miércoles, 28 de julio de 2010

NARRATIVA: De "Extraños frutos", de Alfredo Pita

En la inauguración de la XV Feria Internacional del Libro, el 22 de julio, para ser más precisos, se presentó el libro “Extraños frutos”, de nuestro paisano el escritor Alfredo Pita. Es una colección de nueve cuentos, pulcramente editados por al Fondo Editorial de la Universidad Inca Garcilaso de la Vega. El equipo de CPM estuvo presente en la ocasión, que fue una verdadero éxito tanto por la representación teatral que se hizo de uno de los cuentos, "La noche anterior", como por la calidad de los presentadores, los escritores José Antonio Bravo y Nilo Espinoza Haro. Ahora, como un regalo para la todos los lectores de Espina de Maram, aquí publicamos, con el debido permiso del autor, “Pishtaco”, otro de los relatos del libro. Este cuento explora el famoso mito, que persiste a través del tiempo en los Andes peruanos y que demuestra cómo una población sumida en la ignorancia, vive sujeta a sus miedos y a su abandono, y como establece mecanismos de autoprotección que considera legítimos para su supervivencia (NdlR).

PISHTACO

Para Illariq Peralta Pita

Podría haber estudiado botánica o mineralogía, pues todo lo que ofrece la naturaleza, vivo o aparentemente inerte, me apasiona, pero como también los hechos de los hombres me conmueven, me incliné por la arqueología, ya que la historia y sus buceos interminables en archivos y bibliotecas no iban conmigo. La historia me gusta, y mucho, pero no sirvo para vivir sentado, horas tras horas, comiendo el polvo del pasado acumulado en los viejos volúmenes que duermen en las estanterías de oscuras bibliotecas. El hecho es que desde un comienzo, desde el fin de la secundaria, estuvo claro para mí que, de entrar a la Universidad de San Marcos, como quería, tendría que hallar una actividad que me conviniese, que empatara mi afición por los viajes y por la naturaleza con mi pasión por los hechos históricos. La única opción era la evidente, y de ella he hecho mi profesión, una profesión en la que recién comienzo a hacer mi camino, pero que ya me ha dado algunas satisfacciones. Y no sólo esto, también me ha hecho vivir lo que algunos periodistas llaman situaciones límite. Esto no quiere decir nada, pero hay que llamarlas de algún modo. Situaciones únicas, extrañas, que, en todo caso, han contribuido a enriquecer mi bagaje, como se dice.

Una de las más intensas, sin duda, es la que viví hace unos meses en la zona de Ayacucho, a donde me habían enviado para participar en una encuesta de corte sociológico. En estos tiempos milenaristas, en que se mezclan final de siglo, de milenio y, tal vez, de dictadura, la propuesta la había sentido como una señal de que las cosas iban a cambiar también para mí. Iba a trabajar para otros y fuera de mi campo de estudios, pero daba igual. El tema, los efectos culturales y psicológicos de la reciente guerra interna, me interesaba mucho. Y, de paso, iba a ganar algún dinero, lo que, en los tiempos que corren, es una bendición. Las plazas para el viaje habían sido muy disputadas y, entre mis compañeros de promoción, los que las habíamos obtenido pasábamos por ser unos suertudos o gente con mucha vara. Nadie más pobre, en el Perú de hoy, entre los profesionales sin trabajo, que un joven egresado de antropología, etnología, etc. Aunque tal vez nos quejábamos demasiado, vista la situación de otra gente que sufría más que nosotros en el país. Mucho más, que sabía lo que, en realidad, era la miseria. Además, puesto que iba a estar en el terreno, me había propuesto hacer una investigación personal, leve, o de profundidad, según se dieran las cosas, sobre un mito que me fascinaba desde mi adolescencia y sobre el que algún día me gustaría hacer una investigación, algo así, tal vez un libro. No soy etnólogo, pero el asunto me tentaba en forma casi inexplicable. El tema resurgió en mí en los días previos al viaje a Ayacucho, cuando un amigo, ante mis preparativos y ante la perspectiva de que yo iba a pasar algunas noches en el campo, durmiendo en casas de campesinos, adoptó un tono de broma y de consejo.

-Ten cuidado, Andrés, que los indios no te vayan a tomar por un pishtaco y se te adelanten y te saquen la grasa a ti -dijo.

Al decir esto, me hincó la barriga con el dedo. El amigo jugaba risueñamente con mis kilos y con mi aspecto, lo que contaba en el marco de lo que estaba evocando. Aquí debo explicarme, supongo. Por un azar de la genética, pese a haber nacido en Lima y a que mi madre y mi padre son dos mestizos peruanos -la primera surgida de una familia de Villamalia, en Cajamarca, en el norte del Perú, y el segundo procedente de Arequipa, en el sur-, por eso de los genes residuales, me parezco, según dicen, a los abuelos paternos de mi madre. Esta es mi anomalía. Por mi piel blanca, mi pelo pajizo, mis ojos claros y mi estatura, que supera el metro ochenta, en el Perú algunos desprevenidos me toman por un extranjero, por un gringo, lo que no siempre es un favor. El pishtaco, por otro lado, es un curioso mito andino que pone en escena a un asesino de viajeros, a los que espera en los caminos solitarios para matarlos y sacarles la grasa. Este simpático personaje es, casi siempre, un gringo.

La broma del amigo despertó en mí una vieja fascinación por este mito, del que había oído hablar por primera vez cuando, por mis diecisiete años, visité Villamalia. Una noche, después de la comida, en la casa del tío que me recibía, a la luz de un débil foco eléctrico que apenas nos alumbraba, los presentes comenzaron a contar historias fabulosas, fantasiosas, en general orientadas a producir miedo, efecto que archilograban sobre todo con los niños, a juzgar por la cara que ponían los pequeños que, mientras escuchaban, cerraban la boca o juntaban las manos, como si estuvieran ateridos. Algunos se pegaban al costado de sus madres y el conjunto me fascinaba, a mí, el capitalino, que desconocía el poder de la palabra y de las historias en un ambiente así, donde no tenía nada que hacer la televisión, que aún no había llegado al lugar. Se hablaba del cementerio de Villamalia, que, lo había visto en uno de los paseos que me habían organizado, estaba en la cima de una colina, frente a la ciudad. El camino que llevaba hasta él se prolongaba y pasaba junto a la barda ocre y coronada de tejas que lo rodeaba. Visto desde abajo, antes de la subida, el cementerio impresionaba no sólo por su función, sino también por su aspecto, por la belleza de sus líneas recortándose, en la tarde, contra ese cielo de un azul extraño, azul cobalto tal vez, y sus nubes diáfanas y viajeras. Los mayores contaban que cuando se pasaba de noche por aquel camino, sobre las tejas del camposanto podía verse un aura fosforescente que procedía, según ellos, de los huesos de los muertos. Alguien dijo que no sólo había esa luz difusa, semejante a la que se desprendía de algunos relojes en la noche, sino que a veces se escuchaba a una mujer que cantaba una canción muy triste, y que, otras veces, se oía el llanto quedo de un niño.

La conversación prosiguió, aterrando a los niños y pasando revista a otros temas y lugares comunes de la fantasía de los pueblos serranos, hasta que llegó al asunto de los pishtacos, que, debo decirlo, me sorprendió. Era la primera vez que escuchaba la historia, pero, por todo lo que implicaba, lo confieso, de inmediato me interesó. Era una historia clásica, montada con una imaginería algo ridícula, pero no por ello menos interesante, en torno a estos seres depredadores y misteriosos que buscan al ser humano desprevenido e inocente para hacerle daño, para practicar el mal. Ahora ocurría menos, ya no había tantos casos como en el pasado, decía uno de los contertulios, pero de todos modos era preferible no salir de noche a la carretera o a los caminos que iban del pueblo hacia los caseríos cercanos. Hacerlo era correr gran riesgo, sentenció, pues todavía por ahí podía estar, esperando, alguno de esos terribles personajes. No había, pues, que tentar al diablo.

-¿Esperando? ¿El diablo? Pero, ¿de qué, o de quiénes, se trataba?

Mi impaciencia los divirtió. Estaba a la vista que no conocía el tema. Nos hundimos en otra historia espeluznante. Desde hacía mucho, desde hacía décadas, tal vez desde el siglo pasado, me explicó el padre de familia, que había asumido finalmente el hilo del relato, se sabe de gente que había desaparecido durante un viaje y cuyos restos fueron hallados días o meses después, cuando fueron hallados, en lugares apartados, escondidos, y con horribles cortes y quemaduras que delataban que los habían abiertos como puercos y los habían expuesto al fuego para que la grasa se les derritiese. El asesino, se decía, tras recuperar con cuidado esa manteca, gota a gota, en un recipiente limpio, desaparecía. Ese era el botín del pishtaco: la grasa humana. Era lo único que le interesaba. La historia me dejó entre fascinado y asqueado.

-Pero, ¿por qué la grasa? ¿La comían...? ¿De qué podía servirle...? Y, para comenzar, ¿de donde salía esa historia? ¿Había testigos?

La respuesta me dejó más atónito aún. Seguramente alguien había visto, había habido testigos, en el pasado, nadie iba a inventar una cosa como esa, dijo el viejo tío, con lo que me calló la boca. Esos asesinos no querían la grasa humana para ellos, me explicó. La buscaban para comerciarla. En el extranjero había un mercado para eso. Ante mi gesto incrédulo, y la sonrisa que intentaba contener para que no se transformara en carcajada, me precisó que ciertas industrias, las que trabajaban con mecánica de precisión, necesitaban ese tipo de grasa, que era la mejor para el funcionamiento de sus delicados mecanismos. Yo le miraba los ojos, esperando que, de pronto, riese también, pero el tío hablaba en serio. Le dije que no podía imaginarme qué industrias podrían requerir de grasa humana para hacer funcionar sus productos.

-Antes era la industria relojera suiza. Ahora son los que construyen satélites y los mandan al espacio -sentenció.

Mi humor risueño dio paso a un asombro, a un estupor, una admiración sincera frente a lo que era, ya en ese tiempo me daba cuenta, una manifestación tangible de la creatividad popular. Estaba frente a un mito.

-Ahora también la emplean, la grasa, en las computadoras de la Nasa y en los instrumentos finos que usan en la industria minera para detectar las vetas y las tierras donde hay oro escondido o diseminado en las rocas.

Ya no pedí más explicaciones. Para mí era suficiente. No lo supe en ese momento, pero esa noche sembró en mí una curiosidad particular por este tipo de manifestación de la personalidad de un pueblo, del mío.

La perspectiva del viaje a Ayacucho reactivó en mí aquella vieja velada y las historias que en ella se contaron. Iba a tener una buena ocasión de indagar un poco si en esa zona también estaba vivo el mito aquel que tanto me había impresionado como me había hecho reír. La broma de mi amigo sobre mi gordura y sobre las posibles amenazas me terminó de instalar en la expectativa. La posibilidad de cotejar esa alegoría seductora con los efectos psicológicos que había dejado la guerra interna, también era otro ingrediente que me parecía sugestivo. En algún momento, dos años atrás, había pensado en pedir una beca para hacer un viaje de estudio en torno al asunto del pishtaco, pero, como siempre, la universidad no estaba para becas, y ninguno de nuestros eventuales patrocinadores se interesaba en el tema por entonces. Ahora, la encuesta sociológica en la que iba a participar era una oportunidad para ganarme un poco los frejoles, pero también para intentar obtener material para un trabajo mío, propio. Me estaba becando a mí mismo, pues, para acercarme al mundo andino y a sus historias desde una perspectiva que en algún momento me había fascinado: la violencia antes de la violencia, la violencia entre los individuos antes de que la guerra ahogara a colectividades enteras. ¿El terrorismo y la cruenta represión habrían dejado en pie al mito del pishtaco? Era un buen punto de partida para una inmersión en el imaginario ayacuchano que para mí era más que ignoto.

Me frotaba las manos, aunque algo me decía que debía frenar mi entusiasmo, que el trabajo para el que me habían contratado me iba a tener ocupado tal vez en exceso. Iba a integrar uno de los grupos que debían visitar dos y tres poblaciones para colectar testimonios de individuos y de familias sobre cómo sus vidas habían sido afectadas por los años de la guerra. En base a los relatos, el instituto que nos empleaba pretendía, supongo, trazar un fresco testimonial y estadístico que hablara de la desaparición de un mundo y del surgimiento de otro, el Ayacucho de hoy, que se supone es diferente al de hace treinta años. Se supone, digo yo, porque no estoy muy seguro de que la hecatombe haya sido suficiente como para borrar las viejas condiciones que hicieron posible la conflagración. Todo eso estaba por verificar. Mis lecturas y mis notas en la perspectiva del trabajo no me quitaban, sin embargo, de la cabeza, por más esfuerzos que hacía, la posibilidad de desarrollar un proyecto para mí. No es que me obsesionara el tema del pishtaco, pero la verdad, el fantasma cruel y atrabiliario que buscaba la grasa de la gente se inmiscuía cada vez más en los preparativos de mi viaje. El día de mi partida ocurrió algo que me hizo reflexionar y que, a la vez, contribuyó a afirmarme en mi secreto proyecto. En el taxi que me llevaba a la compañía de ómnibus, pese a que tenía la cabeza llena de preocupaciones inmediatas, de repente me encontré hablando con el chofer de mi tema recurrente, obsesivo, debo reconocerlo. No recuerdo cómo lo planteé, pero debe haber sido en tono descreído y risueño, porque el taxista de pronto me miró con rostro grave. No, señor, no es así. Existen. Yo los he visto. Su gesto y su frase me devolvieron de nuevo a la curiosidad "científica".

-¿Cómo está tan seguro? -pregunté-. ¿Usted los ha visto?

-Sí, señor, yo los he visto. ¡Acabo de decírselo! Una vez vi a uno de ellos.

Mi curiosidad dio paso a una expectativa asombrada. El hombre era delgado y su edad era indefinible. ¿Cuarenta, cincuenta años? Vaya usted a saber. En todo caso, su rostro afilado hablaba de años de hambre y, tal vez, de enfermedad. Su voz, seca, rijosa, se atenuó, evocadora. Es gente que viste en forma rara, ¿sabe? Usan borceguíes como los militares, pero su casco es de minero. Y van con mochila, donde seguramente llevan la escopeta y las otras cosas que usan para hacer daño a la gente. ¿Usted los ha visto? ¿Cuándo? ¿Dónde?, no pude impedirme insistir, incrédulo. El hombre parecía sujeto a un leve trance y no necesitaba que yo lo incentivara demasiado. Siguió hablando con el mismo tono. Es lo que le digo, señor. He visto a uno de ellos, caminando al borde de la carretera. Debe haber sido por el 75. Yo tendría diez u once años y una tarde estaba jugando con otros niños, cerca del pueblo joven donde vivíamos, cuando lo vimos aparecer. Caminaba despacio, al borde de la pista, junto a las chacras. Cuando lo tuvimos cerca, vimos que nos miraba con mirada fuerte, muy fuerte. Era un gringo. Y sus ojos eran de un color extraño, como verdes, como lavados. Nos miró uno a uno, sonriéndonos, y tuvimos miedo, y nos pusimos a correr. Nos escondimos detrás de una barda y nos quedamos vigilándolo, viendo cómo se iba, con el paso de quien está buscando algo. Uno de mis amigos dijo lo que todos sabíamos, que había que cuidarse de gente así. Seguro era uno de esos que se llevaban a los niños, no para venderlos, como los gitanos, sino para matarlos, para descuartizarlos.

-¿Y ustedes cómo sabían eso? -inquirí.

-Los mayores nos contaban historias, nos habían advertido.


El Pishtaco, un mito enraizado en el Ande peruano.

Las semanas que pasé en Ayacucho, en los distritos que me tocó encuestar, fueron ricas, interesantes y aleccionadoras. Tendría que agregar también que fueron previsibles, pero esto lo explicaré más tarde. Llené decenas de casetes con las entrevistas que hice y varios cuadernos con las notas que tomé. Era un material riquísimo que me dio ideas para otros trabajos que, tal vez, me decía, podría desarrollar en el futuro. El destino de los huérfanos de la guerra, por ejemplo, era un buen tema. Se comenzaba a ver, a unos años de sus respectivas tragedias, los efectos de sus duelos y pérdidas en su estragada humanidad. La piel recuerda, el cerebro quiere olvidar, los oídos resucitan a los cadáveres e impiden que el sueño consuele a los deudos. Ese atisbo de vejez que había en los ojos de algunos, cuando no había simplemente un vacío de pozo sin fondo del que nunca, tal vez, iban a poder salir, me aterraba, me fascinaba. El abanico era amplio. Entrevisté a mujeres que habían perdido a sus maridos y que los daban por muertos porque los habían enterrado, y los habían ya comenzado a olvidar para pasar a otra cosa, para continuar en la vida. Eran, junto con los hijos que habían podido enterrar a sus padres, o los padres que habían podido enterrar a sus hijos, los afortunados entre los desgraciados, entre las víctimas que había dejado la guerra. Los más desolados eran los hijos, o los padres, o los esposos o esposas de gente que simplemente había desaparecido, de gente a la que los militares que los habían capturado habían volatilizado como por arte de magia, sin darles después ni cadáver que enterrar, ni explicación a la cual aferrarse para poder esperar. Me impresionó mucho constatar que la gente que había enterrado a sus muertos comenzaba a olvidar detalles de cómo se había producido su tragedia. En cambio, los deudos de los desaparecidos parecían vivir con una herida siempre abierta, casi diría cultivada, como una flor, venenosa, que sólo les ofrecía algo seguro, su propia muerte, por más lejana que estuviera, como único consuelo. Todos estos matices los había encontrado en uno u otro de mis testigos. Los que más me habían impresionado habían sido, sin duda, los adolescentes o los jóvenes adultos que habían sido niños, o adolescentes, en el momento en que la violencia se abatió sobre lo que había sido su mundo, privándolos de padres, de hermanos, de amigos, dejándolos como portadores de una supervivencia inexplicable para ellos mismos.

La mayor parte de los diálogos que yo había sostenido se habían dado en quechua, por lo que había necesitado la ayuda de un intérprete. Nunca como esos días sentí la carencia que implicaba para un científico social en el Perú no hablar quechua. Fue una ocasión para tomar resoluciones al respecto. Ahora debo crear la oportunidad para aprender esa lengua y, sobre todo, para darme a mí mismo muestras de voluntad para lograrlo, lo que será lo más difícil. Sobre los antiguos niños de Ayacucho, que había entrevistado ya en tanto que jóvenes adultos, debo decir también que todos tenían algo que los emparentaba. En todos ellos, en hombres y mujeres, en sus miradas, había algo de lisiado, desgajado y ausente. En sus ojos y silencios atisbé el lugar común aquel de que nadie sale indemne de una guerra y menos aún los sobrevivientes, los que vagan en sus recuerdos y recorren caminos que aúllan, noches acezantes que olfatean la sangre de los muertos. Todos ellos eran un continente que había logrado atisbar y que no entendía, no sólo porque no hablaba la lengua, sino porque la guerra misma era una entelequia que me era extranjera. No lograba entenderla. Por otro lado, estaba mi otra derrota. Después de semanas de trabajo y tras haber planteado no pocas veces el tema, debí rendirme ante una evidencia: el pishtaco no aparecía por ningún lado en esas comarcas. El pishtaco no había tenido vela en los entierros ayacuchanos. ¿Era un mito en vías de extinción? Cuando lo evocaba, la gente sabía de quién, de qué estaba hablando. Viejos y jóvenes conocían perfectamente al personaje, pero no lo relacionaban en absoluto con el desastre sangriento que se había abatido sobre la región y que había dejado miles y miles de muertos. Sí, todos sabían que los pishtacos existían, pero nadie los relacionaba con los militares ni con los terroristas de Sendero Luminoso, con las hordas de masacradores, de uno y otro bando, que habían asolado la región. La conclusión a la que llegué fue que un cataclismo objetivo y verdadero no tiene por qué mezclarse con los mitos que construye el imaginario de un pueblo que busca explicarse un mundo cruel y una realidad implacable. La guerra no había sido una construcción mítica, sino una explosión objetiva e inexplicable de la naturaleza, tan objetiva como son los terremotos o la erupción de los volcanes.

Después de poner en orden mis materiales de la encuesta y de pasar en limpio mis conclusiones, me preparé para el retorno a Lima. No quise partir, sin embargo, con el espíritu contaminado por las impresiones que había almacenado sobre la guerra y que amenazaban con convertirse también en conclusiones. ¡Qué sabía yo de lo que había sido en verdad la guerra! Para atacar el tema tenía que documentarme, estudiar más, seguir los trabajos que recién estaban pergeñándose al respecto. Se comenzaba a hablar de una comisión de la verdad sobre el conflicto interno, a la manera de la que en Sudáfrica había terminado por saldar el régimen del Apartheid. Un escritor peruano había mencionado esta posibilidad en una carta. Los intelectuales, en los cafés, decían que por qué no, que una iniciativa de esta naturaleza podía ser el acta del segundo nacimiento del Perú como nación moderna, después del fiasco de la república surgida de la independencia. Total, soñar no cuesta nada, decían los más realistas. Y la verdad es que, por entonces, a fines de los noventa, el Perú seguía bajo la dictadura de Fujimori, la más corrupta y esperpéntica de todas las que había sufrido en su historia. Había, pues, mucho pan que rebanar antes de meterse en honduras. Faltaban unas horas para mi viaje y decidí limpiar mi espíritu. Visité a una familia amiga, que vendía gaseosas y fruta en el pueblo cercano de Querobamba. Conversé con los viejos, con los que hablaban castellano, y hablamos del ganado, de las ovejas, de la cosecha de lentejas y habas que esperaban que fueran buenas ese año. Con los niños jugué al trompo. Mejor dicho hice todo lo que pude para aprender la habilidad con la que lo lanzaban y lo hacían zumbar. No logré gran cosa. Los hice reír y reí yo también. Al final de la tarde, viendo que la camioneta que iba a llevarme a Cayara Nuevo, y tal vez hasta Huamanga, no llegaba, volví a donde la señora Lastenia, que me había alojado. Una noche más iba a dormir bajo sus pullos y en su cama que olía a carnero. Me dormí con el sueño tranquilo de quien ha hecho las paces en su alma. Las paces con quién, no me lo pude explicar mientras me hundía en las aguas agitadas de mi alma.

Al día siguiente me instalé en el minibús que me iba a llevar a la capital del departamento. Iba casi lleno, pero me pude sentar, pese a mi corpulencia, en una de las banquetas. Iba rodeado de la curiosidad y de las sonrisas de los pasajeros, que en su mayoría eran mujeres campesinas. Intenté conversar con ellas, pero de los saludos, de las sonrisas y de las gracias que di a una de ellas, que tuvo la amabilidad de regalarme una mandarina, no pasamos. Otra vez estaba allí, la gran barrera. Yo no hablaba quechua y ellas no hablaban bastante castellano como para expresarse con soltura. El chofer iba delante, silbando, intentando acompañar la música de su radio-casete, donde había puesto una cinta con esa música de fusión que mezcla el huayno y la cumbia y que en Lima llaman chicha. Decidí leer un poco, aprovechar las tres o cuatro horas que iba a durar el viaje para estudiar mis cursos o, al menos, mis notas. No pude hacer nada. El cansancio, el relajamiento del espíritu después de esas semanas de trabajo, no me permitían concentrarme. Al final, opté por la lectura de una revista que saqué del fondo de mi maletín. Era un ejemplar pasado de Somos, el suplemento de variedades de un gran diario de Lima. Íbamos ya cerca de Cayara Nuevo, a medio camino hacia Huamanga, y yo intentaba entrar en la lectura de un artículo sobre un escalador de montañas, un andinista. Era un artículo ilustrado, con fotos de grandes picos, hielos eternos y blanca y pura nieve, y con un andinista ataviado de vistosa ropa deportiva, por supuesto. En ese momento me di cuenta de que mi vecina, la que me había regalado la mandarina, estaba con la cabeza ladeada, intentando ver lo que estaba leyendo, o, mejor dicho, ver las fotos que estaba viendo y, en particular, una en la que se veía al alpinista prácticamente colgado de una cornisa, a la que sólo lo unía una cuerda y el piolín que había logrado clavar en la roca para hacerse de un punto de apoyo en su ascensión. La mujer olía a yerbas fuertes y a mandarina. Me preguntó, en su mal castellano, quién era ese hombre. Se lo expliqué. La mujer se quedó en silencio un momento, sin dejar de mirar de vez en cuando la revista, que yo mantenía abierta. Quise desentenderme de ella y volver a mi lectura, pero ya no pude.

Al rato, la mujer habló de nuevo, sonriendo con timidez.

-Hace años, cuando era niña, en mi pueblo, lejos de aquí, la gente, la comunidad, mató a un hombre como ese.

-¿Cómo...? ¿Por qué...?

-¡Porque era un pishtaco!

Intenté no tartamudear, hablar con normalidad, con el tono más neutro.

-Pero, ¿cómo sabían que era un pishtaco?

-Por sus cosas, por su ropa... -dijo-. ¡En su mochila tenía picos, sogas, todas las cosas que usan para sacarle la grasa a la gente!

La miré y ella me miró, sin llegar a ver, creo, mi enorme desasosiego. Yo vi en sus ojos un abismo, sobre el que flotaba la inocencia. Al final, me quedé en silencio, porque sobre ese abismo no había ningún puente.

Lima, 2009.

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