jueves, 3 de mayo de 2007

CUENTO: Jorge Pereyra Terrones

Jorge Pereyra Terrones, periodista, narrador y poeta nacido en Cajamarca, en 1952, tiene, sin embargo hondas raíces celendinas. Es uno de los integrantes, de acuerdo a la expresión jocosa de don Saúl Silva, de la “real canshulada de artistas” que procreó don Manuel Pereyra Chávez “Perseo”, en la cual también destacan el poeta Einar Pereyra, el escultor René Pereyra, los pintores Salvador, César y Luis Pereyra, y el periodista Rodolfo Pereyra.
En 1973 se desempeñó como articulista de la página editorial del desaparecido diario “La Crónica” y ganó un premio nacional de periodismo. En 1979 emigró a México, en calidad de exilado, debido a la persecución de la dictadura militar de Morales Bermúdez. En la capital mexicana trabajó en el diario “Universal”, en el Centro de Estudios Económicos y Sociales del Tercer Mundo y como director de la revista “Textual”. Reside, desde 1985, en Estados Unidos.
En el 2006, cumpliendo el sino atávico de todos los celendinos, volvió a la tierra, a la Feria Taurina de la Virgen del Carmen, y nos hizo llegar su libro “La Lengua del Silencio”, del que extraemos el cuento adjunto, que trata un tema de actualidad como es la guerra fratricida y sus nefastas secuelas.
Aprovechamos la ocasión para hacer un pedido. C
on la firme convicción de que el pueblo celendino tiene pleno derecho a conocer la obra de todos sus más pleclaros hijos, la asociación Celendín Pueblo Mágico invoca a los familiares, o a las personas que tengan los escritos de don Manuel Pereyra Chávez "Perseo", a enviarnos una copia para su publicación.

REGRESO A CASA

Por Jorge Pereyra Terrones
Sintió en sus pulmones el aire frío de la puna, Y en ese preciso momento, al coronar la más alta cordillera cajamarquina, Mauricio supo que sus horripilantes pesadillas sobre la muerte habían llegado por fin a su término.
El ruidoso ronroneo del motor del autobús en el que viajaba de regreso a su tierra natal, lo sacó de sus fúnebres cavilaciones. Desde las alturas del cerro El Gavilán contempló al mediodía el bello paisaje del valle de Cajamarca y su corazón gradualmente se llenó de paz.
También divisó a lo lejos las delgadas columnas de humo que se desprendían de las cocinas de leña de algunas fincas enclavadas a un extremo de la verde planicie andina. Era la hora del almuerzo y se imaginó un caldo de chochoca con paico borboteando en la olla, mientras los cuyes, abiertos en canal, chisporroteaban de espaldas en el aceite caliente.
Al finalizar la guerra de Cenepa, el soldado Mauricio Cotrina había regresado a la ciudad del Cumbe, de la que salió cinco meses atrás para enrolarse como voluntario en un batallón de fuerzas especiales. Nadie lo obligó a ello. Pero su juventud y sus clases de Historia del Perú complotaron pasa inflamar su patriotismo y para persuadirlo de que tenía que acudir al maternal llamado de la Patria. Aunque las dantescas escenas que vio en la guerra, sin su aureola de gloria y glamour, lo convencieron de que en realidad había descendido al mismísimo infierno. Atrás quedaron los combates nocturnos, cuerpo a cuerpo, en la jungla de la frontera peruano-ecuatoriana. Y también el olor putrefacto de los insepultos cadáveres de los soldados de ambos bandos, despedazados por la minas antipersonales y los animales salvajes.
El autobús continuó su lento descenso por el camino asfaltado y bordeado de pencas y retamas, mientras los huanchacos silbaban sus peculiares trinos en las ramas de los más altos eucaliptos. Y al cabo de una hora ya fue posible observar con nitidez los tejados color marrón de las casas de su ciudad y las altas torres de piedra de la iglesia de San Francisco.
Al arribar al terminal de autobuses, y antes de tomar un taxi para dirigirse a la casa de sus padres, Mauricio quiso hablarles sorpresivamente por teléfono:
-¡Mamá, papá… he regresado a casa! Pero antes quisiera pedirles un favor… He venido con un amigo y me gustaría invitarlo a nuestra casa.
-¡Pero, por supuesto, hijo! Nos encantaría conocerlo. Ya sabes que tus amigos son nuestros amigos. Y más que todo porque peleó a tu lado en la guerra del Cenepa.
Mauricio se mantuvo en silencio unos segundos y luego continuó:
-Sin embargo, hay algo que quisiera que ustedes sepan. Mi amigo Gamaniel pisó una mina explosiva en al área de Tiwinza y, como consecuencia de ello, perdió un brazo y una pierna. No tiene familia y tampoco un lugar adónde ir. Por lo mismo, quisiera que se quede a vivir con nosotros.
Hubo un largo silencio al otro lado de la línea y luego habló el padre:
-Me apena oír eso, hijo. Quizás podamos encontrarle algún otro lugar para que viva.
-¡No papá y mamá. Ustedes no me han entendido!... ¡Quiero que viva con nosotros!
-Hijo… -dijo el padre- Tú no sabes lo que estás pidiendo. Un inválido como él sería una gran carga para todos nosotros. Gamaniel necesita un cuidado especial. Nosotros también tenemos nuestras propias vidas y no podemos dejar que algo como esto interfiera con ellas. Creo que debes venir a casa y olvidarte de ese asunto. Estoy seguro que él hallará cómo vivir sin tu ayuda.
Después de escuchar esto último, Mauricio no le contestó a su padre durante unos segundos y luego colgó el teléfono. Sus padres no volvieron a escuchar de él por un tiempo.
Sin embargo, un mes después, sus progenitores recibieron desde la ciudad de Trujillo una súbita llanada de la policía. Y sin que tuvieran tiempo para reaccionar, les dijeron si rodeos que su hijo había muerto instantáneamente después de arrojarse desde la azotea de un edificio de cinco pisos. Y se presumía que podría tratarse de un suicidio.
Los angustiados padres viajaron a Trujillo y de inmediato fueron conducidos a la morgue de la ciudad para identificar el cadáver de su hijo. Lo reconocieron rápidamente cuando lo trajeron sobre una camilla con ruedas y envuelto en una sábana blanca de la que sobresalía sólo la cabeza. Ambos se abrazaron al cuerpo sin vida de su único hijo y lloraron amargamente hasta que quedaron sin lágrimas y sin voz.
Recordaron su llanto al nacer una tibia mañana de primavera, su ternura y su amor por los animales, su primera comunión vestido todo de blanco, sus premios en la escuela y su admirable obediencia y amor para con ellos. Había sido el hijo perfecto, el alumno envidiado y el joven solidario que socorría siempre a los más débiles y menesterosos. ¿Por qué Dios se llevaba siempre a los más buenos? ¿Por qué los había bendecido con un hijo tan ejemplar para luego quitárselos sin previo aviso?
De pronto, la sábana que cubría el cuerpo de Mauricio se movió y cayó al suelo. Y descubrieron, para su horror, que su hijo tenía tan sólo un brazo y una pierna.

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