martes, 13 de julio de 2010

CUENTO Jorge Díaz Herrera

En sus historias enmarcadas en la irrealidad de un mundo absurdo y cruel, Jorge describe con acierto la vida anodina de la gente marginal que pervive como una rebaba de los retazos de sociedad empeñada en vivir su propio mundo, con sus tabúes y códigos, aislada en una sociedad que se permite ser discriminante dentro de su propia mediocridad y persiste en costumbres señoriales de un tiempo ha. Esos seres, en los que nadie repara, sirven de pretexto para la metafísica de Jorge que nos descubre el mundo interior de personas que aparentemente no lo tienen y pasan desapercibidas en la existencia. (NdlR)


UNA POR OTRA

De puro vieja, Rosaura estaba medio sorda, y ahora que se iban a la capital no podían dejarla abandonada. La acomodaron junto a los bultos y la llevaron con ellos en el camión. La nueva casa resultó estrecha y tuvieron que mandarle hacer en la azotea un cuartito de madera. Casi toda su vida Rosaura había estado al servicio de la familia, y nunca pudo tener un pedazo de tiempo para ella misma. Ni siquiera aprendió la lengua de los patrones; la trajeron en su propio idioma y así la dejaron. Además, no fue necesario que se dieran el trabajo de enseñarle a hablar de otra manera. El señor y a señora podían conversar con ella, y eso bastó. Pero en la capital, difuntos los señores, las cosas resultaron diferentes. Los muchachos, hombres ya, no la entendían ni ella los entendía a ellos. Se le acentuó la sordera y se acostumbró a caminar de un extremo a otro de la azotea, sin dejar de mover las mandíbulas rumiando pensamientos indecibles. Ensordeció por completo y le vino un cariño inmenso por el animalejo que trajeron los muchachos y al que ella se dio por entero hasta verlo convertido en un imponente perrazo negro de dientes gruesos y pecho ancho. De vez en cuando ella bajaba pasito a paso las escaleras y entraba en la casa, y ellos la ahuyentaban dando palmadas en el aire como se ahuyenta a las gallinas. Rosaura regresaba a su cuartito de la azotea, volviendo una y otra vez sus ojos parpadeantes y sonriéndoles. Cuando murió, fueron a recogerla, y el perrazo se encaramó junto a la vieja, erizado y gruñendo, para que no se la llevaran. Unos latigazos lo hicieron renguear con el rabo entre las piernas hasta el otro lado del cordel de ropa. La familia ordenó a la nueva sirvienta que lavara bien la azotea, desinfectándola, antes de acomodar sus cosas en el cuartito de madera.

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