estrechando sus relaciones. Pero una cosa llegó a sorprender a las gentes: la frecuencia con que don Berardo visitaba la choza de Andrés. “Seguro que don Berardo quiere sacarles un hijo para mandarlo a Lima”, satisfacían su curiosidad las sencillas gentes. Más adelante observaron que Andrés solo andaba en comisiones, a los potreros, a las haciendas vecinas y a la “Banda”. Y las gentes comentaban: “A este pobre sí que le sacó la pereza don Berardo”. Luego, en la choza de Andrés comenzó a sentirse cierto desahogo. Ya ninguno de los hijos de la chola Damiana mostraba sus flacas y huesudas piernecitas. “Para todos hay Dios”, decían sanamente las gentes. Los meses corrían. Un día don Berardo dispuso la conducción de productos de la hacienda hasta la distante estación de Chilete. En total, entre ida y vuelta, treinta días largos. Una mañana, arreando diez mulas cargadas, Andrés y cuatro arrieros más salieron con dirección al puerto cercano, El Tingo. Por la noche de aquel mismo día, todas las gentes de la hacienda se quedaron asombrados oyendo unos cantos al son de una guitarra en la misma puerta de la choza de Andrés”…
-… Sí, señor, era una serenata… Y quien la daba era nada menos que don Berardo, el hijo de doña Esther… El que usted ha visto en la fila de “El Calvario”…
“Y todas las noches, a la misma hora, iba don Berardo con su guitarra a cantarle a la chola Damiana. Después de quince días, más o menos, hubo un baile en la casa-hacienda. Los peones formaron una orquesta: rondines, una guitarra, hojas de “amarillo” y cajones. Don Berardo en persona atendía a todos sus “invitados” –Durante la fiesta, la chola Damiana fue objeto de todas las miradas. Y sin poder crédito a nada de lo que veían, los concurrentes se preguntaban: “¿Pero, cómo puede ser posible, Santo Dios? ….” Pero todo era absolutamente cierto.
-Francamente, señor, a veces hay que creer en brujerías… Aunque una vez oí a un señor muy ilustrado hablar de la influencia del ambiente, del clima, de la soledad, de los cerros, de las quebradas, de todas las cosas extrañas… Bueno, señor, yo no sé mucho de estas cosas…
“Una y dos veces más hubo baile en la casa-hacienda. Poco a poco las gentes se iban a acostumbrando a todo. Don Berardo cada vez se ponía más animoso y bueno. Llegaron al fin los arrieros. Andrés encontró transformada la casa. Ya no había camas en el suelo, y en uno de los rincones de la estrecha habitación había una mesita llena de platos y tazas de fierr4o enlozado. “El fruto de mi trabajo”, debió pensar escasamente Andrés”.
Miguel fue en busca de más troncos para la fogata, que a instantes parece extinguirse. Luego llenó los jarros con delicioso café al tizón.
“A quince leguas de la hacienda vivía la madre de la chola Damiana, doña Ceferina Ayaypoma.
Cuando hasta ella llegaron las novedades de su hija, viajó inmediatamente a la hacienda de la familia Rebaza. A poco de su llegada, cayó seriamente enfermo el pobre Andrés. “A Dios gracias que está aquí doña Ceferina, que es la mejor médica de estos mundos”, se conformaron las gentes. Pero Andrés se hinchaba cada día más y los dolores se hacían desesperantes. “Quién sabe le harían bien las lágrimas del “pate”. O las flores de la chamana”. Pero estando presente doña Ceferina, la más alta autoridad en materia de males extraños, ninguna otra persona podía intervenir. “Doña Ceferina lo tiene que sanar”, aseguraban algunos peones. Pero un día Andrés amaneció muerto. Y no fue necesario cavarle un hueco. La rápida descomposición de la carne no le dio tiempo para nada. Había que echarlo inmediatamente al río…”.
-… Así fue, señor,… Lo echaron al Marañón… Cómo iba el pobre… con la panza para arriba… Unos peones se lanzaron al agua dispuestos a sacarlo… pero el cadáver, señor, iba tan de prisa que no lo pudieron sacar… huía… huía…
Entre las ramas del chirimoyo volvió a mover sus alas el pájaro extraño y sobre nosotros cayó otra lluvia de azahares.
“Después de algunos días de la muerte de Andrés, doña Ceferina regresó a sus tierras llevándose a seis de sus nietos. AL siguiente día no más de la partida de doña Ceferina, su hija Damiana se instaló en la propia casa-hacienda. AL otro día, sobre el portón de la casa-hacienda aparecía en grandes caracteres este aviso: “SEPAN TODOS QUE A PARTIR DE HOY YA NO ES “LA CHOLA DAMIANA” SINO DOÑA DAMIANA”. Y desde aquel día todo empezó a cambiar en la hacienda. Se establecieron castigos humillantes, como el de ponerse de rodillas delante de doña Damiana. Y de día en día se agrandaba el poder de esta mujer. Nada se hacía en la hacienda sin consultar su voluntad. “·Lo que diga Damiana”, era la respuesta que don Berardo daba a toda demanda u oferta. En todo asunto, desde el más baladí hasta el más importante, quien decidía era doña Damiana.
-… “Lo que diga Damiana”. Sí, señor, ésa llegó a ser la ley de la hacienda… La única ley.
“Pero lo que más lamentaban las gentes es el cambio de carácter de don Berardo. Ya no era el hombre franco, generoso. Convertido en un verdadero esclavo de doña Damiana, resultaba para las demás gentes un déspota cruel. Infeliz del que no se mostrara atento y respetuoso con doña Damiana. Más infeliz aún el que se permitía decir algo contra ella. Definitivamente, de la hacienda desaparecieron la tranquilidad y la confianza”.
-… Pero la chocita de Andrés continuaba ahí… Un día alguien dijo haberlo visto entrar… Al otro día, doña Damiana en persona le prendía fuego… Y el fuego acabó hasta con los zapotes y guarangos que rodeaban la choza…
Ya no se levantan llamas de la fogata. Apenas si se veían saltar una que otra chispa de los pocos carbones encendidos. Miguel puso los últimos jarros de café.
“Con la desaparición de la choza de Andrés, parece que también acabó la chola Damiana y quedó, total y poderosa, DOÑA DAMIANA. Sólo reinaba su voluntad en forma terrible. Don Berardo no tenía ninguna significación para ella, salvo la de ser una especie de ente de quien disponía a su antojo. Se hablaba incluso de castigos corporales. Pero nada, absolutamente nada, indicaba que don Berardo se sintiera descontento. Por el contrario, en todos sus actos, en sus ojos, en todo, se revelaba la dicha…”.
-… Y las cosas no han cambiado, señor… Usted las acaba de ver en la fila de “El Calvario”… Qué será, señor… Los ríos, los cerros,… el aire…
El sueño empezó a rendir a Miguel. Y en la fogata no se veía una sola chispa.




miércoles, 10 de febrero de 2010

ESCRITO EN EL AIRE: Nuestras vidas son las historias...

Por José de Piérola Chávez


Una de las teorías contemporáneas sobre la formación del sujeto dice que no somos más que las historias que nos contamos sobre nosotros mismos. Este proceso, que tiene mucho de invención, sería la base de nuestra identidad. También somos aquellos juicios, preocupaciones e ideas recurrentes que aparecen en nuestra mente cuando la dejamos vagar por cuenta propia. Por último, la imagen que nos mira desde un espejo también afecta quiénes creemos que somos. Quizá sea cierto. Sin embargo, todo eso parece inspirado en la ficción, ya que en ésta, los personajes se crean a partir de tres técnicas muy parecidas: la acción, el mundo interior y el aspecto físico.
Retrato en guía telefónica (Alex Queral)


Según algunos críticos postmodernos, esta técnicas básicas —junto con otras que la ficción ha desarrollado durante miles de años— no son más que armatostes obsoletos que deberían tirarse al tacho de la literatura. En otra ocasión he señalado que quienes piensan de esta manera están inspirados por un positivismo tardío que ve en el arte un desarrollo lineal semejante al de la ciencia. Felizmente, la mayoría nos damos cuenta de que las cosas no son así. Sin embargo, valdría la pena poner a prueba estas técnicas tradicionales examinando la obra de un autor al que todo el mundo, inclusive sus críticos más severos, consideran postmoderno sin lugar a dudas. Me refiero a Paul Auster, de quien se dice que ha desmontado la Poética de Aristóteles, que escribe obras metaficcionales, que crea novelas que rompen con la estructura temporal, que cuestiona el papel del autor apareciendo como personaje en algunas de sus novelas (City of Glass, por ejemplo). Veamos cómo este autor postmoderno construye sus personajes en Oracle Night (La noche del oráculo), su onceava novela.Narrada en primera persona, la novela cuenta la historia de Sindey Orr —un escritor, como era de esperarse— que despierta después de una larga enfermedad, y que, como parte del proceso de recuperación, decide escribir una novela, cuyo texto aparece en La noche del oráculo, y que sirve de contrapunto con la vida personal de Sindey Orr y de los temas que plantea la narración principal. En la traducción de Benito Gómez Ibañez, ligeramente pulida para evitar distracciones, leemos en la primera página:


Empecé dando pequeños paseos, sin alejarme más de una o dos manzanas y luego volvía a casa. Entonces tenía treinta y cuatro años, pero a todos los efectos la enfermedad me había convertido en un anciano: uno de esos viejos medio paralizados y temblorosos que van arrastrando los pies y no pueden poner uno delante del otro sin antes decidir cuál es cuál.


En toda narración en primera persona la voz narrativa nos da una impresión clara del personaje que cuenta la historia. En nuestro ejemplo la primera oración tiene un carácter meramente informativo que no revela mucho. La segunda, por el contrario, resulta mucho más rica ya que pasa de la narración al monólogo interior.


Usualmente, cuando aparece en una narración de tercera persona, éste se resuelve con el discurso libre indirecto. En ambos casos, entramos al interior del personaje para ver desde allí el mundo exterior. Todo resulta coloreado, juzgado, inclusive sesgado por la consciencia del narrador. Sidney Orr, en este caso.


El monólogo interior usualmente se asocia con las novelas que lo convierten en su estructura básica —desde Notas desde el subsuelo de Dostoyevsky hasta Everything is Illuminated de Safran Foer— pero es una técnica narrativa que aparece en todas novelas. No hay mejor forma de mostrar la vida interior de un personaje (esa es una de las grandes diferencias entre el cine y la novela, a pesar de que ambos géneros cuenten historias).


En La noche del oráculo somos testigos constantes del mundo interior de su narrador. Más adelante, por ejemplo, cuando Sidney Orr empieza a creer que Grace, su esposa, le oculta un secreto, éste piensa: «No tenía el deber de juzgarla. Yo era su esposo, no un teniente de la policía moral, y estaba dispuesto a apoyarla».


Auster también usa la descripción física para construir sus personajes. En una nota a pie de página, que es como cuenta gran parte de la historia, Sidney Orr describe a Grace de la siguiente manera:Medía un metro setenta y dos centímetros, y pesaba cincuenta y siete kilos. Cuello esbelto, brazos y dedos largos, piel pálida y cabello rubio oscuro, más bien corto. Su pelo, según caí en cuenta más adelante, tenía cierto parecido con el de los dibujos del protagonista de El principito —un manojo de mechones rizados y en punta—, y esa asociación quizá ampliaba el aura un tanto andrógina que emanaba de Grace.


Es cierto que esta descripción, que no estaría fuera de lugar en una novela del siglo diecinueve, es un recurso un tanto irónico en las manos de Auster, en especial si aparece en una nota a pie de página, un recurso usualmente asociado a los textos académicos. Sin embargo, eso no quita que una vez al tanto de la ironía, el lector no quede con una cierta impresión de la apariencia de Grace, lo que contribuye a que la imaginemos como una persona real.


Finalmente, Auster también recurre a la acción, entendida como la manifestación física de un personaje, desde su voz hasta su interacción con el mundo que lo rodea. La novela dentro de la novela trata de Nick Bowen, un neoyorquino que después de salvarse de morir de milagro decide abandonarlo todo, por completo, para empezar de cero otra vez (el «imposible ideal» como lo llama Gwen Harwood en su poema «A Game of Chess»). Toma el primer avión que sale de Nueva York, y termina llegando a Kansas City, donde se amiga con Ed Victory, un taxista que en su tiempo libre dirige el «Buró Para la Preservación Histórica». Ésta es una de las primera escenas en la que vemos a Victory en acción:Fuerte y corpulento, con los tirantes colgando y el pantalón desabrochado, el único conocido de Nick en Kansas City está sentado en la cama con una pistola en la mano y apuntando al corazón del visitante.


Es la primera vez que amenazan a Bowen con una pistola, pero antes de que se asuste lo suficiente para salir de la habitación, Victory baja el arma y la deposita en la mesilla de noche.


Es usted, dice. El neoyorquino fulminado.


¿Esperaba problemas?, pregunta Nick, sintiendo tardíamente el terror de una posible bala en el pecho, aún cuando ya ha pasado el peligro.


Son tiempos difíciles, contesta Ed, y éste es un lugar difícil. Toda prudencia es poca.


Esta escena muestra cuán efectiva puede ser la acción —inclusive la más simple— para construir un personaje. Debido a que Victory deja la pistola en la mesa de noche, sabemos que está acostumbrado a ese gesto, tanto, que se ha convertido en un acto casi automático, como quitarse los anteojos. También el hecho de que no le ponga seguro, nos dice que todavía espera usarla otra vez, quizá para defender su vida. Ed Victory se vuelve un personaje mucho más interesante y misterioso. El hecho de que Victory tenga sesenta y siete años, y todavía siga tan alerta en un «lugar difícil», también conecta temáticamente con el comentario de Sidney Orr al principio de la novela.


Pronto descubrimos que el «Buró» no es más que una inmensa colección de antiguas guías telefónicas de todo el mundo. Una imagen que, además del tono borgiano, nos remite a Todos los nombres de José Saramago, donde Senhor José tiene acceso a los nombres de todas las personas que una vez vivieron en su pueblo. Como Victory, también es un pequeño dios que tiene al alcance de la mano el último vestigio de los que fueron. El nombre es uno de los primeros atributos de una persona así como del personaje literario. Cuando todo lo demás se ha olvidado, cuando quizá el propietario no sea más que cenizas arrastradas por el viento, lo que queda es su nombre, que persiste en un papel aunque a nadie le importe.


Estos ejemplos me parecen suficientes para aceptar que Auster, a pesar de sus intachables credenciales postmodernas, sigue usando técnicas narrativas tradicionales para construir sus personajes. Por supuesto, mi intención está muy lejos de desacreditar a Auster. Todo lo contrario, creo que es uno de los escritores postmodernos que con más juicio toma prestadas las técnicas narrativas clásicas para combinarlas con estructuras narrativas contemporáneas, cosa que lo ha convertido en uno de los autores norteamericanos más reconocidos. Hay escritores, como Kundera, que evitan la descripción física. Pero las otras dos técnicas —la revelación del mundo interior y las acciones— son fundamentales para toda novela, inclusive las postmodernas. Aunque cada vez que leo este término pienso en El Quijote, pero quizá ese sea tema para otra semana. Mientras tanto, espero que disfruten la lectura de La noche del oráculo.

jueves, 4 de febrero de 2010

HOMENAJE: Arquímedes Ariosto Chávez Sánchez

He tenido que posponer tareas diversas para rendir homenaje al profesor Arquímedes Ariosto Sánchez Chávez “Quime”. Hace unos días, el 24 de enero último ha fallecido a la edad de 71 años en la ciudad de Celendín.

Siempre tuvo interés por expresar su sentimiento y reflexiones a través de la palabra. Por la década del setenta, junto a otros profesores de Educación Primaria batalló en el periódico “El Golpe” y en la revista “Marañón”, publicaciones hechas a pulso, con pasión y entrega y que marcaron épocas epónimas en la cultura celendina.


Arquímedes publicó dos libros en ediciones personales muy modestas: Glosario shilico (1998) e Ingenuidades pueblerinas (2005). Conversé con él en su casa, vivía solo, en el mes de febrero de 2004. Sus temas penetrados de un nivel crítico no dejaban de sostenerse en la sátira. En sus libros, la anécdota, la ocurrencia, el cotidiano y vital discurrir de la gente de estirpe popular, se condensa constantemente en el humor. Esta particularidad muy genuina de su escritura está colmada de agudeza y a veces mordacidad.

Su legado forma ya parte –aunque hay detractores negligentes que califican como vulgares los libros de Arquímedes- del corpus aún no registrado de la literatura celendina.

Este no es un homenaje póstumo, reitera mi reconocimiento a su palabra, pues en el espacio cibernético “Espina de Maram” y en “Fuscán” impreso número 13 hay algunos cometarios a su obra.

Jorge Horna

Lima, 2 de febrero de 2010 (día celebrante de la Virgen Candelaria de la comunidad campesina de Poyunte).

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A paso seguido y firme, un texto de Arquímedes Sánchez, de su libro Ingenuidades pueblerinas.


Pedro Riobamba

Pedro Marín –entre shilicos conocido como Pedro Riobamba-, connatural de este pueblo, de ocupación negociante y componedor de sombreros, era personaje algo esbelto y blancón, de barba rala y rubia y boca dispuesta a decir sencilleces.

Singular aficionado a los gallos de pelea; por su situación personal, fue el hazmerreír en cada jugada gallera, realizada dentro y a veces fuera del coliseo, por la forma disparatada de sus expresiones y especial configuración humana.

Los galleros: Florcita, Canshul Calla, Chancito, Geonías Silva, Pancho Silva, Toro Félix, Termópilo Mori, Ño shillido, don Orestes, el zarco Serapio y otros tantos contertulios, tenían especial afecto por Riobamba.

En tiempo ido, visitó Celendin, su tierra querida, el doctor Artidoro Cáceres -cirujano de renombre nacional-, quien luego de pasar largas horas de conversación familiar, tomó ligero tiempo para volver a vieja distracción: la pelea de gallos. Dirigió sus pasos hacia la gallera, ubicada en el seño del local municipal y por el camino, de chiripa, tomó la compañía de Pedro Riobamba, conocido suyo.

Colmado estaba el recinto gallero de bullangueros aficionados que, espectaban enfurecida pelea de animales. Momentáneamente, ocurrió inusual silencio, pues, la presencia del afamado galeno, fue notoria. El momento ofreció bella oportunidad a Riobamba para dar lustre a su sencilla persona. Por esta simple suerte, de pie en la parte más alta de la galería, con particular acento, dejó escuchar pocas, pero bien pronunciadas palabras:
Para que vean…Pedro Marín no se abraza, menos acompaña a… guarditas

Prosiguió:
Estoy con mi Doctor…”El Orejón” Cáceres.

Especial simplonería, motivó bullicioso festejo de todos los galleros, y el doctor Cáceres, palmeando suavemente la espalda de Riobamba, solamente dijo con pulcra voz:

¡Gracias Pedrito!



lunes, 1 de febrero de 2010

ESCRITO EN EL AIRE: José de Piérola

LEYENDO AMSTERDAM
Por José de Piérola Chávez


El ser humano usualmente no puede elegir dos de los eventos más importantes de su vida. No elegimos, por supuesto, el nacer. Escapa nuestro control, pero, sin embargo, al ubicarnos en un lugar, un tiempo y en determinado entorno social, condiciona gran parte de nuestras vidas. Tampoco podemos elegir el otro evento, la muerte, a pesar de que es el más importante de nuestra existencia ya que, cuando ocurre, la niega de manera absoluta y para siempre. Quizá por eso la literatura ha tenido una fascinación constante con la muerte. En español, desde las «Coplas» de Jorge Manrique, hasta Pedro Páramo de Juan Rulfo, sólo para mencionar dos maestros.
Hay quienes le han querido ganar la partida a la muerte porque ésta se niega a llegar cuando la vida parece insoportable. Virginia Woolf, Alfonsina Storni, Alejandra Pizarnik, entre otras. Pero inclusive quienes aceptamos que el evento supremo de nuestra existencia sea decidido por un poder invisible, misterioso, quizá aleatorio, no estamos exentos del temor de que nuestros últimos años transcurran sumidos en la indignidad sin que podamos hacer nada para evitarlo. Las formas de demencia senil, la degeneración vascular, el Alzheimer, son pesadillas que nos acechan a todos.

Duelo después de una mascarada por Jean Léon Gérôme.

Es precisamente el tema central de Amsterdam de Ian McEwan. La novela empieza cuando dos hombres de mediana edad asisten al entierro de una mujer que fue amante de ambos en épocas diferentes. Molly Lane, que así se llama ella, ha muerto después de sufrir una denegación vascular galopante que la condena a un final que, al ver de los ingleses, resulta degradante. Los dos amantes, Clive Linley, un compositor de música clásica, y Vernon Halliday, editor de un periódico importante, que además son muy buenos amigos, se preguntan qué pasaría si uno de ellos se viera afectado por un mal semejante. Esta pregunta se convierte en el motor de la novela. Páginas después, quizá unas cincuenta, la solución parece obvia: decidir de antemano que alguien los ayude a bien morir antes de que caigan por completo en la indignidad. Los dos amigos cierran un pacto.
Todo esto queda claro en los primeros capítulos, aunque da la impresión de que el tema mismo podría ser un mordisco demasiado grande para una novela que no llega a las doscientas páginas. Resulta más preocupante todavía cuando descubrimos que Amsterdam es mucho más ambiciosa todavía. No contenta con explorar la responsabilidad ética de quien tiene que decidir la muerte de un ser humano por su propio bien, también pone en la bandeja narrativa otras preocupaciones: el eterno debate entre vanguardia y tradición, el egocentrismo del artista, el tenue velo que separa la vida pública de la vida privada, los límites del imperativo moral, sólo para nombrar unos pocos. ¿Es posible decir algo sobre todos estos temas en una novela corta sin ser prescriptivo ni dejar de ser interesante?
Empecé a leer Amsterdam en 1999. Descubrí Ian McEwan como he descubierto casi todos mis autores favoritos desde la época de la secundaria. Una suerte de rebelión permanente me impide seguir a pie juntillas recomendaciones sobre lecturas, en especial las de los críticos, aunque no tenga nada contra ellos. Se trata del temor de que el juicio de otros empañe mi experiencia. De modo que siempre prefiero hurgar entre libros, revisando autores de los que no he oído hablar, dejando que las primeras palabras de sus textos sean su mejor carta de presentación. Encontré Amsterdam, un libro de pequeño formato, en uno de los anaqueles de una librería de La Jolla, donde vivía entonces.
Lo llevé, junto con otra media docena de libros, a uno de los sillones más lejanos, donde pensaba revisarlos con calma. No recuerdo los otros títulos porque Amsterdam me capturó de tal manera que leí casi la mitad de la novela sin moverme del sillón. Es un efecto que me causa inmensa satisfacción, y que, en su momento, también tuvieron Wislawa Szymborska, Cormac McCarthy (cuando todavía no lo habían llevado al cine), Francine Prose e Ismail Kadaré, sólo para nombrar algunos. ¿En qué consiste el poder de persuasión de Amsterdam?
En primer lugar, y sobre todo, en el tono de sátira social, finamente hilada en el entramado de todo el texto de la novela, parecido al que emplea Jonathan Swift en Una modesta proposición. Pero el oficio de Ian McEwan va mucho más allá, y quizá valdría la pena mencionar dos técnicas narrativas que lo demuestran. La primera es la que Henry James llamó el «personaje reflector», y que después Gerard Genette rebautizó como «focalización», que no es más que la perspectiva desde la cual se ven los eventos narrados. El primer capítulo de Amsterdam abre con: «Dos ex amantes de Molly Lane esperaban afuera de la capilla del crematorio dándole la espalda al frío de febrero.» Esta primera oración sitúa el punto de vista narrativo en tercera persona. Vemos a los amantes desde fuera, y aunque las líneas que siguen sugieren un narrador muy afín a ellos, éste no se identifica con ninguno.
Una página después, McEwan focaliza la narración en Clive de una manera muy simple. Empieza un párrafo nuevo con: «Clive Linley había sido el primero en conocer a Molly, en la época en que ambos eran estudiantes el año 68, cuando vivieron juntos en una casa caótica y cambiante situada en Vale of Health». Sabemos que hay focalización, a pesar de que la narración continúa en tercera persona, porque la sensibilidad del narrador se ha fundido con la de Clive, vemos el mundo a través de los ojos de éste. En la página siguiente, la focalización cambia a Vernon. Después de un diálogo cuya atribución es: «Dijo Vernon Halliday», el narrador continúa: «Había vivido con ella en París, el año 74, cuando él tuvo su primer trabajo en Reuters y Molly hacía algo para Vogue». La última parte, sobre todo, deja claro que estamos viendo el mundo desde la perspectiva de Vernon, que no supo en qué consistía, ni se interesó nunca en el trabajo de Molly.
Esta técnica narrativa no es nueva. Ya la practicaban Austen y Flaubert. Pero lo que en ellos a veces se lee todavía como un artificio, en Amsterdam es ya un mecanismo invisible que permite alternar las conciencias desde las que se ve el mundo narrado, dotando a la novela de un extraordinario poder de persuasión. También ayuda que Clive Linley sea un compositor cuyo estilo está en conflicto con las ideas al uso de lo que debe ser la música clásica contemporánea. Y que Vernon Halliday, como editor de un importante periódico, tenga que tomar una decisión ética que puede afectar la vida política de su país.
La otra técnica narrativa importante es la estructura de la novela. De hecho, hojeándola, uno no puede dejar de pensar en Milan Kundera, quien también divide la mayoría de sus novelas en capítulos, y éstos en secciones. En El arte de la novela, Kundera plantea que la «arquitectura» de sus novelas tiene un claro paralelo con la música. Amsterdam está dividida en cinco capítulos, cada uno de los cuales tiene 2, 5, 3, 6 y 6 secciones, respectivamente. Esta división tiene como objeto crear pausas que amplifiquen la sensación de tiempo vivido, creando un efecto semejante al que consigue Alessandro Baricco en Seda. Sin embargo, como es el caso en las novelas de Kundera, da la impresión de que Amsterdam también sigue una estructura musical. El primer capítulo es la obertura que plantea los temas básicos que después se exploran en contrapunto en los cuatro capítulos siguientes.
Amsterdam es una novela corta pero su experto manejo narrativo amerita una lectura cuidadosa. Ian McEwan se da el lujo de explorar «hasta el límite», como diría Kundera, los temas que aborda, pero sin dejar nunca el registro de sátira social, lo cual también le permite mantener la levedad que sugiere Italo Calvino. ¿Llegan a cumplir su promesa los dos amigos? Es algo que dejo en el aire para que, si tienen la ocasión, lo averigüen ustedes mismos.