lunes, 1 de febrero de 2010

ESCRITO EN EL AIRE: José de Piérola

LEYENDO AMSTERDAM
Por José de Piérola Chávez


El ser humano usualmente no puede elegir dos de los eventos más importantes de su vida. No elegimos, por supuesto, el nacer. Escapa nuestro control, pero, sin embargo, al ubicarnos en un lugar, un tiempo y en determinado entorno social, condiciona gran parte de nuestras vidas. Tampoco podemos elegir el otro evento, la muerte, a pesar de que es el más importante de nuestra existencia ya que, cuando ocurre, la niega de manera absoluta y para siempre. Quizá por eso la literatura ha tenido una fascinación constante con la muerte. En español, desde las «Coplas» de Jorge Manrique, hasta Pedro Páramo de Juan Rulfo, sólo para mencionar dos maestros.
Hay quienes le han querido ganar la partida a la muerte porque ésta se niega a llegar cuando la vida parece insoportable. Virginia Woolf, Alfonsina Storni, Alejandra Pizarnik, entre otras. Pero inclusive quienes aceptamos que el evento supremo de nuestra existencia sea decidido por un poder invisible, misterioso, quizá aleatorio, no estamos exentos del temor de que nuestros últimos años transcurran sumidos en la indignidad sin que podamos hacer nada para evitarlo. Las formas de demencia senil, la degeneración vascular, el Alzheimer, son pesadillas que nos acechan a todos.

Duelo después de una mascarada por Jean Léon Gérôme.

Es precisamente el tema central de Amsterdam de Ian McEwan. La novela empieza cuando dos hombres de mediana edad asisten al entierro de una mujer que fue amante de ambos en épocas diferentes. Molly Lane, que así se llama ella, ha muerto después de sufrir una denegación vascular galopante que la condena a un final que, al ver de los ingleses, resulta degradante. Los dos amantes, Clive Linley, un compositor de música clásica, y Vernon Halliday, editor de un periódico importante, que además son muy buenos amigos, se preguntan qué pasaría si uno de ellos se viera afectado por un mal semejante. Esta pregunta se convierte en el motor de la novela. Páginas después, quizá unas cincuenta, la solución parece obvia: decidir de antemano que alguien los ayude a bien morir antes de que caigan por completo en la indignidad. Los dos amigos cierran un pacto.
Todo esto queda claro en los primeros capítulos, aunque da la impresión de que el tema mismo podría ser un mordisco demasiado grande para una novela que no llega a las doscientas páginas. Resulta más preocupante todavía cuando descubrimos que Amsterdam es mucho más ambiciosa todavía. No contenta con explorar la responsabilidad ética de quien tiene que decidir la muerte de un ser humano por su propio bien, también pone en la bandeja narrativa otras preocupaciones: el eterno debate entre vanguardia y tradición, el egocentrismo del artista, el tenue velo que separa la vida pública de la vida privada, los límites del imperativo moral, sólo para nombrar unos pocos. ¿Es posible decir algo sobre todos estos temas en una novela corta sin ser prescriptivo ni dejar de ser interesante?
Empecé a leer Amsterdam en 1999. Descubrí Ian McEwan como he descubierto casi todos mis autores favoritos desde la época de la secundaria. Una suerte de rebelión permanente me impide seguir a pie juntillas recomendaciones sobre lecturas, en especial las de los críticos, aunque no tenga nada contra ellos. Se trata del temor de que el juicio de otros empañe mi experiencia. De modo que siempre prefiero hurgar entre libros, revisando autores de los que no he oído hablar, dejando que las primeras palabras de sus textos sean su mejor carta de presentación. Encontré Amsterdam, un libro de pequeño formato, en uno de los anaqueles de una librería de La Jolla, donde vivía entonces.
Lo llevé, junto con otra media docena de libros, a uno de los sillones más lejanos, donde pensaba revisarlos con calma. No recuerdo los otros títulos porque Amsterdam me capturó de tal manera que leí casi la mitad de la novela sin moverme del sillón. Es un efecto que me causa inmensa satisfacción, y que, en su momento, también tuvieron Wislawa Szymborska, Cormac McCarthy (cuando todavía no lo habían llevado al cine), Francine Prose e Ismail Kadaré, sólo para nombrar algunos. ¿En qué consiste el poder de persuasión de Amsterdam?
En primer lugar, y sobre todo, en el tono de sátira social, finamente hilada en el entramado de todo el texto de la novela, parecido al que emplea Jonathan Swift en Una modesta proposición. Pero el oficio de Ian McEwan va mucho más allá, y quizá valdría la pena mencionar dos técnicas narrativas que lo demuestran. La primera es la que Henry James llamó el «personaje reflector», y que después Gerard Genette rebautizó como «focalización», que no es más que la perspectiva desde la cual se ven los eventos narrados. El primer capítulo de Amsterdam abre con: «Dos ex amantes de Molly Lane esperaban afuera de la capilla del crematorio dándole la espalda al frío de febrero.» Esta primera oración sitúa el punto de vista narrativo en tercera persona. Vemos a los amantes desde fuera, y aunque las líneas que siguen sugieren un narrador muy afín a ellos, éste no se identifica con ninguno.
Una página después, McEwan focaliza la narración en Clive de una manera muy simple. Empieza un párrafo nuevo con: «Clive Linley había sido el primero en conocer a Molly, en la época en que ambos eran estudiantes el año 68, cuando vivieron juntos en una casa caótica y cambiante situada en Vale of Health». Sabemos que hay focalización, a pesar de que la narración continúa en tercera persona, porque la sensibilidad del narrador se ha fundido con la de Clive, vemos el mundo a través de los ojos de éste. En la página siguiente, la focalización cambia a Vernon. Después de un diálogo cuya atribución es: «Dijo Vernon Halliday», el narrador continúa: «Había vivido con ella en París, el año 74, cuando él tuvo su primer trabajo en Reuters y Molly hacía algo para Vogue». La última parte, sobre todo, deja claro que estamos viendo el mundo desde la perspectiva de Vernon, que no supo en qué consistía, ni se interesó nunca en el trabajo de Molly.
Esta técnica narrativa no es nueva. Ya la practicaban Austen y Flaubert. Pero lo que en ellos a veces se lee todavía como un artificio, en Amsterdam es ya un mecanismo invisible que permite alternar las conciencias desde las que se ve el mundo narrado, dotando a la novela de un extraordinario poder de persuasión. También ayuda que Clive Linley sea un compositor cuyo estilo está en conflicto con las ideas al uso de lo que debe ser la música clásica contemporánea. Y que Vernon Halliday, como editor de un importante periódico, tenga que tomar una decisión ética que puede afectar la vida política de su país.
La otra técnica narrativa importante es la estructura de la novela. De hecho, hojeándola, uno no puede dejar de pensar en Milan Kundera, quien también divide la mayoría de sus novelas en capítulos, y éstos en secciones. En El arte de la novela, Kundera plantea que la «arquitectura» de sus novelas tiene un claro paralelo con la música. Amsterdam está dividida en cinco capítulos, cada uno de los cuales tiene 2, 5, 3, 6 y 6 secciones, respectivamente. Esta división tiene como objeto crear pausas que amplifiquen la sensación de tiempo vivido, creando un efecto semejante al que consigue Alessandro Baricco en Seda. Sin embargo, como es el caso en las novelas de Kundera, da la impresión de que Amsterdam también sigue una estructura musical. El primer capítulo es la obertura que plantea los temas básicos que después se exploran en contrapunto en los cuatro capítulos siguientes.
Amsterdam es una novela corta pero su experto manejo narrativo amerita una lectura cuidadosa. Ian McEwan se da el lujo de explorar «hasta el límite», como diría Kundera, los temas que aborda, pero sin dejar nunca el registro de sátira social, lo cual también le permite mantener la levedad que sugiere Italo Calvino. ¿Llegan a cumplir su promesa los dos amigos? Es algo que dejo en el aire para que, si tienen la ocasión, lo averigüen ustedes mismos.

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