lunes, 16 de abril de 2007

CUENTO: ARMANDO BAZÁN

Armando Bazán nació en Celendín en 1902 y murió en Lima, en 1962, tras haber desarrollado una vasta labor cultural como escritor, traductor y periodista. Colaboró en la revista "Amauta", de José Carlos Mariátegui, y en los principales diarios argentinos y chilenos. Publicó “La Urbe Doliente”, “Urbes del Capitalismo”, “Unamuno, Expresión de España”, “Prisiones junto al mar”, las biografías de Mariátegui, San Martín y Bolívar y muchas obras más.
En el cuento que transcribimos aborda magistralmente una temática que aún no ha perdido vigencia entre nosotros: la discriminación hacia los andinos que migran a la capital.


MARFIL CHINO

El destino obraba con malas intenciones, frente al hotel Nuevo Shangai, en el atardecer de un domingo veraniego. Allí se detuvo por desperfectos imprevistos, un automóvil que venía desde el hipódromo con su carga de tres jugadores suertudos, que habían acertado en las tres últimas carreras logrando ganancias líquidas tan considerables como para ofuscar a cualquier infeliz acostumbrado a dejar en las ventanillas de apuestas gran parte de lo que le produce el sudor de su frente. Luego de haber bebido pisco en un bar de las proximidades, se dirigían a cenar dignamente en un chifa del Capón, cuando el vehículo se les quedó parado en seco. El piloto lanzó una sonora blasfemia al bajar de su asiento, abrió la trompa negra del Ford, en cuya cavidad introdujo la cabezota rubicunda, maniobró unos instantes por uno y otro lado y se irguió por último, blasfemando otra vez:
-… ¡Se han quemado las válvulas! ¿Dónde infiernos conseguirlas a estas horas? –Y después de un minuto de silencio agregó-: Mejor cenemos primero aquí. Me han dicho que no es malo este restaurante… Después veremos qué se hace.
Sus dos compañeros bajaron rápidamente. El primero era alto, delgado y vestía de blanco desde los zapatos hasta el sombrero: el otro, notablemente más pequeño, iba de oscuro y sin sombrero. Ambos se adelantaron para entrar por la puerta de par en par abierta. El volante tomó de su sitio un bastón delgado y amarillo y los siguió, cojeando levemente.
El salón era rectangular y aparecía iluminado por lámparas lechosas adosadas al cielo raso y tenía un extraño aspecto, pues se le veía un poco de bodegón italiano, por la presencia de botellas colgadas en los muros y estantes, otro tanto de fonda limeña, por la pilas de tamales y los jarrones de chicha morada expuestos en el mostrador, y otro poco de restaurante chino, por la naturaleza y disposición de sus mesas y por los tabiques que las mesas de la derecha unas de otras. Era indudable que su dueño tenía un gusto cosmopolita. Quienes lo conocían de cerca lo llamaban Don Manuel y sabían que, efectivamente, antes de llegar al Perú, hacía ya más de una década, había saltado primero de Cantón al Cairo, donde comerció tres años con sedas y corales; después a Nápoles, donde se inició en el manejo de bares y comedores. Cinco años vivió allí aprendiendo canciones de navegantes, pero sin aumentar ni siquiera en una lira sus capitales; hasta que uno de esos viejos barcos italianos de nombres melodiosos que años antes de la segunda guerra mundial cruzaban el Atlántico, uniendo los emporios del Mediterráneo con los míseros puertos del Pacífico sur, lo trajo de contrabando hasta el Callao, donde desembarcó una medianoche, disfrazado de marinero. Su alta estatura y su rostro bien tallado de pálido marfil le abrieron fácilmente el camino de la entrada clandestina.
Aquel era el momento en que las carreteras peruanas unían ya a Lima por el norte y por el sur con Cajamarca y Arequipa y penetraban, trepando los altísimos lomos andinos, hasta la selva de Tingo María. Tal circunstancia iba a cambiar bruscamente la fisonomía de la capital costeña, acentuando sus tonos cobrizos en virtud de la invasión serrana. Y así fue cómo, en un restaurante de Lince fueron a encontrarse el viajero transatlántico, en calidad de propietario, y dos cholos que acababan de llegar de Ayacucho, en condición de mozos. De estos dos últimos uno permanecía allí mismo ya cerca de diez años y se veía hecho un cuadrado fornido muchachote. Y ya fuera simplemente por el carácter afable del chino o por la antigüedad de su colaboración, ambos se trataban con notable familiaridad que no excluía de ningún modo el más perfecto respeto mutuo. Como el negocio no había hecho más que prosperar con el transcurso del tiempo, dos mocetones más, generalmente inestables, integraban el personal del restaurante.
Aquel domingo había sido extremadamente laborioso para todos ellos. Desde las seis de la mañana. “Don Manuel” estaba en pie para ir a abastecerse en “La Parada”, para dirigir luego el ordenamiento y la limpieza para cocinar por último y atender los pedidos. Ya a las ocho de la noche se sentía fatigado. La palidez de su rostro demacrado tomaba un tinte oscuro bajo la luz amortiguada que alumbraba la cocina. Con los brazos cruzados sobre el vientre, mirando el fuego azul de las hornillas pensaba acaso, anhelante, en el descanso o tal vez en su larga sociedad, sin hijos; o sentía quizá la nostalgia tardía de su pueblo natal de moreras con gusanos de seda, crisantemos y pagodas, en China Meridional.
El salón se veía repleto a esa hora dominical en que los cinemeros ingieren apresuradamente su alimento material para ir en seguida a nutrirse de imágenes y sueños en la sombra. De modo que los tres carreristas no pudieron escoger el sitio que hubieran querido y tuvieron que sentarse en la única mesa desocupada, que quedaba cerca de la puerta y alejada del mostrador, por donde se veía la cocina.


Al observar que no eran objeto de atención inmediata, el hombre del bastón levantó los brazos cortos como dos aletas y mascullando frases gruesas empezó a palmear sonoramente. Luego, mirando a uno de los mozos que atendía en tal instante a una mesa vecina sentenció:
-¡Miren ustedes a ese huaco… Manejando el lápiz!... ¡Haciendo cuentas con números escritos en papel!... ¡Claro, tiene que tardar un siglo para cobrar! Deberían venir aquí con sus quipus o quedarse en Quispicanchis manejando su arado… ¡Qué buena vaina!


Sus compañeros echaron a reír forzadamente más por compromiso que por entusiasmo, y uno de ellos hasta quiso desviar el tema hacia las pistas de San Felipe: pero el beligerante volvió a palmear con más furia. Entonces el ayacuchano, que estaba de pie ante el mostrador, acudió a toda prisa trayendo servilletas, cubiertos y una bandeja llena de pan. A él se dirigió esta vez con tono irónico:
-Media hora estamos ya aquí esperándolo, patrón.
-Dispensen, señores –contestó serenamente el muchacho- A veces viene mucha gente de golpe y no es posible…
-¿Qué no es posible, papanatas? Claro, no es posible porque esto no es la puna… Esto es la pampa, la pampa, cholazo… Mueve un poco las patas… A ver, a ver… La lista… La lista.
Rápidamente el mozo tomó de otra mesa lo que se le pedía, lo entregó y se quedó esperando.
Los tres pidieron lo mismo. “por lo pronto, tres churrascos a la chorrillana con bastante cebolla, y una botella de vino tinto”. Y mientras el muchacho se alejaba, el comensal de traje blanco atacó decididamente el hípico asunto de la derrota imprevista de “Río Pallanga”, gracia a la cual habían podido saborear una sustanciosa ganancia de setecientos por cien.
-Dicen que el jinete de Rio Pallanga jugó veinte mil soles contra su propio caballo. Y que esa suma se la dio el propietario del que iba a ganar.
Escépticamente, el más pequeño del grupo, persona que no hacía mucho, llegara del extranjero, intervino:
-Conjeturas sin fundamento… Conjeturas… la gente cobra de algún modo lo que pierde; calumniando, por ejemplo… El hombre tuvo que luchar contra los otros seis caballos del lote que iban resueltos a encajonarlo. Para evitar tal estratagema exigió a su animal en tres ocasiones, quizás más de lo debido, de modo que éste no tuvo ya fuerzas para vencer al cuarto que se le venía encima en la misma meta… Si, Julián, lo demás son fantasías de pura bilis. Esto nos tiene muy mal a los limeños, que sólo vivimos jugando y perdiendo…
El atildado Julián iba a responder; pero se vio cortado por el ruido de dos puñetazos que el cojo dio sobre la mesa. El éxito y el alcohol estaban sin duda batiéndole furiosamente los fondos de su subconsciente.
-Otra media hora y no viene el cholo ese imbécil con el vino. –Y levantando la voz en tal forma que pudo dominar el rumor de la sala, terminó-: ¡Aquí! ¿Van a traer o no el Tacama?... Una botella de Tacama…
Con el vino en la mano derecha y tres vasos en la izquierda acudió presuroso el ayacuchano. Al colocarlos sobre la mesa oyó que el implacable continuaba:
-¡No hay caso! ¡Pero si no hay caso! Aquí no puedes moverte, cholazo. –Y dirigiéndose a sus amigos-: Yo digo, ¿para qué viene esta gente de sus cerros y de sus chozas, para qué?... ¡Para invadirnos de parásitos y quemarnos la paciencia, nada más, nada más!
El muchacho esta vez clavó una mirada punzante y rápida en el abotagado rostro que lo increpaba. Una serie de ideas se agitaban confusamente en su cerebro. Allí estaba desde las seis de la mañana en pie, trabajando mil veces más que en sus cerros, sirviendo a centenares de personas… Pero acababan de decirle que había cometido algo así como un delito al venirse a Lima con su carga de pulgas… ¿Tendría razón ese señor tan enérgico y seguro de lo que decía? Al mirarlo por segunda vez, se le crispó involuntariamente el puño de la mano derecha.
Al mismo tiempo que vertía el vino oscuro en los vasos, el pequeño comensal intervino de nuevo.
-Que ese lomo esté bien frito y el huevo bien duro.
-Todo está ya marchando, señores… Un minutito. –Y se alejó a atender a otras mesas que lo solicitaban en diferentes tonos.
El trío bebió la primera copa de vino. El de blanco empezó de nuevo con su tema preferido, aduciendo razones, que según él; probaban el soborno del jinete en tela de juicio, y el diálogo, con su contradictor habría seguido; pero al cabo de un instante, el tercero tomó su bastón, se puso de pie y se dirigió a la cocina. Era indudable que el individuo se encontraba presa de una agitación incontenible. El chino Manuel lo vio llegar a la puerta y abandonando un instante su quehacer le preguntó:
-¿Desea algo caballero?
-Si, deseo decirte que tú no tener pantalones. Tú no saber dirigir recua de cholos. ¿Cuándo, cuándo van a atender a la gente como es debido? Media hora ya estamos esperando ¿Qué chino tan imbécil!
El aludido retiró la sartén del fuego y volviendo a mirar sostenidamente al intruso, agregó:
-Vaya tranquilo caballero. En seguida servido. En seguida. Insulto no está bien. No está bien
Golpeando amenazante al suelo con su varilla se dirigió lentamente a su asiento el irascible. Una vez allí sentenció:
-¡La plata de uno ya no sirve para nada! Vienes lleno de libras y tienes que estar corriendo detrás de estos analfabetos.
Sus compañeros miraban ya muy entretenidos a dos morenas vestidas de amarillo y muy perfumadas que acababan de sentarse en una cercana mesa, recientemente desocupada. El cojo se mantuvo un instante parado. Mirándolas sin disimulo de ningún género, de pies a cabeza. Así oyó que el pequeño decía:
-Te gustan por lo visto las aceitunas con mayonesa…
-Lo que me gustan son esas piernas gordas desde abajo. Eso es lo que me gusta… A mí no me vengan con palitos de tambor… Y salud señores, que esta noche quiero zamparme como manda la ley en cierto sitio…
Siguieron las declaraciones donjuanescas de dudoso buen gusto hasta que llegó el ayacuchano con tres grandes platos coronados de rollizos medallones de yemas.
Al tener delante la pintoresca, olorosa y nutritiva pitanza, los comensales se armaron de sus aceros respectivos e inclinaron las cabezas como para zambullirse simultáneamente. Y mientras dos de ellos engullían ya su pedazo de carne encebollada, el cojo se puso a blasfemar primero oliendo el arroz. Y masticando luego unos granos son los incisivos arrojó su cubierto. Segundos después tomó su bastón y saltó del asiento, exclamando colérico:
-¡Este arroz está recalentado! ¡Por la ascendencia de este chino y de todos los chinos del planeta!
El ayacuchano al verlo que disparaba hacia la cocina, lo siguió a toda prisa. Al llegar al umbral se detuvo a la expectativa. Los otros dos muchachos acudieron también.
Don Manuel se enjugaba la transpiración de la frente con un gran pañuelo blanco y escuchaba, poniéndose cada vez más pálido, la andanada del energúmeno:
-¿Qué te has creído tú, chino infeliz? ¿Qué somos todos aquí unos indios puercos para comer arroz recalentado, seguramente de las sobras de los platos?
El cocinero trataba de hacer opio su voz:
-Imposible hacer arroz para cada comensal. Imposible. Ese arroz hecho hace media hora, nada más.
-¡Qué chino tan sucio y ladronazo! Yo te haría tragar toda la cacerola esa de inmundicia.
-Yo no tragar nada, caballero. Usted sólo insultar. ¡Vaya a su asiento!
-¿Quién eres tú para mandarme, insolente? ¿Quién mamarracho? – Y levantando su bastón lo dejó caer sobre el cuello del cocinero; pero el golpe perdió toda su fuerza, porque el ayacuchano, sin poder ya contenerse, se acercó velozmente al agresor y le asestó un formidable puñetazo, de esos que desmayan, en el maxilar inferior. El cojo se tambaleó primero y luego cayó, con tan mala suerte que la sien derecha fue a herírsele mortalmente en el ángulo puntiagudo de la plancha de las hornillas. Los demás muchachos y algunos comensales presenciaron confusamente el hecho vertiginoso y ninguno de ellos habría podido decir con precisión lo que acababa de ocurrir. Sin embargo, todos informaron a los amigos del agonizante, que acudieron al lugar del hecho en son de guerra, que Don Manuel no había hecho más que defenderse con toda justicia. El aludido intervino oportunamente con ímpetu, con vehemencia contenida.
-Sí, yo defenderme con justicia. Yo tirar puñetazo y él caer con la cabeza contra fierro de la cocina. Mala suerte. Yo, yo tirar puñetazo en la quijada. Yo. Yo.
Cuando instantes después vino la policía y el caído no alentaba más, el chino Manuel se había puesto ya su saco blanco y viejo, pero limpio y bien planchado, tal vez un poco estrecho para sus amplias espaldas de atleta que no recordaba haber dado en su vida una trompada. Ante los agentes de la ley se ratificó enérgicamente en su primera declaración: él era el único culpable de lo que había ocurrido. Y dirigiéndose al ayacuchano, que permanecía inmóvil, alelado, con la tupida mota negra de sus cabellos más tiesa que nunca, agregó:
-Tú dirigir negocio. Yo enseñado manejar negocio, Tú joven, jovencito honrado. Tú dirigir negocio. Yo viejo ya, muy viejo, bueno para descansar; sólo descansar… Hospicio, hospital o cárcel… Es igual… Es igual.

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