miércoles, 10 de junio de 2009

CUENTO: Franz Sánchez Cueva

Definitivamente, Franz Sánchez deja de ser una promesa para convertirse en una hermosa realidad. Su prosa ágil y moderna dará mucho que hablar en un futuro cercano. CPM se enorgullece de tenerlo en sus filas por la hondura de su crítica y por una línea comprometida con Celendín y su problemática. El cuento “La Tahualpa y sus llantas” pinta el surrealismo cotidiano que se vive en nuestro pueblo, con sus pequeñas luchas por la supervivencia en un estamento al que quizás pocos hacen caso: En el de los cargadores de bultos. (NdlR)

La Tahualpa y sus llantas

Por: Franz Sánchez

En medio del silencio pueblerino. Un pitido alerta a los bribones. Se oye claramente cómo cobra fuerza a medida que se aproxima. Todos han parado la oreja. Nadie respira, ni exhala; y si pudieran contener el latido de sus pechos, seguro que lo harían.
La desértica plaza parece estacionada en el tiempo. Cada vez más cerca, el pitido zumba en los oídos de todos. El ruido de un motor origina murmullos en la esquina. De súbito, alguien grita frenético: ¡La Tahualpa!
Corren todos empujando sus rústicas carretillas. Se precipitan, únicamente guiados por sus instintos. Van a la esquina de la vieja calle Gálvez. Atropellándose, unos y otros, de prisa galopan. La estentórea estampida ha roto la quietud y calma. Un remolino de empellones y zancadillas, enrolla entre las ruedas, cuerpos magullados por decenas. El saldo de aquél rally improvisado, es muy accidentado. Carretas colisionadas, desastilladas, destruidas por pedazos. Quizá sirvan como leña para el chocolate de las seis de la tarde.
Algunos han sacado ventaja desde la partida. Otros han sido rezagados, igual que Rojas.
Rojas, es un hombre de reducida estatura, andar dificultoso; por culpa de su pierna zurda. El hablar, acelerado y confuso se debe a su tartamudez. El carretillero Rojas era siempre el favorito en las apuestas. La simpatía desbordada por sus fanáticos, que se contaban por docenas, conseguía que el carretillero restara importancia a sus limitaciones físicas. Casi siempre terminaba olvidando que una de sus piernas era más corta que la otra. Se lo veía, balancear empeñoso a la meta. Pero a pesar de todo el esfuerzo demandado, nunca pudo seguir el paso a sus contrincantes.
Cuando el bus de la empresa Atahualpa aparecía en la plaza; Rojas se obligaba a tomar un atajo, cortándola por la mitad. Su singular forma de correr, arrancaba las carcajadas de oficinistas de la empresa, familiares que aguardaban por sus pasajeros y curiosos que acudían puntuales a presenciar, efusivos abrazos y llantos con sabor a reencuentro.
La esquina entre Pardo y Comercio, se transformaba en escenario novelesco, de expresiones dramáticas, de encuentros postergados por el tiempo, de perdón por adioses jamás declarados, de lamentaciones por haber dejado el terruño, de lágrimas de tristeza y alegría por el retorno. El ocaso del día, con sus entrañables arreboles incorporaba pinceladas poéticas al frío lienzo de la realidad. Era un lugar de mil y un historias. Los carretilleros, que recibían ansiosos al pasajero para trasladar sus equipajes hacia su destino final; se convertían en mudos testigos de centenares de relatos. Había tanto que contar.
Siempre y a la misma hora, el pueblo se conmocionaba con la llegada de la Atahualpa. Un retraso en la arribada del bus y el pánico se volvía general. No existían taxis. Ni unidades de transporte menor. Tan solo las carretillas. Los carretilleros solucionaban las angustias del fatigado pasajero. De allí que se destaca su importancia. Su papel era fundamental.
Tanta seriedad exigía su labor, que las carretillas, en principio someras; de madera morigerada, de clavos herrumbrosos y retorcidos. Se volvieron auténticas unidades de transporte. Colocaron en ellas, tablones reforzados y resistentes, llantas revestidas con recio jebe. Al extremo, construyeron pequeñas cajitas que llevaban el apodo del conductor o propietario: transportes “el breve”, “el buen cholo”, “el shilico”, “el milamores”. O una frase emblema, para intimidar a la competencia: “Muérete con tu envidia”, “No me odies por ser mejor”, “Que Dios te ayude”. Estas decoraciones en las carretillas, también servían para convencer al pasajero a la hora de escoger su transporte.
La carretilla de Rojas, discretamente decía: “Trazportes Rogas”. Las letras, también rojas, daban la impresión de estar estampadas con las mismas huellas digitales de Rojas. Cualquiera diría ello. Pero quien conocía de su analfabetismo, sabía también que fue socorrido, aunque de mala forma. Socorrido.


La vida siempre confabuló contra Rojas. La cojera, que hacía lento su desplazamiento, y su hablar, por poco indescifrable; lo mandaban de retorno a la lejana casa donde vivía. Con la carretilla vacía, vacío el bolsillo y por qué no, también el corazón. A pesar de todo, la gente ansiaba verlo correr. Era un privilegio la expectación de suceso tal. Un momento único. No podía desapercibirse. Hasta le hacían barra.
Allí están, nuevamente alentándolo, más por chanza que por convicción. Rojas, animado por la batahola, esquiva el montículo desperdigado de cuerpos y carretillas rajadas. Resuelto, respira la nuca del líder, evitando derrengarse corre convencido de alcanzar, por vez primera su meta. Ha exigido al límite sus facultades. Su rostro escarlata supura coraje. El pitido cercano, despeja cualquier duda ¡Es un claxon! No vale estancarse. El motor ruge como un helicóptero; es la Atahualpa. El carretillero líder se detiene. Las llantas de su carretilla, despiden un trazo indeleble en la pista. Rojas lo ha rebasado. Increíblemente, es él ahora, líder indiscutible. A cortos metros de la esquina de Gálvez; Rojas ha detenido su avispada marcha, tras escuchar risotadas. Gira titubeante. Mira a sus émulos derrotados, pero éstos desatan carcajadas y burlas. Ha sido engañado. Cuando lo comprende, observa que un carro destartalado semejante a un escarabajo, cruza la calle con dilación excesiva. No puede creerlo. El sonido no puede provenir de éste escuchimizado vehículo.
Avergonzado y más cojo, retorna. La cabeza clavada en el suelo. Arrastra la pesada carretilla de vuelta a la esquina del Comercio. En esa infame circunstancia; una avalancha humana acaba de sumergirlo dentro del polvo tupido. Todos arrollan a Rojas. Tendido, bajo su carreta, golpeado y muy adolorido recibe pisotones en las manos y en los pies. Extrañamente todos retoman la carrera con dirección a la Gálvez. Aturdido. Le cuesta trabajo incorporarse, después de haber servido como alfombra. Yergue la cabeza y atestigua, el momento preciso en que ingresa la Atahualpa. Enorme, veloz, con gran ferocidad, deja lengüetear el polvo a todos esos oportunistas. Los carretilleros persiguen su rastro alrededor de la plaza. Es en vano. Él observa, maravillado, como todas las veces. El estruendoso rugir de motores engalanan la titánica armazón. Como un furibundo león que persigue a su antílope. Implacable en su marcha. Atraviesa el ayuntamiento. Algunos pedazos de papeles, inoportunos en su camino, han elevado su rumbo. La polvareda a tutiplén amenaza ser tornado. La mágica figura del rostro de Atawallpa, último emperador Inca, se funde con la carrocería; en un bólido impetuoso.
En verdad, la dinastía incaica parece reclamar sus dominios. No es un simple bus, es casi un emisario de la sangre real. Ningún mestizo intenta, siquiera, obstaculizar su paso. Nadie tiene las agallas. Ni siquiera podrían sostener la mirada, frente a la colosal máquina. Pero la vida tiene preparados distintos designios para nosotros. Y traza una etérea línea, a la que pocos atrevidos, pretenden cruzar. Porque no pueden, no quieren o porque no la ven.
Rojas se ha detenido en la esquina. Desertor de una carrera, que sabe, no ganaría. Ha decidido ir a su encuentro, cara a cara. Espera completamente paralizado, con la mirada puesta en los amplios ventanales frontales de la Atahualpa. Ha transpuesto la línea.
La tracalada de carretilleros, tragan humo, pero no se rinden en el intento de traspasar al bus. Están muy cerca. La Atahualpa, juega con ellos, reduce la marcha y deja que sientan por breves periquetes, el sabor de la gloria. Pero luego, aprieta el rumbo y les deja otro sabor, uno que despide el tubo de escape.
Esta rara convicción de los carretilleros, de alcanzar la velocidad del bus. Tiene que ver y mucho con la ilusión de fusionarse, carreta y hombre, en uno sólo. Tomando la idea del hombre como propulsor del movimiento de la nueva aleación.
Cuando creen haber alcanzado la monumental maquinaria. Jadeantes, cuadran sus carretillas. Sin embargo. La Atahualpa, como en vuelta olímpica, subraya su victoria con un giro más, alrededor de la plaza. Y allí van los muchachos, persiguiendo sus ideales, detrás nuevamente.
Rojas, desconcertado cierra los ojos. Y para darse más ánimos, se arrodilla en el piso de la esquina. Sabe que llegó el momento de confrontar a la temible bestia. Emulando, ciertas prácticas salvajes, toma la carreta como un capote. Y grita ¡Aja! La Atahualpa, parece haberlo visto. Arroja humo de sus fauces. Finalmente, embiste. Acelerando.
Toda la envergadura del bus, se aproxima. Rojas, en estado pétreo, aguarda, temiendo lo peor. La gente grita, queriendo indicar la cercanía del carro, pero resulta una confusión de palabras. Empieza un griterío, que enmudece, quizá por el inclemente bramar del bus. Las señas del chulio, piden quitar de en medio al sujeto. La Atahualpa es ahora, una locomotora sin frenos.
Rojas abre los ojos y mira con horror el furioso hocico del bus, ya detenido en sus narices. El chofer, baja descontrolado y lo sujeta del pescuezo. Le increpa, pide explicaciones de tan estúpida acción. Rojas balbucea: ¡Pa, pa, pa!
Los pasajeros, descienden preocupados por el muchacho. Uno de ellos, viste atuendos elegantes, usa un sombrero de ala ancha, el bigote grueso y cano; además lleva unos botines pardos. Se acerca y le pide amablemente al conductor que lo suelte. Mira al paticojo como queriendo comprobar su estado. Rojas expresa inquieto: ¡Pa, pa, pa! El hombre se compadece, mira alrededor y pregunta: ¿Alguien conoce a su padre? Pero los demás carretilleros están más preocupados en llevar los bultos de las personas, y lo ignoran. Sin respuesta, levanta al joven, y oye nuevamente: ¡Pa, pa, pa! Acerca los oídos y escucha la frase completa: ¡Pa, pa…ro, paró! ¡Paró! Lo cual arranca una sonora risa.- Sí muchacho, el carro paró, pero yo, no estaría tan seguro la próxima- sentencia, el hombre.
Descargan muchos paquetes de aquél hombre. El próspero sujeto, mira a Rojas y le dice: -¿Quieres ganarte una propina? – Rojas asiente con la cabeza y alista de inmediato su descompuesta carretilla. Muy a pesar de todo, el día, en su agonía, promete.
El cojo Rojas lleva la carga, que en un par de cuadras, lo ha sofocado. El hombre va adelante. “Apúrate muchacho, en casa me esperan con mi chocolate y mi harina” dice alegre, mientras aligera el paso. Rojas tiene la seguridad de que aquél paisano, le dará una jugosa propina. Sus brazos y pantorrillas opinan lo contrario.
Al cabo de varios minutos. Rojas se percata que están camino a Candelaria. El hombre sigue en frente silbando una vieja tonada, que da la sensación, es un aviso del retorno del hijo pródigo.
Los bultos se mecen al compás del desnivel de piernas. En cualquier momento, la carretilla se inclinará al lado más débil. Rojas teme una volcadura. De golpe. La detiene. No puede más. Está muy pesada. Están muy lejos. Pero se contradice. La vuelve a levantar y cae, a su izquierda. Con la chueca. La imperfecta. Ha tirado todos los bultos al suelo, junto a una acequia.
Los grillos, frotan sus patas provocando un delicioso sonido. Es sin dudas la hora del lonche shilico. Se pueden sentir los aromas en los fogones. La calidez orgullosa del chocolate. La taza llena, humeante y espumosa. El queso terso y saladito. Las rosquillas que se desmoronan, arenosas entre los dientes. Y la harina, que acalla cualquier intentona de conversación. Si hay un momento más propicio para sentirnos eternos shilicos, ésa es la hora del lonchecito.
El hombre espantado, voltea a ver sus equipajes desparramados. Molesto, dice: ¿Pero que clase de servicio es éste? ¡Vamos hombre recoja los bultos, que ya es la hora del lonche! Pero por el contrario, Rojas solamente recoge su carreta y comienza el retorno al pueblo. El furioso señor grita: ¡Oiga! ¿Es usted sordo? ¡Me voy a quejar con la empresa! ¡Les voy a decir que su transporte es una porquería! A lo que Rojas contesta lejano: ¡Si y di dígale también, que que me inflen bien las llantas, las dos por igual! ¡Sino no no llegamos ni, ni a la normal!

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