viernes, 25 de septiembre de 2009

NARRATIVA: Alfonso Peláez Bazán

CLARA

Mientras los diarios de la capital daban la angustiosa noticia de la desaparición de un avión comercial –elZ45-; con treinta pasajeros para distintos lugares de la Selva, en un paraje desolado de la Cordillera Central, en los Andes del Norte, el destino ofrecía a los cielos un horripilante espectáculo: entre un hacinamiento de fierros retorcidos, aparecía un macabro conjunto de cadáveres mutilados y semicarbonizados… Como detalles del cuadro espantoso, dos o tres cadáveres aparecían tirados en distintas direcciones… De los escombros todavía se levantaban delgadas columnas de humo. Pese al espacio abierto, el aire era pesado, asfixiante.
Desde la hacienda LOS CEDROS, situada en una hermosa y profunda planicie de la misma cordillera, el joven hacendado Jorge Echandía y sus peones vieron incendiarse el avión luego de haber chocado en la cresta de un cerro. Y sin perder minuto se fueron presurosos hasta el lugar de la catástrofe.


Inmóviles, presas del horror más grande, Jorge y sus peones se estuvieron mucho rato sin saber qué hacer. Al cabo, comprendieron que, en realidad, ningún papel les correspondía allí.
-Comunicaremos lo más rápido posible- dijo Jorge al tiempo de tomar la delantera.
Habían caminado unos pasos, cuando de pronto fueron sorprendidos por unas voces que llegaban apenas… Eran como débiles acentos de alguien que estuviera atormentado. Cuando los hombres se detuvieron silbaba el viento y las voces dejaron de escucharse. Mas, no tardaron éstas en volver… pero el viento seguía silbando… Los hombres habían empezado a desconcertarse. Les era imposible localizar las voces. EL viento jugaba con ellas y con los hombres.
Pero se cansó al fin el viento.
-¡Allá!... Allá!... –gritó casi desesperado uno de los hombres.
-¡Sí!... ¡Sí!... ¡Allá en el matorral… -confirmó otro.
Y todos corrieron hacia el matorral.
Se perdían a instantes las voces. Pero cuando todos los hombres estuvieron ya a pocos pasos del matorral percibieron, incluso, que el acento era tierno, dulce…
Y se fueron acercando más y más…
De pronto, todos se quedaron inmóviles, exclamando: “¡Oh!...”.
Acababan de ver, enredada en los lanches y las moras, a una mujer…
Luego, silenciosamente, calmadamente, se fueron acercando hasta ella…
Y fue más grande la admiración que el dolor. Todos exclamaron: “¡Qué linda!...”.
Y la despertaron suavemente, como a una flor delicada y linda. Los hombres parecían sublimados. No en vano pasó tanto dolor por sus corazones.
¡Cosas hace el destino!... Aparte de estar como enajenada, fuera de sí, la mujer no presentaba heridas de consideración. Se habría dicho que ella no estuvo en el avión.
La acostaron sobre los pastos verdes, limpios y frescos.
Antes de una hora, estaba lista una parihuela para trasladar a la bella mujer hasta la hacienda Los Cedros.
II
Junto a una amplia ventana que da al huerto de naranjos y cafetos, le acomodaron el lecho a la linda mujer.
Dos cholitas de la hacienda –Orfe y Nati- se pusieron una a cada lado del lecho para no moverse en toda la noche.
De hora en hora, Orfe y Nati ponían en labios de la enferma gotas de naranja y de mieles silvestres.
El silencio de la estancia sólo era turbado por los hondos suspiros que de rato en rato exhalaba la bella paciente.
***
La luz del amanecer, filtrada por entre los floridos follajes del huerto; el canto de las avecillas; la fina fragancia de los azahares, dulce y suavemente, fueron despejando a la bella. Y sus ojazos se fueron llenando de asombro…
Empezó a mirar para todos los lados sin llegar a encontrar una explicación. Se incorporó un poco y su asombro se hizo aun más grande cuando vio a sus pies, profundamente dormidas, con las cabezas caídas sobre el borde de la cama, a las dos cholitas…
-¿Díos mío, ché questo?... ¿Dovo sono?...
(¿Qué es esto, Dios mío?... ¿Dónde estoy?
Se sentó finalmente sobre el lecho, se puso las manos en la frente y empezó a reconstruir su pasado inmediato. Roma… París… Londres… Nueva York… La habana… Caracas… Lima… Luego un pasaje para la selva peruana… Y cuando su memoria llegó a los primeros momentos de la tragedia, su cerebro volvió a oscurecerse y blandamente dejó caer su linda cabeza sobre las almohadas.
III
Más que la salida del sol y que el despertar de las aves, a los hombres y a las mujeres, a los viejos y a los niños, alegraban la luz de sus ojos y la armonía de su voz.
Un día dijo su nombre:
-Clara… Clara…
Ese día resplandecieron más hermosos los campos y los cielos.
Y todas las gentes de Los Cedros se sorprendían de las cosas y de sí mismas, como si en verdad se hubiera operado alguna extraña transformación.
***
Entre tanto, en la Capital, los diarios seguían informando cada vez con mayor sensacionalismo sobre la desaparición del Z-45.
Las compañías de aviación, las dependencias oficiales de Aeronáutica y los familiares de las víctimas, todos, desplegaban los mayores esfuerzos para ubicar el aparato accidentado.
Jorge, por su parte, había despachado un expreso a la ciudad llevando noticias para la Capital. El expreso debía esperar en dicha ciudad la llegada de los expedicionarios para conducirlos hasta el lugar del suceso; pero, atendiendo a las indicaciones precisas de Jorge, lo haría por caminos distantes a la hacienda Los Cedros.
***
Cada día, todos en la hacienda aprendían una palabra nueva del divino idioma del Dante. Clara –que también sabía castellano- realizaba esta labor con encantadora dedicación.
Cogía una flor y repetía dos y tres veces:
-Fiore… Fiore… Fiore…
(Flor… Flor… Flor…)
Aspiraba su perfuma y decía:
-Fraganza… Fraganza… Fraganza…
(Fragancia… Fragancia… Fragancia…)
Juntaba varias flores:
-Mazzo… Mazzo… Mazzo…
(Ramo… Ramo… Ramo…)
En seguida tomaba la lección a Orfe y a Nati.
Las tres corrían tras las mariposas, y cuando alguna se les hacía entre las manos polvo ofino y dorado, exclamaba:
-¡Poveretta mía!... ¡Poveretta mía!...
(¡Pobrecita mía!... ¡Pobrecita mía!...)
La acercaba a sus labios y luego la echaba al viento:
-Portala lontano… tanto lontano…
(Llévala lejos… muy lejos…)
Finalmente juntaba las manos, miraba al cielo y exclamaba:
-Infinita bonta…
(Bondad infinita…)
Llenas de contento y entusiasmo, Orfe y Nati repetían las frases.
Los peones también se sabíanalgunas.
-¡A cena!... Pronto, Domitila, a cena!...
(¡La merienda!... ¡Anda, Domitila, la merienda!...)
Y Domitila contestaba:
-Un momento!... Pazienza!...
***
Y cada día en el valle de Los Cedros, los huertos y los campos florecían más bellos.
-Esto es hermoso… -de3cía Clara abarcando con la vista todo el valle.
-Ahora todo parece hermoso… muy hermoso… -respondía Jorge mirando a los ojos de Clara.
-¿Quiere ya un poco a estas tierras?...
-¡Muchísimo!... Todo este paisaje se irá en lo más hondo de mi ser… Y será tal vez más bello que todos los que hay allá… Mas bello que Roma… Más bello que Nápoles…
Jorge la escuchaba absorto.
***
“Uno, dos… diez, once… veinte, veintiuno… treinta, treintiuno, treintidós… treinticinco, treintiseis…”
Dos días completos se estuvieron los expedicionarios buscando el TREINTISIETE… Pues, de acuerdo con los documentos del caso, los cadáveres debían ser treintisiete.
El expreso de Los Cedros acompañó de regreso a los expedicionarios hasta la misma ciudad de donde habían partido juntos. ¡Quién habría imaginado todo lo que escondía el corazón del peón de Los Cedros!
***
-Una rosa… tres claveles… otra rosa… dos margaritas… -decía con su dulce acento, haciendo los ramos para la casa.
Orfe y Nati la contemplaban maravilladas.
Luego las tres entonaban el comienzo de una linda canción en italiano:
Aveva un bavero color zafferano
e la marcina color ciclamino
veniva a piedi da hodi a Milano
per incontrare la bella gigugín…
***
“Ah, cómo se pondrán de tristes los naranjos, las mariposas, el viento, cuando ya no se oigan su voz y la luz de sus ojos ya no los bañe… Y los cerros… el río… las aves… No…. Nadie les arrebatará el bien que solamente el cielo pudo darles… Pero allá… Allá en Italia… ¿Acaso no hay allá unos ojos que la lloren?... ¿Acaso no existen seres que darían sus idas por verla sonreír?... Sí… Pero es que ya está muerta… Clara ya no vive sino para Los Cedros… Para nosotros… Para el resto del mundo murió… Nosotros le arrebatamos a la muerte… ¿Qué derecho les queda a los demás?... Pero hay unos ojos que la están mirando desde allá… Hay unos pechos que laten junto al mar… Y el viento trae los lamentos… No… No se irá más de Los Cedros… Pero ella tiene el pensamiento más allá de los mares… En sus lindas ciudades… Se irá… Y se pondrán tristes para siempre los cerros, el río, los naranjos... y las mariposas ya no serán tan doradas ni raudas… Pero nos llevará en sus ojos… y en su alma… Este paisaje vivirá para siempre confundido en el azul de Nápoles y en el verde y oro de todos las mares de Italia…”
Eran noches terribles, desesperantes. EL insomnio había tomado su puesto a la cabecera de Jorge.
Pero llegaba el día y todo volvía a sonreír: el cielo, los campos, los naranjos, las mariposas.
IV
Un día los diarios de la capital informaron a grandes titulares sobre la llegada de dos jóvenes italianos: Antonio Agapamti y Mario Rossi. Hermano el primero y novio el segundo de Clara. Vinieron desde Italia en la esperanza de conocer la tumba de Clara…
Pero se encontraron con una extraña y absurda realidad: ningún cadáver fue identificado. De algo más se enteraron: de la falta de un cadáver. A igual que a todos los deudos, a ellos también les atormentó el pensamiento sobre la posibilidad de que ese cadáver fuera del ser querido. Antonio y Mario hasta llegaron a pensar en iniciar la búsqueda. Al final, tuvieron que conformarse con echar flores sobre las tumbas.
Gracias a un extraordinario servicio de información que desde el principio estableció Jorge, éste se hallaba al tanto de todo cuanto ocurría en relación con la tragedia del Z-45.
“Se irá… Vinieron por ella… Todo entristecerá en Los Cedros… El cielo… Los campos… los ríos… las aves… las mariposas… y nosotros… Ah…. Pero ellos no vinieron por Clara… Vinieron por la muerta… Vinieron a regar flores sobre el cadáver… Y volverán a sus lejanas tierras con el alma aún más entristecida… Y Clara seguirá viviendo en Los Cedros… inundándolo de luz y alegría… ¿Pero, acaso, no será mejor que nos lleve en su alma y en sus pupilas?... Se irá… Pero todos moriremos de tristeza…”.
***
Desde el huerto de naranjos y cafetos, llega hasta Jorge la inefable voz de Clara en una bella canción.
E’ una somplice canzone de due soldi
Che si canta nelle strade dei sobborghi…
Va hasta el cerco y desde allí disingue a Clara empeñada en sembrar margaritas y azucenas.
De pronto la canción se interrumpe.
-Tú, Orfelinda, cuidarás de las azucenas y de las margaritas… Y, tú, Natividad, de los rosales… Jorge me escribirá siempre dándome razón de todo… Todo, pues, va a ser muy sencillo y hermoso: ustedes vivirán conmigo en Italia… y yo estaré por siempre en Los Cedros…
A Jorge, como a cualquier hombre, se le cayeron las lágrimas…
“Se irá… Ahora sí se irá… Y habrá una nueva, una desconocida belleza en estos campos… Los Cedros la arrebataron de la muerte. Y Los Cedros no se la arrebatarán de nuevo a la vida… Se irá… Y habrá vida en todas partes… En Los Cedros y más allá de los mares…”
En el espíritu de Jorge había triunfado para siempre el deseo de hacer a Clara todo el bien posible.
V
Orfelinda y Natividad se han subido hasta lo más alto de la “piedra florecida” que hay en la “Pampa de los Amarillos”… se subieron precipitadamente… No tuvieron compasión de las enredaderas ni de las violetas silvestres…
Pero las enredaderas y las violetas silvestres florecerán luego con un aliento mejor: el que ha de nacer de las lágrimas de las dos cholitas que hoy no se detienen a pensar en el dolor de las flores porque el suyo es sin límites…
Como dos blancas azucenas, de entre la cabalgata que avanza por el camino verde de la falda, se alzan las manos de Clara, diciendo adiós a Los Cedros.



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