jueves, 8 de octubre de 2009

NARRATIVA: Amor al paso

Por Franz Sánchez
Difícil saber lo que me atrajo de ella. Quizá sería su manera de abrir la boca, o ese estilo vulgar de fumarse el cigarro. Lo cierto fue que, desde que llegué no hice más que clavarle los ojos, y recorrerla centímetro a centímetro, por esa escasa minifalda que a duras penas podía contener el desborde de sus nalgas.
Aquella mañana sabía que tenía que regresar a la frígida Lima, que en “stand by” recuerda que siempre tienes que volver a la rutina de la combi y la niebla húmeda en tu rostro. Hasta ese día he resumido noches de bohemia, en mañanas de resaca y malestar estomacal. Les he pedido a mis amigos hacerle un alto al ron y tomar distancias con el cañazo. Me han dicho que soy un cabro, y que les he cambiado por amigos que eructan cebada y lúpulo.
Mi padre exigió temprano, mientras me cepillaba los dientes, al borde del patio, y con el sol pegando de lleno en mi cabeza, que tratara de poner a buen recaudo mi menoscabada reputación. Luego oí que los vecinos cuchicheaban tras mis huellas, son unos chismosos de primera y muchos de ellos hipócritas, van a misa. De eso sé poco o casi nada, nunca probé una hostia y comprobé que el cura se tira el vino, y compra cigarros River en el “salserín”. Igual siempre me pregunté por qué las puertas de las iglesias eran tan grandes, luego supe que eran para que pudiera ingresar el Altísimo.
Fui a comer un cebiche, que se echó a perder por el olor a rata del mercado. Busqué a Percy, me debía algunos favores y siempre pasaba piola conmigo. Me encontró, siendo yo el que lo buscaba, me invitó unas cervezas, que me cayeron pésimas, pues estaban calientes y fermentadas. Percy me ha dicho con esa peculiar manera de hablar que siempre hacen dudosas sus palabras, que tiene problemas con su mujer. Atendí con interés psiquiátrico sus historias, luego tuve un deja vu. Mientras sentía el eco de sus palabras perderse en la puerta de mis oídos, me puse a pensar que muchos pleitos me había ganado por estar sentado con mis amigos en una cantina. Luego cambié a melancólico con un sabor amargo en la garganta, que hizo que la cerveza pareciera vino. ”Me escuchaste” ”entraste como en trance” dijo Percy, es un gordo buena gente, demasiado diría. -Si te he oído, y creo que eres un gordo rosquete. Hasta cuando permites que tu mujer se ponga tus pantalones- le dije con inusual enfado. El cantinero se ha reído sin ocultarse tras el mostrador.


He terminado lo último de la cerveza, y vi pasar frente a la cantina a Vanesa, mi ex enamorada. Iba con un tipo mucho mayor que ella, hasta parece mi abuelo. El viejo le paga la comida, los estudios y le compra calzones los domingos. Me lo ha dicho Gaby, su mejor amiga, y también dijo que me extraña y que perdona la vez en que la desvestí sobre mi cama, para luego quedarme dormido, que no me preocupe, que no se lo contó a nadie.
La miré con furia de hombre despechado, pero luego reí con alivio. Ha sacado la cabeza por detrás de su acompañante y me ha mandado un guiño. Percy me miró asustado. Cree que tengo mala suerte con las chicas. Yo creo que es él, el salado. Cada vez que se va de la mesa aparecen las nenas.
Percy pagó la cuenta. Busqué en mis bolsillos unos devaluados, y encontré 5 mangos. “Vamos, te invito un vino”, Percy asintió. Caminamos por en medio de la plaza de armas, al llegar a la puerta de una bodega, estaba una camioneta blanca estacionada en frente. Compré el vino a granel y sin temor a la opinión pública, bebimos a la intemperie. Han pasado cinco de mis tíos y Percy ha escondido la botella, le ordené que no lo volviera hacer más. La ventanilla de la camioneta se abrió con rapidez. Vanesa estaba tomando cervezas con el tío viagra. “Franz, primo, cómo estas” “ven acércate”. Me aproximé con lentitud, desconfiando de su alegría y revisando mi árbol genealógico. “Te presento a mi amigo, el doctor” –cómo está señor- saludé pensando “tu amigo, con el que te revuelcas”. -Joven, tómese unas chelitas con nosotros, pero suba al carro, suban- dijo el anciano, con ínfulas de poder.
Subimos, Percy parece no querer dejar la botella de vino y la abraza, con un cariño que admiro. De pronto me siento mareado y tengo ganas de vomitar, pero no vestigios de comida, quiero vomitar todo lo que pienso de Vanesa, quiero que el viejo se entere de lo nuestro, y que le dé un infarto, coger el timón de la camioneta, fugarnos a Cajamarca y por la Encañada arrojar al tieso sujeto.
Dibujo una mueca burlona, mientras oigo a Vanesa mentirle al viejo sobre nuestros tíos, y sobrinos y la familia, y nuestra relación sanguínea. Que yo recuerde fue justo por un tema sanguíneo, mejor dicho, de menstruación que no pudimos consumar nuestro noviazgo, claro y luego está que me quedé dormido sobre sus pechos. Así que no hay reclamos, ella tenía el período y yo estaba despierto, también por periodos, hasta rendirme. Nadie debe nada. Estamos parches.
El viejo, se ha puesto muy amable conmigo, ya no manda a mi amigo a comprar las cervezas. Se toma la molestia de bajar del carro, él mismito, comprarlas y destaparlas. Servicio completo. Mientras hace la transacción con la bodeguera, Vanesa habla con Percy, tratando de celarme, ya que no lo consigue con el hombre de pelo plateado. La cabeza me ha dado vueltas y he sentido un retorcijón, se viene el vómito de palabras: “Coqueta de miércoles, que quieres con todo esto”- le dije. Me mira y se ríe. La he visto deliciosamente bella, aún cuando viste ropas que sé que pago con su cuerpo. “Tú cállate y chupa nomás, que es gratis”- ¡Vete al demonio, qué tú crees que no podemos pagarnos las cervezas!- le dije, ahora sí enfadado.
Ingresa a la camioneta el hombre, y todos callamos, para luego aparentar estar entre familia. Suenan las botellas, y las chapas caen debajo de los asientos. He tomado con vehemencia. Percy está preocupado y teme que haga alguna de mis excentricidades. Yo no sé que tengo, no la quiero, pero me jode verla así, en esas circunstancias y mintiendo con descaro. Hago muecas desde los asientos de atrás, pidiéndole a Vanesa que se trepe, y venga a cariñar a este, su desolado primo. Y se me ocurrió, le dije: “Prima dice la tía… Teresa, que estarás estudiando, que te dejes de fiestas, que tu enamorado pregunta mucho por ti, desde que te fuiste de la casa de tu mami”.
El anciano, se ha puesto pálido, espero que en los siguientes minutos le dé una convulsión o algo parecido. Vanesa me miró con mucha rabia y luego dijo: “Ay primo, dile a mi tía Teresa, que la licuadora que le di aún no se termina de pagar, y que le diga a mi enamorado que le saque más provecho a su cama, que solo le sirve para dormir”. Se han reído todos, menos yo. Y luego los vi besarse, Vanesa parece arrancarle la plancha al hombre y un desagradable ruido causó más estragos en mi digestión. Abrí la ventanilla y esta vez, vomité de verdad. “Vámonos”-le pedí a Percy.
El viejo, tiene oído de tísico. “Qué, ya se van” “tan temprano” dice, Vanesa me mira y luego suplica “no primo, no te vayas, por favor”. La miré, y le saqué el dedo del medio. Luego le pedí a Percy, un buen vaso de vino, que guardaba celosamente bajo el brazo. Lo tomé de un tiro, diablos, sabe a cebolla, pero está mejor, que esa cerveza, que tiene sabor a noches transpiradas, y olor a polilla y mujer.
El señor voltea con violencia, y dice: “Qué cosa, no pueden tomar esa porquería” “no señor, a ustedes lo mejor”. Arrancha la botella a Percy y la arroja por la ventana del conductor. Esto ha sido todo, no lo aguanto más, podrá usar mi chica, podrá tratarla como quiera, pero a mi vino, no. Con todo respeto señor, “váyase a la misma mierda”. Abrí la puerta y bajé con Percy.
Percy identificado conmigo, aventó con fuerza la puerta de la camioneta, casi la desbarata. Hemos caminado molestos, hasta el centro de la plaza. Pasa el “cashano” jefe de seguridad de la plaza de armas, y se percata que un sujeto norteño maneja la bicicleta sobre la loseta del parque. “Oiga, carajo no puede subir a la bicicleta en la plaza de armas”. El hombre baja del vehículo, y luego carga la bicicleta, evitando que las llantas choquen con el suelo, hasta cruzar todo el redondel. La gente se ríe.
Vanesa se acerca hacia la banqueta, parece que discutió con el hombre. Pero no me habla, conversa con Percy. Luego van los dos a traer más vino. Salen de la bodega y una mujer los cruza. Un golpe que retumba en las paredes, se oye, lo han abofeteado. La mujer le reclama a Percy, y luego se cogen de los cabellos con Vanesa. Pero qué rayos, esto es bochornoso a pesar que estoy mareado. Vanesa detiene una moto taxi, y se pierde en la oscuridad. Los postes encienden sus luces y alumbran con colores amarillos, el rostro de Percy, golpeado. Luce la camisa rasgada, y el labio partido.
Me he reído de su desgracia, y también he comprendido que su mujer está desquiciada.
“Descuida hombre, no has hecho nada malo”-le digo y después le invito a beber “por lo menos nos queda el vino”. Percy está desconsolado, y yo también. Me apena Vanesa, no creo que sea feliz, podrá tener dinero, pero me parece muy lúgubre su vida.
“Estamos solos, que es como deberíamos estar siempre”-reflexiono. Suena una canción en un altoparlante que habla sobre el falso amor que condena a una prisión a quienes lo encuentran. Es de los Buquis, se llama “Tú Cárcel”
Percy conmovido, me propone algo que jamás pensé vendría de él, y que tampoco creí escucharlo frente a la iglesia virgen del Carmen. “Vamos a las putas” me dice, añadiéndole un tono grave a su expresión. A dónde, le digo, casi sin creer lo que escucho. “Sígueme”.
Llegamos hasta un local, de mala pinta. Las luces intermitentes de la noche prometían algo bueno. Al ingresar se veía un afiche de Pamela Anderson en una de sus posiciones más sugerentes. Pidió unas cervezas, se acercaron unas chicas a servírnoslas. Luego se sentaron con nosotros, una de ellas traía un saco, que al abrirlo dejaba descubierto su cuerpo desnudo. Me pareció algo muy valiente, con el frío espantoso que hacía. La otra era más sobria, parecía obligada a estar allí. Le pedí que no lo hiciera, que si deseaba podía marcharse. Me miró como diciéndome gracias, y luego se marchó, abrió un surco entre el humo de los cigarros del local.
Percy había avanzado con la chica del sacón. Yo los miraba, me puse a pensar, que muchas de estas chicas, hacen una labor digna de resaltar. Aquél hombre vive una vida miserable, y lo veía sonreír, feliz, despreocupado, diría, vivo. Luego sentí, un bulto sobre mi entre pierna, me llamó la atención ya que últimamente mi reacciones físicas son preocupantes. Pero no era yo, el bulto era el pie de la señorita del sacón. Me retiré de la mesa unos centímetros, para evitar el roce. Y fue allí cuando la vi. Me atrajo de inmediato, tenía un cigarrillo ente labios, una contorneada silueta, piernas largas y esbeltas, y su minifalda era un regalo de los dioses.
Me colgué, necesitaba una reseteada urgente. Era todo un sueño, se cruzó las piernas y me dejó ver por un corto tiempo, su ropa interior. No le podía atinar su edad, pero sospechaba que se trataba de apenas una jovencita. Sabía que la miraba, y hacía ademanes por demás disforzados, botaba el humo suavemente, y levantaba las cejas cuando absorbía otra bocanada.
Giré para servirme un vaso de cerveza, quizá así, su imagen se diluiría en mi mente hasta apagarme el televisor. Y cuando quise retomar el paisaje, estaba a mi lado, me dijo al oído: “por qué me miras tanto”. Y no supe que decir, vi en sus ojos, la honestidad que no crees encontrar en un lupanar. Me gustas, le dije, siéntate, le pedí. Así lo hizo, Percy también tenía la boca abierta, pero ya no se aceptaban devoluciones. Entonces conversé con ella, y encontramos muchas afinidades, le gustaba leer, las poesías eran sus favoritas, entonces me citó un verso de Melgar, parecía un yaraví. Y luego me contó sobre su mala fortuna en cuanto a su familia disfuncional. Pasé de la alegría a la angustia, de la admiración al dolor, y la quise mucho. Le tuve ternura. Y comprendí que aquella persona tenía en su modo de hablar, en su forma de mirarme, en sus palabras, algo que nunca encontré en mujeres, tan bellas y tan de familia, y que como muñecas de porcelana, se las debe tratar con delicadeza para no romperlas, porque adentro no tienen nada, y casi casi son huecas.
He alistado mi equipaje, y mi viejo me despide. El chofer esta renegando, porque la gente le ha llenado de bultos la bodega. Tuve tiempo para despedirme de mis amigos y para tomarme una botella de agua mineral antes de partir. Desde mi ventana se ve José Gálvez, respiro las últimas dosis de aire puro. Ahora pienso, en lo que he dejado a medias en Lima, y luego en la chica que me espera, y también en la otra, de la que me he enamorado y que no sabe que lo hago, y espero que ella no sea tan hueca como parece, y que sus modales refinados y su andar de pasarela, tengan sustento en su forma humana, y que no sea el maniquí que creo que es, y que he elegido. Y también pienso en ti, en lo que me dijiste antes que me vaya.
Y estoy convencido, que no es así. Que la gente murmura, habla, dice, y también oculta sus propias miserias. Que las viejas cucufatas, y los viejos mañosones deberían tenerte todo el respeto del mundo. Y también esas muchachitas locas, que son más falsas que un billete de monopolio. Porque éste es ahora otro pueblo, y también te pertenece.
Cuando salí del local y te dejé sentada en una silla desgastada, evaporándote entre el humo de tus clientes. Y seguías hermosa, aún con todas esas manos que te tocaban, y que ni siquiera se detuvieron a tantear tu alma, como creo que lo hice yo. También pensé en lo que me pediste, y quiero que sepas, si es que lees esto, que estaré siempre dispuesto… como tú lo estás conmigo, cada vez que te miro.
J.M.S.

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