miércoles, 17 de febrero de 2010

CUENTO: Alfonso Peláez Bazán

Con este cuento terminamos de publicar el conjunto publicado en la única edición de ESPINA DE MARAM (Talleres Gráficos P.L. Villanueva, S.A., 1961) que incluyó, además del cuento cuyo nombre lleva nuestro blog literario, a Braulio, Clara, Tres Caras, Doña Damiana e Higinio. En esta página, en ESPINA DE MARAM, en la asociación Celendín Pueblo Mágico (CPM), abrigamos la esperanza de que estas publicaciones sirvan para algún académico que se aboque al estudio de este gran literato celendino, que trata con gran propiedad el espíritu de las gentes de Celendín y su área de influencia. Seguimos lamentando la ingratitud de nuestras autoridades, sobre todo las educacionales, que no le dan la debida relevancia a un escritor de la magnitud de Peláez Bazán ¿Cómo pretendemos cultivar valores si olvidamos a nuestros grandes personajes? ¿De dónde van a tomar ejemplo las nuevas generaciones? Y no nos cansaremos de insistir en que se deben cambiar los nombres de las calles que no tienen ninguna significación por los de los hombres epónimos de la provincia. ¿Cuando habrá una calle que lleve el nombre merecido de nuestro gran escritor? (NdlR).

DOÑA DAMIANA
Alfonso Peláez Bazán
A punto de vencer la empinada cuesta de "El Calvario", de pronto vimos aparecer por la fila un extraño conjunto de personas y animales. Adelante y a pie, venía un hombre jalando del cabrestillo un hermoso caballo negro, cabalgado por una mujer. Enseguida, ensillado, pero sin jinete, un arrogante moro. Cerraba filas el arriero, con su alforjita y su poncho al hombro.
Pero solo estando a pocos pasos del conjunto, pudimos apreciar toda su particularidad y todo su colorido.

"Chola" por Florencia Cassano.

El hombre de adelante era más bien bajo que alto, de contextura regular, color blanco, cabellos rubios, ojos verdes. Un buen tipo racial. Llevaba puestas botas granaderas, pantalón de casimir caqui, casaca de cuero, casco y una pistola al cinto. No se podía pensar menos que en un hacendado.
Ella… Bueno, desilusionaos a tiempo. No era lo que con bastante fundamento podríais imaginar: una reina, una princesa o cosa parecida… Y la razón os sobraría, en verdad. Claro, con una palafrenero como el que acabáis de conocer, ¿en qué otra cosa se puede pensar?... Y de que las cosas sean bien distintas, ni vosotros ni yo somos culpables.
De todos modos, tendréis que conocerla. Terriblemente corpulenta y de facciones toscas. Tal vez adiposa. Expresión dura. Cabellos oscuros y abundantes, recogidos groseramente en dos largas trenzas que descansaban pesadamente sobre sus anchas espaldas. Amplia falda granate, llena de cintillos y otros adornos, una blusa azul adornada con blondas y botones de vidrio, unos tremendos zapatos color bayo y de profusa botonadura, y un sombrero shilico con ancha y lustrosa cinta negra.
El mocetón que va de arriero nada tiene de extraordinario. Igual que todos los cholos de estos mundos, lleva al hombro su alforjita parda y su poncho a rayas.
Mi guía y yo nos pusimos inmediatamente a la vera del camino para dar paso a la sin par caravana. Todos cambiamos frases y miradas.
-¡Salud, señor!...
-¡Felicidades, caballero!...
-¡Buen viaje, señora!...
-¡Adiós, patrón!...
En los desolados caminos de nuestras serranías, esas escenas cobran emotividad y belleza raras.
Cuando la caravana torcía el primer quengo de la cuesta, nosotros volteábamos la fila.
***
Miguel –tal el nombre del guía- es un simpático mozo de unos treinta años a lo sumo. Es de estos mundos y les conoce todas sus historias y secretos. Se sabe el nombre de todos los cerros y quebradas. Y está al tanto de los vientos y de las lunas.
Antes que yo le preguntara por las gentes que acababan de cruzarse con nosotros, él se adelantó:
-Acaba de ver usted a doña Damiana… Sí, señor, a doña Damiana en persona…
Como Miguel notara mi sorpresa, sorprendido a su vez, me preguntó:
-… ¿No sabía usted quién es doña Damiana?...
-Doña Damiana… Francamente que no, Miguel.
Este se detuvo en medio del angosto caminito, golpeó dos y tres veces el calero en el nudo del pulgar, y mirándome a los ojos, siguió hablando:
-… Es raro… En toda la región, y más allá de la región, no hay nombre más conocido que el de doña Damiana… Aún los que vienen de muy lejos saben que existe doña Damiana…
Se volvió a detener y miró por los confines azules y dorados. El maravilloso espectáculo de las cumbres, tocando el cielo, parecía fascinarlo.
-… Pero no me dirá usted que no le ha llamado la atención verlos cómo van…
-¿A quién podría dejar de sorprenderlo, Miguel?...
Este se guardó el calero y siguió la marcha.
-… Por estos caminos, y por los de la “Banda”, es corriente encontrarlos así… Don Berardo Rebaza a pie y llevando del cabestro el caballo que monta doña Damiana… Ella lo dispone así cada vez que se le antoja… Y don Berardo Rebaza jamás la contraría… Una piedra en el camino o una rama inclinada sobre el mismo serán en cualquier momento motivos suficientes para poner en tierra a don Berardo… Volverá a cabalgar cuando ella lo disponga…
Debí haber lanzado una fuerte interjección.
Miguel se detuvo y volvió la cara hacia mí.
-… Y todas las jornadas del viaje son iguales: las mismas atenciones, los mismos cuidados y los mismos caprichos… Y cuando al fin están ya cerca de la Hacienda –en la pampa de “Los Guayos”-, forzosamente, don Berardo Rebaza debe ser jinete en su gran moro… Agitan los caballos, y al paso portantero de éstos van dejando atrás la pampa… Apenas son avistados, el “zonzo” de la Hacienda echa a “vuelo” la campana del caporal y todas las gentes –peones y sirvientes- paran las faenas y se congregan en el patio de la casa-hacienda.
Yo era todo oídos. Pese a las dificultades del terreno, Miguel hacía todo lo posible por estar siempre cerca de mí.
-… Con el sombrero echado para atrás, el liviano pañolón de cachemira al hombro y el semblante satisfecho, llega adelante doña Damiana… Feliz como nadie, chalaneando aparatosamente su fogoso moro, le sigue don Berardo.
Por nada del mundo cambiaría a este guía.
-… Una hora después, el caporal de la hacienda rinde cuentas a doña Damiana: ventas de café, de cacao, de coca, etc. El vaquero le informa de los nuevos críos. La semanera le pone al tanto de la vida de “Rayo”, del “Bandolero”, de la “Emperatriz” y de los pequeños “Jazmín” y “Lucero”. Así como también de los huevos que puso la “ceniza” y de los que reventó la “flor de habas”… Luego, generalmente satisfecha de todo, se cambia de ropa. La amplia falda será reemplazada por un plisado de bayeta; los zapatos, de factura chotana, por llanques de doble zuela… Se quedará sin blusa dejando al descubierto sus descomunales senos… y esa es la facha, señor, en que la puede usted encontrar cualquier día… Pero ella será siempre doña Damiana…
-Doña Damiana…
La configuración del terreno y el desarrollo del mismo camino, nos obligaron a separarnos momentáneamente. Miguel tomó por un chaquiñán. Al término de la pequeña bajada, y cerca del tambo donde debíamos pernoctar, nos volvimos a unir.
***
Vimos más cómodo y grato acampar al pie mismo de un frondoso chirimoyo, a cuyas cercanías crecen las salvias, las chamanas y las chupanillas. El tambo propiamente dicho es sólo un techo de paja y ramas, junto a unas enormes piedras cruzadas de largas y profundas aberturas por donde se deslizan cabalísticamente las ágiles lagartijas.
Experto en esta clase de menesteres, Miguel acomodó magníficamente todos nuestros trastos. Luego encendió la fogata.
Mientras crecían las llamas, fue por el agua fresca de una fuente cercana.
Cuando apareció la luna, como un leve arco brillante, sobre los cerros de la “Banda”, nosotros nos dispusimos a tomar sendos jarros de café al tizón.
Pusimos bastante leña en la fogata y cerca a ella colocamos la olleta de café.
No tardó en perderse detrás de los cerros el leve arco brillante, y los cerros, el cielo, todo, se cubrió de una honda tristeza.
De pronto, sobre nuestras cabezas, entre las ramas del chirimoyo, movió violentamente sus alas un pájaro extraño, haciendo caer sobre nosotros una lluvia de azahares…
-Vamos bien, señor. No habrá ni lluvia, ni viento, ni sol… -aseguró Miguel.
Todo era silencio y misterio en torno nuestro. La noche había tomado todo su señorío.
Hacía rato que Miguel había empezado a referirme el extraño caso de don Berardo Rebaza y de doña Damiana.
-… Cosas extrañas, señor, ocurren el estos mundos de ríos y cerros con alma…
-… Y de brujos, acaso…
-… La verdad, señor, que muchas cosas parecen de brujería… ¿por qué no?...
Miguel puso más café en los jarros.
***
“Hacía muchos años que la señora Esther viuda de Rebaza y sus tres menores hijos –Juan, Berardo y Esteban- dejaron la hacienda para ir a radicarse en Lima. Pese a las facilidades económicas y a los buenos deseos de la señora Esther, ninguno de los hijos llegó a adquirir carrera. Dos de ellos se conformaron con ser empleados públicos. EL otro se dedicó al comercio en pequeña escala por los pueblos del Centro. La hacienda, entretanto, pasaba de un administrador a otro, con graves perjuicios para la economía de la familia; en vista de lo cual, todos sus miembros estuvieron de acuerdo en que uno de los tres hijos de la señora Esther se pusiera al frente de la hacienda. Y el elegido fue don Berardo, en quien se reunían muchas excelentes condiciones: inteligencia, cultura, generosidad y entusiasmo. Y un primero de diciembre, llega don Berardo a su hacienda “El Cocotal”.
-… Usted no imagina, señor, lo que en ese día precisamente ocurrí en la hacienda… ¿Cómo va a usted a imaginarlo!... Le advierto que es una cosa simple y corriente… Pero, vamos a la casualidad…
“Aquel primero de diciembre, en la choza más miserable de todas las que están cerca de la casa hacienda, una mujer, robusta a pesar de todo, daba a luz el octavo hijo… Las chozas de los temples son esto: estrechez, suciedad, desnudez, hambre y enfermedades… Es decir, la desventura completa. En ese ambiente de absoluta miseria daba a luz su octavo hijo la chola Damiana”…
-… Hoy doña Damiana… la misma que usted ha visto hace pocas horas en la fila de “El Calvario”.
“El marido de la chola Damiana era uno de esos seres infelices de quienes todos tienen que burlarse. Andrés, que así se llamaba, era algo así como un papanatas. Además era pesado y flojo. Pero la Damiana le paría los hijos sin protesta ni arrepentimiento”
Miguel alentó la fogata y bebimos más café.
“A medida que pasaban los días, don Berardo iba conociendo a todas sus gentes. Por razones del trabajo, con unos más que con otros, iba estrechando sus relaciones. Pero una cosa llegó a sorprender a las gentes: la frecuencia con que don Berardo visitaba la choza de Andrés. “Seguro que don Berardo quiere sacarles un hijo para mandarlo a Lima”, satisfacían su curiosidad las sencillas gentes. Más adelante observaron que Andrés solo andaba en comisiones, a los potreros, a las haciendas vecinas y a la “Banda”. Y las gentes comentaban: “A este pobre sí que le sacó la pereza don Berardo”. Luego, en la choza de Andrés comenzó a sentirse cierto desahogo. Ya ninguno de los hijos de la chola Damiana mostraba sus flacas y huesudas piernecitas. “Para todos hay Dios”, decían sanamente las gentes. Los meses corrían. Un día don Berardo dispuso la conducción de productos de la hacienda hasta la distante estación de Chilete. En total, entre ida y vuelta, treinta días largos. Una mañana, arreando diez mulas cargadas, Andrés y cuatro arrieros más salieron con dirección al puerto cercano, El Tingo. Por la noche de aquel mismo día, todas las gentes de la hacienda se quedaron asombrados oyendo unos cantos al son de una guitarra en la misma puerta de la choza de Andrés”…
-… Sí, señor, era una serenata… Y quien la daba era nada menos que don Berardo, el hijo de doña Esther… El que usted ha visto en la fila de “El Calvario”…
“Y todas las noches, a la misma hora, iba don Berardo con su guitarra a cantarle a la chola Damiana. Después de quince días, más o menos, hubo un baile en la casa-hacienda. Los peones formaron una orquesta: rondines, una guitarra, hojas de “amarillo” y cajones. Don Berardo en persona atendía a todos sus “invitados” –Durante la fiesta, la chola Damiana fue objeto de todas las miradas. Y sin poder crédito a nada de lo que veían, los concurrentes se preguntaban: “¿Pero, cómo puede ser posible, Santo Dios? ….” Pero todo era absolutamente cierto.
-Francamente, señor, a veces hay que creer en brujerías… Aunque una vez oí a un señor muy ilustrado hablar de la influencia del ambiente, del clima, de la soledad, de los cerros, de las quebradas, de todas las cosas extrañas… Bueno, señor, yo no sé mucho de estas cosas…
“Una y dos veces más hubo baile en la casa-hacienda. Poco a poco las gentes se iban a acostumbrando a todo. Don Berardo cada vez se ponía más animoso y bueno. Llegaron al fin los arrieros. Andrés encontró transformada la casa. Ya no había camas en el suelo, y en uno de los rincones de la estrecha habitación había una mesita llena de platos y tazas de fierr4o enlozado. “El fruto de mi trabajo”, debió pensar escasamente Andrés”.
Miguel fue en busca de más troncos para la fogata, que a instantes parece extinguirse. Luego llenó los jarros con delicioso café al tizón.
“A quince leguas de la hacienda vivía la madre de la chola Damiana, doña Ceferina Ayaypoma.
Cuando hasta ella llegaron las novedades de su hija, viajó inmediatamente a la hacienda de la familia Rebaza. A poco de su llegada, cayó seriamente enfermo el pobre Andrés. “A Dios gracias que está aquí doña Ceferina, que es la mejor médica de estos mundos”, se conformaron las gentes. Pero Andrés se hinchaba cada día más y los dolores se hacían desesperantes. “Quién sabe le harían bien las lágrimas del “pate”. O las flores de la chamana”. Pero estando presente doña Ceferina, la más alta autoridad en materia de males extraños, ninguna otra persona podía intervenir. “Doña Ceferina lo tiene que sanar”, aseguraban algunos peones. Pero un día Andrés amaneció muerto. Y no fue necesario cavarle un hueco. La rápida descomposición de la carne no le dio tiempo para nada. Había que echarlo inmediatamente al río…”.
-… Así fue, señor,… Lo echaron al Marañón… Cómo iba el pobre… con la panza para arriba… Unos peones se lanzaron al agua dispuestos a sacarlo… pero el cadáver, señor, iba tan de prisa que no lo pudieron sacar… huía… huía…
Entre las ramas del chirimoyo volvió a mover sus alas el pájaro extraño y sobre nosotros cayó otra lluvia de azahares.
“Después de algunos días de la muerte de Andrés, doña Ceferina regresó a sus tierras llevándose a seis de sus nietos. AL siguiente día no más de la partida de doña Ceferina, su hija Damiana se instaló en la propia casa-hacienda. AL otro día, sobre el portón de la casa-hacienda aparecía en grandes caracteres este aviso: “SEPAN TODOS QUE A PARTIR DE HOY YA NO ES “LA CHOLA DAMIANA” SINO DOÑA DAMIANA”. Y desde aquel día todo empezó a cambiar en la hacienda. Se establecieron castigos humillantes, como el de ponerse de rodillas delante de doña Damiana. Y de día en día se agrandaba el poder de esta mujer. Nada se hacía en la hacienda sin consultar su voluntad. “·Lo que diga Damiana”, era la respuesta que don Berardo daba a toda demanda u oferta. En todo asunto, desde el más baladí hasta el más importante, quien decidía era doña Damiana.
-… “Lo que diga Damiana”. Sí, señor, ésa llegó a ser la ley de la hacienda… La única ley.
“Pero lo que más lamentaban las gentes es el cambio de carácter de don Berardo. Ya no era el hombre franco, generoso. Convertido en un verdadero esclavo de doña Damiana, resultaba para las demás gentes un déspota cruel. Infeliz del que no se mostrara atento y respetuoso con doña Damiana. Más infeliz aún el que se permitía decir algo contra ella. Definitivamente, de la hacienda desaparecieron la tranquilidad y la confianza”.
-… Pero la chocita de Andrés continuaba ahí… Un día alguien dijo haberlo visto entrar… Al otro día, doña Damiana en persona le prendía fuego… Y el fuego acabó hasta con los zapotes y guarangos que rodeaban la choza…
Ya no se levantan llamas de la fogata. Apenas si se veían saltar una que otra chispa de los pocos carbones encendidos. Miguel puso los últimos jarros de café.
“Con la desaparición de la choza de Andrés, parece que también acabó la chola Damiana y quedó, total y poderosa, DOÑA DAMIANA. Sólo reinaba su voluntad en forma terrible. Don Berardo no tenía ninguna significación para ella, salvo la de ser una especie de ente de quien disponía a su antojo. Se hablaba incluso de castigos corporales. Pero nada, absolutamente nada, indicaba que don Berardo se sintiera descontento. Por el contrario, en todos sus actos, en sus ojos, en todo, se revelaba la dicha…”.
-… Y las cosas no han cambiado, señor… Usted las acaba de ver en la fila de “El Calvario”… Qué será, señor… Los ríos, los cerros,… el aire…
El sueño empezó a rendir a Miguel. Y en la fogata no se veía una sola chispa.




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