domingo, 6 de mayo de 2007

NOVELA: José de Piérola Chávez

José de Piérola Chávez, nació en 1961, en Lima, pero de inmediato fue llevado a la tierra de sus mayores, Celendín, donde pasó su infancia. Hizo sus estudios primarios en la hoy desaparecida Escuela de Aplicación del Instituto Pedagógico Regional de Celendín, prosiguió sus estudios en la GUE “Bartolomé Herrera” de Lima y luego en la Universidad Federico Villarreal.
Después de hacer estudios de ingenieria civil y de una carrera en consultoría informática en los años 80, se autoexiló en Los Angeles, Estados Unidos, en 1990. Siete años después abandonó la consultoría por su impostergable vocación literaria. Su cuento “En el vientre de la noche” ganó el Premio Internacional de Cuento Max Aub en 1998. El mismo año su cuento ”Variaciones sobre un tema de Nabokov” quedó finalista en la Bienal del Cuento Copé. Con “Humo azul” obtuvo el tercer premio en el cuento de las 2000 palabras en 1999. Con “Lápices” ganó la Bienal de Cuento Copé en el año 2000. Actualmente vive en San Diego, California.

El fragmento que publicamos pertenece a la novela corta “Un beso de invierno”, ganadora del Premio de Novela Corta del Banco Central de Reserva 2000 y en él enfoca uno de los momentos más dramáticos de la historia peruana reciente.

UN BESO DE INVIERNO (Fragmento)

No era la primera vez que lo sentía. Hacía muchos años, cuando todavía era estudiante, ese relámpago interior me había descargado un golpe de adrenalina que no sirvió de nada. Aquella vez me había despedido en la puerta del dormitorio de mujeres, casi a medianoche, con un beso que cerraba una larga conversación a oscuras en los viejos sillones del recibidor. El sábado, nos dijimos, lo pasaríamos en Lima, quizás en Barranco, en uno de esos hostales que no hacían preguntas porque alojaban a otras parejas que, como nosotros, vivían la aventura del amor carnal antes del cotidiano amor sin aventura.
Salí por el jardín hasta la calle sin vereda que iba al pabellón de mujeres a las casas de los catedráticos. La noche estaba ligeramente fría, pero estrellada, llena del canto tranquilizador de los grillos. Los sauces llorones de la carretera olían intensamente. Las casas de los catedráticos estaban todas con las luces apagadas. Sumidos en el silencio, quizás dormían con sus esposas, sus hijos, sus perros, sin saber que una noche cualquiera irían a buscar a uno de ellos. Pasé por la última casa, la que tenía un huerto con cantutas, luego tomé la larga curva de la carretera que, bordeando la polvorienta colina, llegaba al pabellón de hombres. Ese tramo no tenía postes de luz, pero lo había recorrido tantas veces que no me resultó difícil sortear una piedra que había rodado del cerro. Quizás alguien había merodeado otra vez por las torres de alta tensión.
Cuando ya estaba a unos metros del pabellón de hombres oí un motor. No era el bramar apagado de los ómnibuses, ni el ruido lejano de los camiones que pasan por la Carretera Central, al otro lado del río, menos aún el retumbar sordo, imparable como un destino, del tren que pasaba cargado de mineral junto a la ribera. Era el motor de una camioneta en el campus, a esa hora de la madrugada, a pesar de que hacía seis meses el ejército había instalado una garita de control en la entrada principal. Volteé como si alguien me hubiera llamado con una palmada en el hombro. Una camioneta de doble tracción, chasis alto, llantas anchas, avanzaba por la calle principal, la que debían cuidar los soldados de la garita. Sobre el techo tenía unos faros apagados sobre los cuales oscilaba una gran antena que brilló con la luz del último poste cuando la camioneta tomó la calle que venía directamente al pabellón de hombres.
Fue en ese momento que sentí el relámpago del miedo, esa sensación extraña en la lengua, como si una avalancha de piedras estuviera cayendo sobre mí, anunciando su poder mortal con los primeros guijarros que me golpeaban los pies. No lo pensé, ni lo planeé: me dejé llevar por el momento. Salté sobre los arbustos de granada que rodean los resecos jardines. Me tiré boca abajo, acezando, apoyado las temblorosas manos en la tierra, ignorando el ardor de unos arañazos en las pantorrillas, luego miré por entre los troncos de los arbustos. La camioneta, avanzando con una lentitud imbécil de reptil, se acercaba ominosa, implacable. En ese momento debí tocar las puertas, debí gritar, debí advertirles, pero no lo hice, el miedo me paralizaba, la posibilidad, lo sabía, de terminar desnudo, tendido en una mesa, temblando de pavor, mientras en un rincón ronca la flama de un hornillo de querosene.
Los faros de la camioneta alumbraron la puerta del pabellón cuando ésta se detuvo frente al jardín. Unos hombres saltaron de la parte trasera, quizá cuatro, quizá seis, todos con pasamontañas negros, todos con uniformes militares sin galones ni insignias, todos armados con fusiles automáticos. Hubo gritos, cosas que caían, portazos, más gritos. Mientras tanto, con la cara pegada a la tierra seca, sintiendo el polvo que me entraba por la nariz, traté de contener el temblor de mis costillas. Los gritos continuaron, más cosas cayeron, hasta que, quizá cinco minutos después, salió el jefe. El chofer, que se había quedado al volante, prendió el motor. Entonces los vi salir. No los reconocí, pero supe que eran estudiantes, ambos son el pelo revuelto, los movimientos torpes de quien está a medio camino del sueño a la vigilia. Uno de ellos descalzo, con un pijama de franela de cuadros, el otro con sayonaras, en calzoncillos, caminaban con las manos en la nuca, empujados por el cañón del fusil automático de los uniformados. Detrás de ellos salió otro con las manos en alto, completamente vestido, inclusive lúcido, como si no se hubiera acostado todavía. Caminaba con una extraña tranquilidad. Lo reconocí. Era, como yo, jefe de prácticas, pero en la facultad de economía. Más de una vez lo había oído discutir vivamente en el comedor, con una voz que tenía acento andino, pero que sonaba extrañamente cultivada para un jefe de prácticas, la voz de un locutor de radio. Se decía que pertenecía a Vanguardia Roja. Quizá por eso yo había evitado siempre sentarme en su mesa.
Los dos primeros subieron a empellones a la camioneta, pero el jefe de prácticas de economía política subió muy despacio, como si estuviera emprendiendo un viaje de rutina. Entonces salió el último de los uniformados. Quizá tropezó con la barra de fierro que había expuesta en la grada, porque trastabilló, lanzó una carajeada, luego se oyó un ruido metálico rebotando en el cemento de la grada hacia el jardín. No supe qué era, tampoco me interesaba, porque mi cuerpo, completamente helado, temblaba, obligándome a respirar con la boca abierta. Yo estaba oculto detrás de los arbustos de granada a pocos metros de él.
El uniformado alumbró hacia el jardín con la linterna montada en el fusil automático. Éste es el final, pensé, esta misma noche estaré contigo en el infierno. Pero el jefe de los uniformados, soltando una imprecación, lo llamó desde la puerta. El soldado lanzó una maldición antes de subir a la camioneta que, como un reptil que se acerca a una presa acorralada, avanzó lentamente hasta la calle principal. La antena volvió a brillar bajo el poste de luz, pasaron por la biblioteca, cruzaron la garita de control sin detenerse, luego se perdieron en la carretera de acceso al puente que cruzaba el río.
Nunca más volvimos a ver a ninguno de los que se llevaron aquella noche.

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