miércoles, 6 de mayo de 2009

CUENTO: Alfonso Peláez Bazán

BRAULIO
Por Alfonso Peláez Bazán
Con toda la fuerza de su brazo derecho –en tanto que con el izquierdo sostenía las bridas del caballo—, Braulio descargó una recia palmada en el anca de la bestia. El hermoso alazán, arrogante, trotó en derredor de aquél. Lo cuadró en seguida cerca del corredor para colocar sobre la montura la alforja de cuero y el poncho de suavísima lana.
Entretanto, Raúl Casanova, con cálidos abrazos, se despedía de su joven y bella esposa, doña Isabel Linares de Casanova.
—No llores, mi vida… Muy pronto estaré de vuelta… Piensa mucho en mí…
Y ella le contestó entre sollozos:
—Corazoncito mío, no demores…
Luego se acercó Raúl al filo del corredor y recibió las bridas de manos de Braulio. Ágil y elegante, cabalgó en su noble alazán, que al sentir el suave contacto de las espuelas, partió impetuoso hacia la salida… Mas, al dominio de las riendas, dio todavía una vuelta completa por el patio de la casa hacienda.
Antes de salir por el portón, Raúl detuvo su caballo junto a Braulio, y con las señas y gestos más expresivos, le recomendó por la señora… Naturalmente, la respuesta fueron unas voces ruidosas e inarticuladas, pero que expresaban claramente el cariño y la obediencia al patrón.
Hincó las espuelas y el alazán se abrió en briosa y suave carrera por el ancho camino que bordea la huerta de cafetos.
Cuando perdieron de vista a Raúl, Braulio, tímida y respetuosamente, se acercó a Isabel. Y en su lenguaje odioso de mudo parecía expresarle toda su fidelidad. “Sí, aquí quedo yo para cuidarte” habría querido decirle con palabras.
* * *
Hacía apenas dos meses que Raúl Casanova trajo de Lima a su bella esposa, a poco nomás del matrimonio.
Conoció a Isabel cuando estudiaba Derecho, allá por los comienzos del siglo. Se enamoró locamente de ella y para poder hacerla su esposa, encontró más fácil y seguro tomas el camino de la hacienda que acababa de heredar de sus padres. Y abandonó los estudios, muy feliz de hacerlo.
La hacienda conserva el mismo nombre: “San Antonio”.
Está situada en la margen derecha del río Marañón, entre cerros altísimos y enhiestos. Todo el valle está atravesado por un río más o menos caudaloso, cuyo nombre es igual al de la hacienda. Baja el “San Antonio” desde las más altas montañas de la Cordillera Central, en aquella sección de nuestros Andes.
No muy lejos del río, oculta entre grandes árboles frutales (mangos, naranjos, tamarindos) está la casa-hacienda, de construcción antigua y escasas comodidades. Esta ubicación es corriente en toda la hoya del Marañón.

La Bajada de Limón, con el Marañón al fondo. El Marañón Canyon, como dicen los gringos.

El día que los flamantes esposos llegaron a la hacienda, sirvientes y peones estuvieron reunidos en el patio de la casa-hacienda. Todos estaban contentos, y a cual más se mostraban afectuosos con sus patrones.
Braulio sin poder contener su alegría, iba de un lado para otro, dejando escapar sus voces estentóreas y desagradables. Iba de un lado para otro como si estuviera reglando a todos lo mejor de su alma.
Habían sido muchas jornadas a caballo, y pese a todos los solícitos cuidados de su esposo, Isabel se sentía terriblemente maltratada, dolorida. Por otro lado, no dejaban de chocarle –acostumbrada como estaba a las manifestaciones medidas y delicadas— todas aquellas escenas rudas, llenas de naturalidad. Muy particularmente, la tenían exasperada los gritos y gestos de Braulio.
Resolvió al fin retirarse a sus habitaciones. Allí, tendida sobre su lecho y cerrando los ojos, se preguntaba, angustiada: “De tanto ha sido capaz el amor?...”.
* * *
El tiempo, sin embargo, arregla las cosas. En el caso que nos ocupa, bastaría decir: los días. Porque, en efecto, Isabel no tardó mucho para sentirse tan bien como si hubiera nacido en la propia hacienda. No cabe duda que el valle, los cerros, los bosques, el río, el pedazo de cielo, todos los elementos de la naturaleza, hicieron alianza para ganarse, cuanto antes, a Isabel.
Igual que una chiquilla, se la veía correr por las huertas y por los potreros en pos de las mariposas. Como una ninfa moderna, se hundía en las aguas del río, por la mañana y por la tarde. Recogía flores silvestres y hacía los más exóticos ramos. Mordía en los propios árboles las frutas en sazón.
* * *
Y llegó aquel día de la primera separación. Raúl emprendía un viaje urgente a la capital de la república. Se iría por el camino reconociendo hasta las piedrecitas que en algunos sitios pisó Isabel… las ramas que suavemente la rozaron… o esas otras que ella tocó delicadamente al pasar… Y creerá también reconocer a los tiernos pajarillos que en esos mismos caminos saltaban de rama en rama regando la melodía de sus trinos al paso de Isabel…
Los días tampoco se detenían en “San Antonio”. Braulio se portaba con su patrona como el más útil y fiel animal de la creación. No le hacía falta oír y hablar. Se habría dicho que adivinaba los deseos y las órdenes de su patrona. Para él, algo más, sin duda. Quién sabe, una divinidad.
Para Braulio no existían dificultades de ningún orden cuando se trataba de complacer a su patrona. Igual era para él atravesar el río o un cerco espinoso. Se subía hasta lo más alto de los naranjos para coger las más encendidas naranjas, esas que se maduran solas, a todo sol. Y había que ver cómo las bajaba para que no se hicieran daño: sostenidas por los dientes.
Cuando caminaban por las huertas o por el campo abierto, Braulio era todo ojos para poder descubrir algún insecto o reptil que pudiera hacer daño a Isabel. Y si junto a ella pasaba una linda mariposa, él se echaba a correr hasta darle alcance. Isabel se gozaba viendo correr al mudo sobre la hojarasca o los pedregales. Braulio siempre hacía el milagro de coger la mariposa sin ocasionarle el menor daño.
Por las noches se quedaba dormido a la puerta de su ama, igual que un perro guardián. Y cuando el frío intenso de las madrugadas lo despertaba, silenciosamente se marchaba a su cuarto.
A las siete de la mañana ya estaba en el patio de la casa la linda “camarone” para ser ordeñada. Y Braulio en persona le llevaba a su ama un gran vaso de “apoyo” calientito. Isabel bebía complacida y risueña.
A las diez de la mañana ensillaba la yegua “canela” para el cuotidiano paseo de Isabel hasta el otro lado del río. Braulio iba delante quitando todos los obstáculos. En las pampas, en todos los llanos, Isabel hacía galopar a la veloz “canela”. Braulio se desataba en desaforada carrera y siempre se mantenía cerca.
A las dos de la tarde, ama y siervo se iban a la “Poza del Duende”. Braulio llevaba en un cestillo todo lo que era necesario para el baño de Isabel. Y mientras su ama se bañaba, Braulio se tiraba sobre una piedra plana y limpia que había cerca.
Vestida ya, Isabel cogía de la orilla del río una o dos piedrecitas para tirárselas a Braulio desde alguna distancia. El mudo se despertaba asustado y como un monstruo raro corría al encuentro de Isabel.
Y respirando a todo pulmón el aire fragancioso de las huertas, ama y siervo volvían a la casa-hacienda.
Así, de tal suerte, transcurrían los días en la hacienda “San Antonio “.
* * *
Un día, Isabel retuvo a Braulio junto a la poza. Aunque debió sorprenderse mucho, así lo hizo el mudo. Recatadamente, Isabel se cambió las ropas y luego se sumergió en la “Poza del Duende”. Braulio miraba a su ama con una mezcla de admiración y de curiosidad.
Al cabo de algunos minutos, con graciosísimos ademanes, Isabel hizo entender a Braulio que debía volver la cara hacia el otro lado. El mudo lo hizo al instante, aunque sin poder contener una como risa salvaje. Y así, de espaldas a su ama, estuvo Braulio hasta que ella le dio unas palmaditas en el hombro, en señal de regreso.
* * *
Al otro día, Isabel no tuvo ya ningún recato para quitarse la ropa. Braulio la miraba con un poco más de curiosidad.

Y luego de salir de la poza...

Y para salir de la poza. Isabel ya no se preocupó de que Braulio volviera la vista para el otro lado.
En esta oportunidad, la señal para el regreso, no fueron unas palmaditas, sino una jaladita de la oreja. Y el mudo rió más estrepitosamente y más extrañamente…
* * *
Al tercer día, Isabel ya no se puso ropa de baño. Y luego de salir de la poza, se tiró desaprensivamente sobre la yerba de la orilla. Los rayos del sol le caían risueños a través de los floridos follajes. Y las tormentas interiores de Braulio se manifestaban en extrañas emisiones guturales.
Ni palmaditas en el hombro ni jaladitas de la oreja. Esta vez, Isabel fue todo lo franca que pudo ser: lo cogió del brazo. Y por entre los naranjos y los tamarindos parecían exactamente dos novios.
* * *
Al cuarto día, a la orilla del río, Isabel le hizo entender a Braulio que tenía ella el propósito, esta vez, de ir más allá de la poza, tal vez hasta la otra orilla del río. Y le hizo entender, además, que estuviera listo, él, para auxiliarla en caso de que le ocurriera algún percance. Y así fue que mientras Isabel se sumergía en la poza, Braulio, tranquilamente, se quitaba las ropas.
Y no había pasado un minuto, cuando Isabel demandaba desesperadamente el auxilio de Braulio. Cuando éste llegó hasta Isabel, ésta se abrazó fuertemente de él y le pidió con los ojos que la sacara. Y cuando llegaron a la orilla, ambos cayeron gloriosamente sobre la arena.
* * *
En los días sucesivos, Braulio ya no esperó señas “desesperadas” de “salvación”. En cualquier parte del globo, cualquier mudo habría hecho lo mismo.
En la casa-hacienda nada se había alterado. Braulio era el mismo servidor solícito y fiel.
Entre las gentes de la hacienda, sin embargo, circulaba el rumor de que alguien había visto al duende bañándose en su misma poza.
* * *
Tras dos largos meses, llegó al fin la noticia del regreso de Raúl. Ocho días más y estaría ya en “San Antonio”.
La noticia hizo cambiar notoriamente de genio a Braulio. Desde el primer instante se puso preocupado y rápidamente se fue tornando sombrío, taciturno. Parecía hasta torpe. Por su parte, Isabel se mostraba siempre alegre y entusiasta. Por lo que se veía, nada le preocupaba a ella.
Pero ocurrió que la víspera de la llegada de Raúl, Braulio amaneció con el más excelente buen humor, y había recobrado además su agilidad y vigor. Sin duda, alguna idea luminosa había surgido desde el fondo de su oscuro cerebro.
* * *
—¿Pero, a dónde, Dios mío, me lleva este mudo salvaje?... –preguntó en voz alta Isabel, segura de que nadie la oiría.
Pero en ese mismo instante, Braulio volvió la cara, y como si la habría escuchado, parecía decirle: “¡Ánimo!”.
Llegaron al término de las huertas y empezaron a subir por la falda de un pequeño cerro.
—¿Pero, hasta dónde, Dios mío, me lleva este monstruo?... ¡Qué cansancio, Dios mío!... –volvió a exclamar Isabel, deteniéndose.
Y el mudo también se detuvo. Esta vez desplegó en su rostro una amplia mueca que intranquilizó a Isabel. Sin embargo, la voz que no oía era: “¡Ánimo!”.
Luego atravesaron una llanura cubierta de grandes piedras y matorrales.
—…¡Esto es espantoso, Dios mío!... ¿A dónde me lleva este ser horrible?...
De pronto se detuvo Braulio, y cuando Isabel estuvo junto a él, la cogió del brazo y juntos avanzaron unos pasos más… Isabel dio un grito espantoso y quiso huir… Estaban al filo de un abismo… Adentro, al pie mismo de la altísima peña, a cuyo borde estaban Braulio e Isabel, rugía imperturbable el Marañón.
Braulio tenía fuertemente cogida a Isabel y se empeñaba en que ésta mirara hacia adentro… Pero, al fin Isabel cayó desmayada a los pies de Braulio. Este entonces procedió a quitarle el pañuelo que tenía en la cabeza, la blusa y los zapatos… Luego, a su vez, él se quitó los llanques y el saco…
Hizo un revoltijo con todas esas prendas y sin ocultarlas completamente, puso sobre ellas una piedra de regular tamaño… El cerebro de Braulio concibió ésa como la mejor forma de referencia en ayuda de los que necesariamente tendrían que salir a buscarlos.
Enseguida, levantó en sus brazos a Isabel y mostrando al espacio su gesto horrible, se arrojó al abismo… Se oyó un estrépito horrible y las aguas bañaron el costado de la peña.
* * *
Raúl Casanova encontró a su gente en inusitado movimiento. Con la llegada de Raúl, la búsqueda de los desaparecidos se intensificó. En la boca del río “San Antonio” se armó una balsa para ir aguas abajo por el Marañón.
Sólo tres días después encontraron los rastros y pudieron llegar al sitio donde estaban, tan significativamente puestas, las prendas de vestir. El caso quedaba así aclarado.
Y al atardecer de aquel mismo día, como para no dudar ya, unas aves negras volaban sobre un islote cubierto de palos y ramadas.
—Allí, sin duda, están los cadáveres –dijo Raúl terriblemente apesadumbrado, mirando el vuelo cada vez más corto y bajo del as aves.
Pero, luego de unos instantes de amarga cavilación:
—… Volvamos… Dejémoslas asentarse tranquilas…
Y la balsa, que debió llegar hasta el islote, viró en redondo y surcó pesadamente rumbo a la boca del río “San Antonio”.

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