jueves, 16 de julio de 2009

CUENTO: Alfonso Peláez Bazán

Dentro de nuestro quehacer en la búsqueda de los valores celendinos, Alfonso Peláez Bazán ocupa un lugar preponderante, y nos hemos propuesto no descansar hasta publicar la totalidad de sus cuentos, que tienen por escenario la mirada esperanzada de Celendín hacia las tierras del Marañón. Ese feraz valle que con la misma maestría de Ciro Alegría describe como algo inmerso en su ser. Nos llega el aliento cálido del valle y su aroma a fruta madura a través de su pluma y deja un mensaje de conflicto social, de heroicidad en la altivez orgullosa de Eugenio, que demuestra que nuestros campesinos están hechos de otra madera, que no agachan la cerviz ante los poderosos y en eso se diferencia de otros cuentos que parecen tener el mismo cariz. (NdlR)

HIGINIO

Cuando Eugenio Santillán y Matilde Sifuentes tomaron posesión del paraje “San Antonio”, y llenos de fe empezaron a levantar la morada, en las entrañas de Matilde latía ya un nuevo ser.
Con sus paredes blancas y techos rosados, mirándola desde lejos –de la campiña o de la ciudad- , aquella casita, antes que hecha de barro y madera, más bien parecía pintada en la falda del cerro, ahí donde los matices de éste son más suaves y permanentes.
En ese bello paraje, que sonriente da cara a la ciudad cercana, nació Higinio una mañana llena de cielo.
Cuando tuvo seis meses le tocó mirar por primera vez, desde el corredor de su linda casita, la quema de los juegos artificiales de las fiestas patronales. Balbuciendo dulces voces, alargaba alegremente sus manecitas, como queriendo coger las luces de colores que se alzaban deslumbrantes por el cielo. A las once de la noche se quemó el último castillo, y cuando se extinguían ya sus luces, Higinio empezó a dormirse en los brazos de su madre.
“A la rurrua, rurra…
Duérmete, mi niño…”
……………………………
Soñó que seres fantásticos se llevaban la ciudad en castillos de luces… Se despertó sobresaltado y empezó a llorar.
“Duérmete no más…
Aaa… aaa
Duérmete. mi amor…”
……………………………
Al otro día, la ciudad estaba allí. No se la habían llevado seres fantásticos en castillos de luces. Higinio parecía estar más alegre.

II
Higinio es ya un mocito de 4 años. Cada vez que va por agua a la fuente, en su cántaro decorado de verde y morado, allí se queda embelesado mirando a la ciudad a través del verde follaje de los sauces y las enredaderas. Higinio vive ardientemente enamorado de la ciudad. Y cada día es más grande su deseo de conocerla, de caminar sus calles y plazas,
Ya es costumbre suya sentarse al filo del corredor y contemplarla largamente. Desde allí, la distingue toda. Hasta podría contar sus calles: siete laterales y quince transversales… Pero el pequeño Higinio no puede hacer eso.
A veces, sin embargo, parece que sí las estuviera contando… A su manera, naturalmente: “UNO, DOS, TRES, CUATRO… UNO, DOS, TRES, CUATRO… UNO, DOS, TRES, CUATRO…”. Apenas le ha enseñado su mamá a contar hasta cuatro. Cuando vaya a la escuela ya sabrá contar hasta seis.

Los celendinos trabajan desde niños. (Foto Javier Chávez Silva)

III
“Fido”, el perrito engreído de la casa, se ha puesto alborotado, nervioso, pues, desde que empezó a rayar la aurora, advirtió en la casa un movimiento desacostumbrado. Y va de un lado a otro sin comprender nada absolutamente.
Higinio luce un terno nuevo de casinete oscuro y una camisa de tocuyo listado, sin cuello, naturalmente. Y tiene ya sobre el hombro el precioso ponchito que le tejió su madrecita con las lanas más suaves y blancas de muchas trasquilas.
Tiene fresco y oloroso todo el cuerpecito. Muy a las seis su madre lo bañó usando el rosado jaboncillo que en algunos meses sólo ha sido usado unas cuantas veces. El rostro de Higinio resplandece, igual de limpieza que de alegría.
* **
A la entrada de la ciudad, la madre le volvió a lavar los piececitos y de nuevo le arregló los lacios cabellos.
-Así, bien limpiecito, tienes que llegar todos los días a la escuela- le dijo aquella al tiempo de arreglarle la casaca.
Higinio prometió a su mamá hacer todas las cosas buenas y lindas.
Recorrieron todas las calles. Higinio, aunque estaba advertido sobre muchas cosas de la ciudad, se quedaba asombrado a cada paso: de las casas con balcones, de los grandes faroles de las esquinas, de los postes del telégrafo. Pero su asombro no tenía límites cuando veía pasar un soldado de uniforme azul o una mujer de imponente tupé.
Compraron luego la pizarrita y el silabario. También la madre le compró un pañuelito blanco con ribetes azules, que ella misma dobló delicadamente y lo puso en uno de los bolsillos de la chaquetita.
Discretamente, silenciosamente, penetraron hasta la dirección de la escuela. Era la única escuela de varones de la ciudad. Un señor de aspecto casi solemne, de adelantada calvicie y prominente barriga, era el Director.
Matricularon a Higinio en las primeras letras, y al tiempo de despedirse, amorosa e ingenua, la madre le habló así al Director:
-…Le diré, señor preceptor, que mi hijo es muy formalito y muy buenito. EL no sabe de cosas malas…
-…Ajá… Ya lo creo, ya lo creo… Qué bueno… -contestó el señor preceptor poniendo la mano en el hombro de Higinio.
Luego de arreglarle otra vez la chaquetita, y hacerle una tierna caricia en la mejilla, la madre fue la primera en abandonar el cuarto del Director.
***
Al cabo de unos pocos minutos, Higinio estaba ya confundido entre docenas de niños desconocidos. Algunos muy semejantes a él: seriecitos, casi tímidos, con chaquetillas sencillas y pantaloncitos largos, de dril o de lana. Pero qué distintos de los que lucían zapatos y pantaloncitos cortos. Y más todavía de los que tenían zapatos de charol y cuello de caucho. Sin embargo, Higinio no se sentía deprimido y trataba, más bien, de sentirse contento.
Pasaron todos los niños a sus respectivos salones, Higinio portando el banquito de quishuar que le trajo a la espalda su papá, esperó que el maestro le señalara su sitio.
Cuando todo estuvo arreglado, el maestro empezó la lección:
-Bueno, niños, atención… Las vocales son cinco: a-e-i-o-u…
Cogió la tiza y las escribió en el pizarrón.
-Bien. Niños, primero a pronunciarlas… A ver…
El salón se llenó de un intenso rumor.
“a-e-i-o-u”… “a-e-i-o-u”… “a-e-i-o-u”…
-Ya, niños…. Basta. Ahora a escribirlas en vuestras pizarritas.
Entre los ruidos del salón, el que más se percibe era el que hacían los niños al escupir sobre sus pizarritas para borrar frecuentemente.
Sólo Higinio no hizo eso una sola vez. Con admirable facilidad, llenó los dos lados de su pizarrín con las cinco vocales…
Se le acercó el maestro y le dijo:
-Muy bien, muy bien. Prometes ser un gran alumno…
A las once en punto sonó la campanilla de la Dirección. Bulliciosamente, los niños abandonaron sus salones y se fueron a formar en el patio para luego salir a sus casas.
***
A pocos pasos de la escuela, Higinio se vio solo y sin saber a dónde ir. Recordó la indicación de sus padres: “A las once, tú no puedes venir hasta acá, pues no tendrías tiempo para poder estar de nuevo en la escuela a la una”. Se puso entonces a caminar al azar por toda la ciudad. De pronto llegó a la plaza de armas, y le saltó el corazón cuando, desde allí, distinguió su casita en la falda del cerro. Y se arrimó a la verja de la pila para poder mirarla incansablemente.

Venta de sombreros en Celendín, 1930. Al fondo el "Jelig", cerro tutelar de la ciudad.

Al cabo, recordó que su madre le había puesto en los bolsillos de la chaquetita cancha del mejor maíz y también harina de trigo tostado con chancaca raspada. Y sintiéndose como en la gloria, empezó a saborear todo eso.
Vio pasar a un niño cerca de él y sintió deseos de invitarlo a su banquete, pero se sintió corto y lo dejó pasar.
A poco llegó hasta él otro niño, de mejor aspecto que el anterior; vestido de casimir, zapatos de charol y amplio cuello de caucho.
Contra todo lo que Higinio había esperado, el niño elegante se lo quedó mirando con aire de superioridad y desafío. Luego le dijo:
-¿Quieres probarte conmigo, estancierito?... ¿Qué dices?...
Higinio se quedó asustado y no atinó a decir nada.
-…Un trompis, ¿oyes?... Ya, anímate, estancierito.
Higinio se puso más asustado aun y la harina con chancaca se le atragantó un poco.
-… No seas cobarde, estanciero, unos cuantos no más…
Cuando Higinio tuvo vacía la boca, tímidamente, contestó:
-Yo no sé pelear… Nunca he visto pelear…
-Ajá… ¿Con que no sabes pelear?... Pues ahora vas a aprender… Toma, estanciero maricón…
Y al tiempo de decirle todo esto, se le fue encima, acribillándolo a puntapiés y trompadas, hasta tirarlo al suelo. Luego se alejó tranquilamente el niño de los relucientes zapatos de charol y amplio cuello de caucho.
Hecha una verdadera desdicha, Higinio empezó a sacudirse el polvo. Después sacó el flamante pañuelito y se limpió la sangre. Finalmente, recogió del suelo silabario y pizarrín.
Allá al frente, en la falda del cerro, estaba su casita blanca y rosada. Se arrimó otra vez a la verja y desde allí se la quedó mirando mucho rato.
***
Por la tarde, la escuela se volvió a llenar de niños. Cuando llegó Higinio, instantáneamente se produjo una ensordecedora algazara. Todos gritaban endiabladamente: “¡Miren a don Higinio Alfaro!”.
Ciertamente, el pobre Higinio estaba como para desatar toda la diablura de los muchachos. Tenía el cabello completamente desgreñado y cubierto de polvo, y manchas de sangre le afeaban el rostro. Todos se acercaron y entre gritos y risas destempladas, le dieron de jalones…
Al fin llegó el maestro y cesó un tanto la algazara.
-¡Silencio, malcriados!... Vamos a ver qué pasa… Hablen, ¿qué pasa?...
Por toda respuesta, cogido de los bracitos, pusieron a Higinio frente al maestro.
-¡Oh!... Pero, ¿qué es esto?... ¿Te caíste acaso?... ¡Habla!...
Higinio empezó a llorar y no respondió una sílaba.
De entre el grupo se alzó una voz:
-¡Se ha trompeado, maestro!...
Y otra voz agregó:
-¡Es muy guapo, maestro!...
-¡Ah…! ¿Y cuál es el otro niño?.. –preguntó el maestro mirando a su alrededor.
Hubo un momento de silencio. Al fin, se oyó un coro de voces:
-No sabemos, maestro…
-No sabemos, maestro…
-No sabemos, maestro…
Entonces, el maestro cogió a Higinio de una oreja y se lo llevó a la Dirección.
-¿Con qué te gusta pelear, so pedazo de bribón?...
Higinio empezó a llorar.
-¡Bájate los pantalones, insolente!...
Higinio pudo hablar entre sollozos:
-No he peleado, maestro… Por Diosito… Un niño me pegó… No me pegue usted también…
-Ajá… con que un niño te pegó… Ahora, a recibir unos latigazos más por mentiroso…
Los pantalones estaban ya caídos. Y cuatro veces sonó el rebenque del maestro en las nalguitas de Higinio.
Afuera los niños se gozaban delirantemente.
-Y ahora, malcriado, anda al chorro de la plaza y lávate. Y regresa enseguida.
Luego el maestro hizo pasar a todos los niños a sus respectivos salones.
***
Las horas de la tarde transcurrieron entre cantos a la patria y a Dios. Higinio llevará a su hogar ciertas ideas confusas y extrañas.
Higinio tomó la calle central, de regreso a su casita limpia y alegre, en donde lo esperaban ansiosos sus padres. Y también su perro “Fido”. A pesar de todo se sentía feliz.
De pronto, sin embargo, las cosas iban a empeorar. Detrás de una esquina lo estaba asechando la mala suerte… Sí, “la mala suerte”, representada por tres niños de la ciudad… Uno de ellos, nada menos que el de los relucientes zapatos de charol…
Los tres pequeños bárbaros arremetieron furiosamente contra Higinio. Al tiempo de pegarle le gritaban:
-¡Toma, estanciero maricón!
-¡Sí, para que otra vez no llores!...
-¡Y para que aprendas también!...
Higinio no hacía sino gritar desesperadamente.
Se cansaron al fin los pequeños bárbaros y presurosamente abandonaron el escenario de lo que ellos creían valiente proeza.
Silabario y pizarra quedaron destrozados entre el polvo de la calzada. El ponchito fue arrastrado a una gran distancia.
Después de recoger los pedazos del pizarrín y del silabario. Higinio fuese por el ponchito y luego de sacudirlo y doblarlo por el largo, se lo echó al hombro.
***
En la parte más saliente del paraje estaban los padres de Higinio para verlo llegar.
-¡Mira!... ¡Mira, Eugenio!... Ya llegó a la pampa… ¡Míralo qué lindo es con su ponchito al hombro!... Me voy a encontrarlo…
-No, Matilde, no… Déjalo llegar solo… Mira allá… Ya lo va a encontrar “Fido”…
Por la verde campiña de la ciudad, entre tanto, ya habían empezado a arrastrarse las sombras de la colina de enfrente.
***
Cuando Higinio estuvo a pocos pasos de sus padres rompió a llorar.
Desesperada la madre lo alzó en sus brazos.
-¡Dios mío!... ¿Pero, qué te ha pasado, corazoncito, hijo mío?...
El padre no atinaba a comprender nada.
“Fido no se cansaba de lamer a Higinio, al tiempo que movía la cola.
Al fin, enjugadas ya las lágrimas, Higinio confesó exactamente lo que le había pasado en la ciudad. La madre volvió a llorar y el padre lanzó toda clase de maldiciones.
***
Antes de que el sol saltara por encima del cerro “Jelig”, ya estaban listas las nuevas prendas de vestir de Higinio.
A las ocho de la mañana, cuando todas las pampas y colinas resplandecían alegres, Higinio y su padre entraban de nuevo a la ciudad.
Luego de comprar otro silabario y otro pizarrín, fueron a la escuela. Los recibió un poco sorprendido el mismo calvo y ventrudo maestro.
-Buenos días, señor preceptor. Aquí me tiene usted de nuevo… Siempre deseamos que esté en la escuela… Pero vea usted, señor, cómo han dejado a mi pobre hijo… Mire, señor, cómo tiene la cara… las manos… las canillas… Cómo puede ser esto, señor preceptor…
Este tenía en el rostro una expresión de burla. Y al cabo respondió a Eugenio:
-¿Así, no?... ¡Qué tal!... Lo que no debería ser es que tengas un hijo tan mal educado, ¿lo oyes?... Según todos los niños de la escuela, tu hijo buscó bulla al niño Luis Altamira, cuando éste pasaba por la plaza… Luego, más tarde, insultó al mismo niño y a dos compañeros suyos… Malos instintos debe tener tu hijo… Conviene que lo corrija…
Eugenio se irguió frente al maestro y clavándole terribles miradas de indignación y desprecio, le dijo:
-¡Sepa que mi hijo no es lo que usted dice! ¡Sí, señor preceptor, no es lo que usted dice!
Afuera en el patio se oían estas exclamaciones:
-¡No vale ese estanciero!
-¡Que lo lleven!
-¡Que lo frajelen otra vez!
Bruscamente se volvió Eugenio para el lado de los alumnos y les dijo con toda energía:
-¡Canallas!... ¡Miserables!... Ustedes, grandísimas porquerías, son los que no valen!... ¡Y sepan, bribones, que a mi hijo nadie le volverá a poner la punta de los dedos!... Y no se la pondrán más porque ahora mismo lo llevo para siempre…
Cogió a su hijo de la mano y con la más grande altivez que puede sentir un hombre, abandonó la escuela.
Afuera en la calle, Eugenio preguntó a su hijo:
-¿Por qué, cuando salíamos, mirabas tanto a esos brutos?...
Higinio respondió con toda la sencillez de su alma:
-No sé… Creí que… Creí que dijeron Higinio… O me pareció… Quería… quería que me llamaran…
A Eugenio se le hizo un nudo la garganta.
***
Aquel mismo día, los padres de Higinio, con excepcional valor, juraron abandonar para siempre la casita linda, hecha con tanto amor y tanta fe. Al otro lado del Marañón había muchas tierras feraces que sólo esperaban el brazo del hombre. Claro, allá no había ni ciudades ni escuelas. Pero qué importaba todo eso… Peor era tener delante la ciudad, con sus calles anchas y largas… con su iglesia y su escuela…
***
Diez días después, en caravana silenciosa, la familia altiva, avanzaba hacia la fila del cerro, para luego descender hasta lo más profundo de la hoya.
Al llegar a la fila, Higinio miró por última vez a la ciudad. Y muy suave, muy bajito, dejó escapar:
-A-e-i-o-u…
La madre, que iba bien cerquita a él, sorprendida, le reprochó dulcemente:
-¿Qué dices, hijo mío?... Tontito, olvida eso… Olvídalo para siempre…
Higinio volvió los ojos a la senda, y resueltamente apuró sus menudos pasos sobre la yerba húmeda.
Y atrás quedó para siempre la casita, como pintada en el cerro.

El valle del Marañón

III
De pronto cesó el ruido de los caleros. Los cuatro hombres que están junto a mí, sentados en rústicos bancos y un poco reclinados a la quincha, se van dejando vencer por el sueño.
La velada ha sido larga y raramente placentera. Se habló de los cerros, de los ríos y de la luna… De caminos y pascanas… De brujos y duendes… De pumas y venados… De víboras y alimañas.
El viento agita suavemente las ramas de los árboles. A través de las enmarañadas frondas, profunda y misteriosa llega hasta nosotros la voz de las aguas del Jaguay.
Y vuelve a hablar uno de los cuatro hombres.
-…Mire allá, señor… Ahí junto a la tranca… al pie del mango… allí descansan los dos viejos…
Se queda en silencio un instante y luego continúa:
-… ¿Y a mí qué me falta ya?... Uff… Debo andar ya por cerca de los setenta, o más… No sé cuándo no más perdí la cuenta… Uff… Estos lugares, señor… No sé que tienen los cerros, los ríos… Y cuando aparece la luna…
El hombre se pone de pie, arroja el “bolo” y escupe estrepitosamente. Luego se acerca a la acequia de agua cristalina que pasa junto a la casa, y ahuecando ambas manos, recoge agua para enjuagarse la boca.
-…Así fue, señor. Y la historia me la contaba una y otra vez mi propia madre, fresco siempre en su corazón el inmenso resentimiento. Sí, señor, me lo contó mil veces… Como para que no lo olvidara…
Y se vuelve a detener.
Y luego, suavemente, mirando a no se sabe qué lejanías, dice entre labios:
-A-e-i-o-u…
Cerca del amanecer, la oscuridad se hace más negra, los rumores más intensos… Los cuerpos sufren ligeros temblores, y uno tras otro, todos entramos en la rústica choza.

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