jueves, 6 de marzo de 2008

NARRATIVA: Antonieta Inga del Cuadro

El siguiente cuento está ambientado en la zona rural del caserío de Taguán (Celendín) y tiene como argumento hechos reales. Fue presentado a los Juegos Florales Universitarios de San Marcos el año 1960, organizados por la Asociación Internacional de Estudiantes Universitarios. La autora fue galardonada con el Primer puesto, además de alentadores comentarios de los profesores universitarios de entonces. (Jorge Horna.)

LAGUNA SECA


Por Antonieta Inga del Cuadro *



La rojiza luz del pequeño fogón va y viene, alargando y acortando su muriente llama, retorciéndose y luchando dolorosamente por sobrevivir al azote del viento y de la lluvia que ya empieza a caer. Por fin, con un esfuerzo supremo se yergue y hace venias aquí y allá; pero las sombras van desfilando detrás de la casa, las siluetas de los montes y de las enormes piedras van encarnando sus personajes nocturnos, y ya es muy tarde para seguir soplando tranquilamente las brasas sin que los ojos se quejen. Son las cinco de la tarde. Y en aquel banco, junto al fogón, uno se puede quedar inmóvil; aunque la oscuridad, el silencio, la noche y el viento nos digan a una voz que alguien se nos acerca por detrás.

Da miedo volver la cabeza en cualquier dirección: a lo lejos, la oscuridad de la noche que se acerca, el silencio y la ausencia; junto a mí, el calor que ya se extingue por los hilillos del humo que surgen del fogón; en mí, el alma oprimida por aquella tristeza, tristeza toda: tan sola, tan fría, tan indiferente y tan llena de misterios.

Pero no puedo seguir mirando fijamente la pared de aquella casa, de aquella Escuela, a la que al siguiente día, y al otro día y a otros más, visitarán los niños. De repente el vuelo de aquel pájaro negro me saca del sopor en que me encuentro, y no sé si por miedo o por curiosidad sigo su vuelo… Había de seguirlo para recordar que detrás, a no muchos pasos de mí, se encontraban unas cuantas cruces, y unas porciones abultadas de tierra dura, por lo que se podría bautizar de Cementerio aquel paraje.

Mas, ¿es posible que haya olvidado aquello? ¿es posible que aún no haya llegado a quien tanto espero para templar un poco los nervios y poder mover los labios? ¡Vamos! ¡Ya llegará!. Deberías estar contenta, pues ya llegará, quizás estará todavía por aquel camino al que apuntan los brazos de las cruces; pero de todos modos, no estarás sola al cobijarte en el lecho.

En verdad, mi hermana pronto estaría aquí, pronto su alegría, su conversación, su coraje y su afán de cantar. No, no estaré sola esta tarde, esta noche. Pero ella, aquella morenita de ojos dormidos, con sus rizos acariciándole la espalda, sí lo estuvo. Pobrecita, tan noble, tan callada y tan tristemente bella.¡Sí lo estuvo, y muchas noches! Ella… había empezado a hacerlo ahora –entumidos los miembros ateridos por el frío- sólo atinaba a poner aquel silbato entre los labios, para arrojar todo su miedo y su soledad en el eco que se expandía por todo el horizonte que aclaraba la luna. Pocas veces la vinieron a ver. Aquellos sencillos pobladores no debieron comprenderla nunca. Pues cuando en medio de la noche volvió a llamar, nadie, nadie la fue a ver.

Pasaban días y días, noches y tardes, y la escuela seguía allí. Y los niños iban y tornaban; cantando huaynos y músicas tristes, unos; tocando sus quenas y antaras, otros; saltando y golpeando sus tambores los más traviesos. ¡Pobrecitos todos ellos también son inocentes!... Pero nunca han pasado una noche solos, en aquella escuela; nunca han sido del pueblo y han dormido solos, envueltos en paja entarimados sobre cuatro palos incrustados en la tierra. Ella sí. Durmió allí y sin más luz ni compañía que la llama de una vela que iba goteando y escurriéndose esperando el soplo que detenga su fin. Ella sí vivió allí, comió allí y durmió siempre allí. ¿Entonces cómo no iba a suceder? Cómo iba a vivir en paz en esa laguna disecada, con su sonido a brumas aún en su atmósfera, con su cementerio con cruces velando su sueño; con su peña ojosa, deshabitada, criminal, de mal agüero, donde se escondían los ágiles venaditos que salían por las doce en punto de la noche a visitar los enormes agujeros de la que fuera una laguna, refugio seguro de aquellos malignos espíritus, que se solazaban perturbando el sueño de la hermosa Dorisa.

Muchos que madrugaban por allí, llevando su ganado a la otra banda del río, los habían visto, cogidos de la mano, danzar y danzar arrojando llamas por los ojos y lanzando sepulcrales gritos. Muchas veces se repitió el solaz y muchas veces los labradores quisieron disipar con agua bendita aquel horrendo espectáculo. Pero los viejos de aquel lugar no consentían y confiaban en que pronto se llevarían en sus juegos el cuerpo de la joven maestra, y entonces todo se quedaría en paz.

Y la danza y el juego continuaron y el silbato de la maestra no más se oyó. Pero los niños seguían yendo a la escuela; y cada día más tarde se levantaba la maestra; cada día más pensativa y con los ojos más dormidos pero más bellos que nunca. Sin embargo los niños aprendieron mucho: porque ella era inteligente, porque la temían; pues como ellos decían, estaba compactada con los espíritus del infierno.

Siguieron viniendo los niños siempre alegres con sus músicas tristes, con sus pasos ligeros y con sus carreras cortas. Esa vez llegaron uno tras otro, llegaron todos, pasaron el camino que estaba entre los hoyos, llegaron a la escuela, esperaron; pero la puerta de la escuela no se abría y la maestra no salía. Se reúnen todos a jugar, se cansan de correr aquí y allá, se ponen a comer su fiambre de cada día, y al final se inquietan un tanto; pues porque no han visto llegar a la maestra, no la han visto salir a su encuentro, ni sentarse como otras veces en el umbral de la puerta.

Un niño, el más grandecito, no ha podido jugar, ni reír, ni caminar. Todos quieren marcharse ya; pero antes de irse les dice: Veremos si la puerta se abre, si el agua de la lluvia a penetrado a nuestro salón, si los zorzales y los búhos han dejados sus huevos en sus nidos hoy. Veamos si la maestra se ha quedado dormida, o si aburriéndose se ha marchado de aquí. Muchas de las señoritas que vinieron se fueron también; otras vinieron y, sin irse, desaparecieron. Entraré yo pues y si está durmiendo, nos sacaremos nuestros ponchos y la cubriremos más; y si se ha marchado, regresaremos a nuestras casas, y nuestros padres pronto irán al pueblo y nos traerán otra maestra más. Se detiene el niño en la puerta, sus manitas quieren empujar, y se detiene otra vez, pues la señorita se puede enojar. Al fin, un ademán de impaciencia de los demás lo anima, y así, empujando la puerta, traspone el umbral.

Silencio muy quedo, olor a humo que viene y se va, la vela encendida ya en su base, la cama, la paja, el vestido añil; más allá, los crespos cabellos, los labios de miel, su talle, su vida, todo estaba allí. Los niños se acercan y rodean el lecho, se van disponiendo a quitarse la gorra por veneración, pues está tan bella, tan fresca; sonriente y con la mirada de sus lindos ojos perdida en las vigas, pendientes del nido de algún zorzal. Los niños… quién sabe qué pensarán!. Se han extasiado en ese mirar, y ella, dando una última mirada al candil, empieza a moverse, se sienta, desciende de la cama, camina y se va. Erguida, solemne, belleza sin par se marcha, y todos los niños quieren ir detrás.

*Antonieta Inga (Celendín, 1939). Lingüista,
Catedrática en la Universidad Nacional
Mayor de San Marcos. Ha colaborado con
artículos de crítica literaria en diversos
periódicos y revistas. También ha publicado
el poemario “Otra Armonía Todo”.

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