martes, 25 de diciembre de 2007

CUENTO: Armando Bazán

Armando Bazán fue un escritor muy cosmopolita que fácilmente se adaptó al gan mundote la literatura y formó parte del círculo de José Carlos Mariátegui. Escribió muchos cuentos que figuran en diversas antologías del cuento peruano, como el cuento que publicáramos anteriormente, cuya trama se desenvuelve en la capital. Pocos son los que se refieren a Celendín. Espina de Maram, fiel al seguimiento de los literatos celendinos ha rastreado su obra y hemos dado con este y en el Tugal que menciona hemos reconocido a nuestro pueblo en un momento efímero, pero intenso de su historia: la época del caucho, que, pese a su corta duración, marcó la idiosincrasia celendina y explica en parte la fascinación que siempre ejerció el oriente y sus riquezas quiméricas en el ánimo de los celendinos. Lo publicamos a pedido de muchos estudiantes de literatura que siempre están indagando sobre la literatura de nuestro paisano. (Nota de la redacción)

AVE DE PRESA

Por Armando Bazán

El pueblo de Tugal está situado en un alto valle de los Andes. Cerros altísimos y más o menos empinados lo cercan por uno y otro lado. Cuando se viene desde el Oeste, desde la costa del Pacífico, se llega a él por un camino de pendiente escondido entre los árboles. En cambio, el camino que lleva desde el pueblo hacía el Este, hacia las regiones del río Marañón, es visible desde cualquier punto del pueblo; va ascendiendo en zigzag por un cerro grisáceo, ondulante como una serpiente que brilla con reflejos de oro en los mediodías luminosos.

El delineamiento de sus calles es regular y geométrico. Los tugaleños dicen con orgullo que el plano de su pueblo es como un gran tablero de ajedrez; todos ellos cuidan amorosamente sus calles y sus plazuelas sembradas de arbustos y flores, y blanquean las fachadas de sus casas dos veces al año: el día de San Isidro y el 28 de julio, dia de la independencia nacional.

Es un pueblo de aspecto excepcional por esas serranías. Llaman la atención la variedad infinita del paisaje, la pulcritud de sus calles y el azul intenso de su cielo. Por lo demás, es como todos los pueblos serranos, con su juez bigotudo y solemne, su subprefecto petulante y abusivo, su cura más o menos prolífero, más o menos cazurro, y sus gentes ingenuas y creyentes.

En un momento dado de su vida, este pueblo cobró inusitada importancia a causa de su situación que le hacía punto obligado de pasaje hacia las selvas tropicales del Amazonas, que a principios de este siglo atrajeron, durante algunos años, a millares de trabajadores y aventureros, que acudían de todas partes atraídos por la fascinación del caucho u oro vegetal.

Las gentes que iban desde el Centro o desde el Sur del Perú acampaban uno o dos días en Tugal, porque desde allí en adelante había que caminar días enteros sin ver ninguna ciudad, aunque fuera pequeña; los viajeros que no tenían dinero dormían en las plazuelas o en las puertas de las iglesias; los que podían pagar un ínfimo precio se alojaban en humildísimas posadas, donde comían regaladamente, o se quedaban dormidos hablando de lo que dejaban atrás: de sus tierras más o menos lejanas, de sus mujeres, de sus novias; a veces hablaban también de sus esperanzas millonarias. De vez en cuando se les perdía algún objeto o algunas monedas, y entonces se trababan aparatosas reyertas, que ponían en conmoción al pacífico pueblo de Tugal..

Los niños oían asombrados lo que sus familiares decían respecto a esos hombres; lo que en general decían, al verles alejarse por el camino dorado, todas las gentes del pueblo. Esos pasajeros iban a hacerse caucheros, a ganar jornales magníficos, a hacerse millonarios en medio de garras, colmillos, máuseres y puñales. La palabra caucho sonaba con un prestigio de leyenda en los oídos de todos. Quería decir nada menos que muerte o riqueza a corto plazo. Nadie ignoraba los términos de la cuestión. El hombre iba a taladrar el árbol del caucho, para extraerle su preciosa sangre en la selva, tenía que estar dispuesto a enfrentarse con una naturaleza que ruge, despedaza o envenena, con sus serpientes verdosas, anchas y pesadas como tallos; con sus víboras brillantes, ágiles, finísimas como pájaros o flechas infalibles y mortales. Tenía que estar dispuesto a luchar con el puma, cuyo rugido espanta hasta a las mismas fieras, con el cocodrilo, que tritura sin esfuerzo los huesos más fuertes; con la tarántula retinta de ponzoña fulminante. Tenía que desafiar al anofeles del paludismo, al estegomía del vómito negro. Tenía que estar dispuesto, en fin, a luchar contra el hombre mismo, contra el hombre a quien su ambición desbocada transforma en la más temible de las fieras; el hombre para quien unas cuantas arrobas de caucho expedito para la venta contaban por allí más que la vida de un hombre, más que la vida de muchos hombres.

Ninguno de esos astrosos buscadores de caucho ignoraba las contingencias de la terrible empresa, pero todos la afrontaban con una decisión que nada habría podido ser capaz de quebrantar; iban alegres, como si en las selvas les esperara el calor de un hogar. Al mirarles, por eso, sabiendo el destino que les esperaba, las mujeres y los niños de Tugal sentían el temblor de una recóndita admiración mezclada de piedad. Había en ellos algo del jugador que asombra a todos los que le miran, arriesgando en una sola jugada toda su fortuna.

Los caminos que conducen a Moyabamba, a Yurimaguas, a Iquitos, estaban, por aquellos años, incisamente transitados. Las avalanchas humanas llegaban a esas ciudades, tomaban después la dirección de los ríos, navegaban por el Marañón, el Huallaga, el Putumayo, disgregándose entre la selva lujuriosa y terrible.

La selva diezmaba una avalancha; otra venía en seguida. El caucho salía por millares de toneladas, siguiendo el curso del Amazonas, al Atlántico, para tomar la dirección de Norteamérica o de Europa. El negocio habría continuado su labor de explotación y de muerte si los ingleses no hubieran depreciado verticalmente el caucho, haciendo plantaciones en Egipto o fabricando similares en sus laboratorios.

En los primeros momentos, los hombres de Tugal se vieron también arrastrados por la avalancha. El pueblo se quedó casi sin jóvenes en pocos años. Muchas madres y muchas novias vistieron luto y lloraron por esos años, mientras que los niños no hablaban más que de los viajes al Oriente, entremezclando la fantasía con la realidad, y su visión perenne era el río Amazonas, inmenso como un mar de agua dulce, plomiza y la selva igualmente inmensa, verdosa y exuberante, con sus caníbales tatuados y con plumas; la selva encantada, con sus serpientes y pájaros de mil colores.

Cinco años, diez años duró el aflujo hacia la montaña. De pronto, los caminos se limpiaron, y ya no hubo ni ida ni retorno. Los escasos sobrevivientes de la empresa cauchera, más o menos enriquecidos, se quedaron a vivir en los puertos fluviales del Perú, de Colombia o el Brasil: en Iquitos, Leticia, Manaos; otros se fueron a Europa, y los demás volvieron a sus puntos de origen por la vía del Canal de Panamá y los puertos del Pacífico.

Por esta vía volvió a Tugal un sobreviviente enriquecido, después de muchos años de ausencia. Este hombre, que había vivido largo tiempo en la selva, mano a mano con las fieras, defendiéndose y atacando con designios de muerte, y que estaba convertido en verdadero tiburón de los negocios, habría podido instalarse en cualquier gran ciudad del mundo para seguir venciendo hasta el final, en todas las partidas, favorables de antemano a los audaces y ambiciosos, a cuyos rangos él pertenecía. Pero prefirió volver, por extraño capricho, al humilde pueblo natal donde sabía que los hombres continuaban arrastrando desde antaño una existencia monótona, viviendo del comercio al centaveo o de una agricultura primitiva que arranca exiguas cosechas a la tierra.

Su llegada no produjo ningún sobresalto. Los hombres y las mujeres de Tugal se quedaron impasibles al verle llegar, cuando lo biológico e instintivo hubiera sido que sintieran un temblor de entraña, como el que deben experimentar otras especies pacíficas ante la presencia del animal de presa.

Sólo el cura Barbosa y don Quintiliano, el maestro de escuela, que había leído en algunos periódicos las noticias de los célebres “Crímenes del Putumayo”, miraron con cierto recelo el retorno de Pedro Castro. El cura Barbosa, que desde hacía más de veinte años cumplía religiosamente con los deberes que le imponían sus ritos católicos y su descendencia y sus feligreses, y que vivía tranquilo y respetado por todos, satisfaciendo sus necesidades más que con lo que le pagaban sus enfermos de fiebres y pulmonías que con el producto de misas y sacramentos, no había olvidado nunca a ese Pedro Castro, el único mozalbete sacrílego que no iba nunca a la iglesia y le negaba el saludo.

-¿Cómo volverá ahora que tiene tanto dinero este poseso?-le decía a don Quintiliano.

Y don Quintiliano, que tenía la debilidad de repudiar a los ricos, le contestaba frases de malos augurios.

Pedro Castro hizo su entrada al pueblo, una tarde veraniega, montado en un hermoso caballo de raza, ricamente enjaezado, cuyas ancas de un negro retinto azuleaban al moverse bajo la caricia del sol. Al atravesar las calles rectas y claras, Pedro Castro pensaba sin querer en su infancia misérrima, que transcurrió arrastrándose por ellas; en su adolescencia azarosa, durante la cual había tenido que hacer de todo, desde albañil hasta peón de chacra o arriero, sin haber podido nunca afianzarse en nada, no porque le faltara fuerza de voluntad, sino más bien por exceso de energías y de ímpetu en ese medio que después consideraba más adecuado al revoloteo bullanguero de las aves domésticas que al aletazo y al vuelo de las aves libres.

Recordaba ahora, con bastante exactitud, sus peripecias, y, sobre todo, la madrugada de su despedida; la figura encorvada y afligida de su madre, la pobre vieja, que murió de pena y soledad poco después de su partida, le había dicho hasta el último instante:

-“No te vayas, hijo mío. Dicen que en la montaña los indios bravos devoran vivos a los blancos; allá hay la fiebre amarilla, y pocos son los que vuelven. ¡Quédate, hijo mío; aquí Dios no ha de faltar!”

¡Cómo hubiera podido retroceder Pedro castro en ese entonces! Pensando en los Arana, en los Morey, en los Reátegui, los reyes del caucho peruano, se había alejado de ella, diciéndole:

-“Dicen que Dios está en todas partes. Allá tampoco ha de faltar”.

La madre, si viviera, pensaba ahora Pedro Castro, vería cómo, en efecto, Dios no le faltó, ni cuando cortaba cabezas de serpientes, ni cuando disparaba el “máuser” contra pechos peludos, que podían ser de monos o de hombres desgreñados o barbudos.

Pensando en esas cosas y mirando las casas blanqueadas, se encontró en la puerta del Hotel Amazonas.

*

Tugal habría podido ser una especie de termómetro para medir y conocer la marcha del negocio cauchero. En el momento del auge, Tugal ofrecía siempre un aspecto de pueblo progresista con sus fugaces visitantes. La calle 28 de julio se vio de pronto hermoseada con el edificio moderno de un hotel para pasajeros, con toda clase de comodidades desconocidas hasta entonces por esas alturas. Pero cuando el caucho peruano se cotizó en Londres y Nueva Cork al quinto de su precio normal, Tugal se puso a languidecer súbitamente. Nadie había pensado por esos días que una operación de bolsa en tan lejanas y formidables urbes tuviera repercusiones inmediatas en un poblacho perdido en una axila de los Andes. Pero lo cierto es que los dueños del Hotel Amazonas no volvieron a tener más clientela para sus habitaciones, que permanecían, desde la baja del caucho, semanas y semanas completamente desiertas.

Cuando Pedro Castro llegó a Tugal, las puertas del Hotel Amazonas se desenmohecieron con bullicioso júbilo. Pedro Castro, que estaba acostumbrado a viajar con gerentes y empleados de la Goodrich Company y otras grandes empresas caucheras por Iquitos, Manaos o Río de Janeiro, era un huésped de nota. Se alojó por eso en un piso entero del hotel. Pocos días estuvo en calidad de pasajero. Los mismos dueños, empobrecidos y en quiebra, le ofrecieron la venta del edificio por la suma que él quisiera dar. Pedro Castro pagó, al contado, una suma que representaba la mitad de lo que había costado, y se hizo dueño del hotel. Las desgracias del caucho seguían favoreciendo al suertudo negociante, en la misma forma que lo habían hecho en sus épocas de florecimiento.

Pedro Castro pasó inmediatamente a ser la persona más visible del pueblo. Alguien que le hubiera visto partir, vigoroso y joven , no habría podido reconocerle ahora que volvía con sus quince años de vida selvática, sus ochenta mil soles peruanos y su sangre emponzoñada por los insectos y microbios tropicales. Su cuerpo, alto, seco y esmirriado, daba al caminar, ya lo hiciera lenta o velozmente, la impresión de que iba arrastrando un peso molesto, de un lado primero, y del otro después. Sus hombros se movían entonces hacia arriba como queriendo evitar que dos aletas invisibles se arrastraran por el suelo. Su rostro pálido, huesoso y largo, con su nariz picuda y blanca, habría impresionado como la cara de un muerto si no hubiera sido por sus ojos azulados, que despedían una luz punzante y viva. Vestido siempre de negro, con zapatos “walk-over”, traídos para él directamente de Estados Unidos, y con su sombrero de paja albeante encintado de negro, pasaba velozmente por las calles, siempre como un exótico personaje que iba a desaparecer por algún desconocido camino del pueblo.

Cuatro años vivía ya Pedro castro en Tugal, y su vida privada, como la del cura, el juez o el subprefecto, era del dominio público más o menos fantasista y pueril.

Las gentes rumoreaban, con aire de misterio, las más extrañas historias sobre la vida de Pedro Castro. Se decía que sus manos estaban tintas de sangre humana desde que anduvo por el Ucayali y el Putumayo; que su fortuna traída de la montaña había sido pequeña, y que, en la actualidad, era inmensa, porque allí en Tugal “había pactado con el diablo”; que tenía zurrones y cajas llenas de libras, pesos y joyas de oro enterrados en cuevas desconocidas y recónditas de los cerros grises; y que a medianoche se dirigía a esas cuevas para rendir cuentas a su socio flamígero y cornúpeto.

La verdad es que Pedro Castro dedicaba su vida a saciar dos apetitos insaciables, el del lucro y el del sexo exacerbado. El Hotel Amazonas se había convertido en una especie de Banco Hipotecario, casa de préstamo y almacén mayorista al mismo tiempo. El ex cauchero facilitaba dinero con interés de usura a los agricultores, que después le entregaban sus cosechas; a los empleados públicos, a los maestros, a quienes el Fisco no pagaba con puntualidad casi nunca; a los jugadores que perdían su dinero en las canchas de gallos, a las mujeres que enviudaban súbitamente. Sus armarios y sus mesas estaban repletos de escrituras públicas, libramientos, contratos y joyas más o menos valiosas.

Por la noche, Pedro Castro dedicaba su tiempo y su dinero a la búsqueda del amor comprado y diverso; por el día, a la especulación voraz.

En una ocasión, el tiempo se puso en contra de los campesinos, enviando una siniestra serie de heladas, que destruyeron por completo las cosechas. El Hotel Amazonas se llenó entonces de quejas y de súplicas. Eran los campesinos en desgracia.

.Por el amor de Dios, don Pedro, otro año le pagaremos. No nos embargue el terreno, por el amor de Dios.

El ateo se exacerbaba entonces:

-¿Por el amor de Dios? ¿Qué amor de Dios? ¿No dicen ustedes que estoy pactado con el diablo? Es cierto, con el diablo estoy, y no con Dios ¿Por qué no les arregla las cosas el cura Barbosa, que está con Dios? A mí me las arreglan el juez, los guardias, la autoridad y la ley. Nada más que la ley.

Esa era la gran verdad. El juez estaba con él, el subprefecto estaba con él. La autoridad, la ley estaban con él, arrastrándose por el suelo tras él, como sus sombras.

Los campesinos lloraron mucho, antes de acostumbrarse a la idea de haber perdido sus tierras buenas, que daban cien granos de trigo por un grano, cien granos de maíz por uno.

*

La experiencia de su juventud misérrima, el conocimiento de muchísimos hombres y su juicio certero, pero unilateral, habían envenenado ya de antemano el alma de Pedro Castro. Por ese camino había llegado a la conclusión que el mundo era es de los fuertes, y que los débiles no hacen más que e simulacro de bondad. Ya desde hacía muchos años el espectáculo de n cura polígamo en el pueblo lo había echo unir en un mismo desprecio a los curas a toda idea de Dios. Después, los caucheros, los subprefectos y jueces que se vendían por piltrafas, los comerciantes que se humillaban por centavos, le afianzaron más en la actitud de fuerza feroz t desprecio: la actitud que él, Pedro Castro, había contemplado más de una vez en la gran fiera ahíta, junto a los simios hambrientos que van buscando insectos y gusanos por la selva..

Su fuerza de voluntad extraordinaria y su perspicacia aguda no estaban por eso más que atentas q ejercitarse en el negocio, a gastarse en la satisfacción del vicio.

Una mañana de agosto de 1914, el telegrafista de Tugal, que iba por la calle principal conversando con todas las gentes que encontraba a su paso, se detuvo frente al Hotel Amazonas, y dijo en voz alta:

-¿Sabe usted, don Pedro, que acaba de estallar la guerra mundial?

-Ya era de esperarse –contestó desde dentro, y durante todo el día anduvo más preocupado y caviloso que nunca.

A la mañana siguiente se le vio recorriendo todas las tiendas comerciales que se encontraban dispersas en diferentes sitios del pueblo. Después recorrió todos los pueblos y caseríos vecinos. Al cabo de una semana, toda la existencia del añil, anilina y otras substancias colorantes de Tugal y sus alrededores había pasado a ser propiedad suya. El Hotel Amazonas se llenó hasta los topes de ese artículo que para lo tugaleños era de primera necesidad, porque servía para teñir la lana con que se hacían allí mismo, en cada casa, tejidos variados para mantas, ponchos y vestidos autóctonos y pintorescos.

-¿Para qué querrá tanta anilina Pedro Castro? –se preguntaban en sus conversaciones los pequeños comerciantes.

Lo supieron sólo después, cuando la anilina dejó de venir de la capital, a donde tampoco vino ya desde Alemania y demás países de Europa, ocupados sólo en hacer explosivos y gases asfixiantes en vez de anilina, para aniquilarse entre ellos, y cuando tuvieron que pagar al mismo Pedro Castro el quíntuplo de lo que por ella habían recibido unos seis meses antes.

*

Si había en Tugal alguien a quien Pedro Castro no despreciara en la misma forma que a los demás, era don Quintiliano Calderón, el más viejo maestro de escuela, un hombre ya maduro, silencioso y reflexivo, que en su conversación hacía citas frecuentes de “Don Quijote de la Mancha”, la Biblia y las “Tradiciones Peruanas”, de Ricardo Palma; tres libros que para él resumían la sabiduría universal. Le distinguía en cierta manera, porque nunca le pidió nada y siempre le miró altivamente.

Don Quintiliano era realmente el mejor y más auténtico producto de ese suelo. Había nacido en el mismo Tugal, había ido después a la capital para hacerse abogado, pero regresó pronto con su nombramiento de maestro de centro escolar y con la decisión de vivir siempre en su pueblo hasta el fin de sus días.

Y vivía así en Tugal, serena y apaciblemente, como una planta de esos campos, dando sombra y enseñando a los pequeños, en forma rudimentaria y pintoresca, los más elementales principios de la ciencia, los pasajes más resaltantes de la Historia Patria, y las anécdotas de alguno que otro hombre célebre por su sabiduría, su valo y su perseverancia. Los alumnos aprendían de esa manera, por ejemplo, de memoria, las leyes de la gravitación de la tierra, la toma de Jericó, con la luna y el sol quietos en el espacio, y la anécdota de Galileo, afirmando ante los cardenales, sojuzgado, pero no vencido, el movimiento continuo de la tierra alrededor del sol.

Don Quintiliano enseñaba en sus clases, junto con las cuatro operaciones de aritmética, ésta y otras historias que divertían a los niños sin ponerse a pensar nunca en el sentido contradictorio que podía haber en las afirmaciones de las Escrituras y algunos elementales principios de la ciencia.

La enseñanza teórica de don Quintiliano podía ser más o menos confusa y deficiente; eso no lo sabían ni él, ni los alumnos, ni los tugaleños. El hecho es que todos gozaban al oír esas historias y repetirlas en sus casas. Eso bastaba. En cambio, la enseñanza práctica y moral de su vida era indiscutiblemente benéfica y positiva.

Había en la conducta, en los actos, en las palabras de este hombre nacido en un pueblo tranquilo, de calles rectas y paralelas, de cielo generalmente despejado y limpio, una dignidad y una limpieza que infundían respeto a todos. Era en Tugal la más alta calidad del animal doméstico, precisamente la antítesis de lo que Pedro castro representaba: el animal de presa.

Sabía comprender, tolerar, disimular defectos y convivir con todos. Disculpaba hasta al cura Barbosa, cuyo único pecado era su numerosa prole. Don Quintiliano lo atribuía a la naturaleza vigorosa y bien plantada que Dios le dio. Y hasta al mismo Pedro Castro, a quien miraba sin odio, pero con justificada prevención. Él era el único que podía decirle mirándole a los ojos:

-El hambre de dinero convierte al hombre en fiera.

-Prefiero ser león que oveja – contestaba el hombre de la montaña.

-Primero pasará un camello por el ojo de una aguja, antes que el rico por la puerta del cielo –le decía otras veces.

-A mí no me interesa para nada esa puerta. A mí, que me dejen sólo las puertas de este mundo.

-Es que el cielo puede estar también en este mundo y gozan de él los justos, los que no exprimen la sangre de los débiles y viven en paz con su conciencia..

-Eso dicen los que no pueden otra cosa: los impotentes, loe mendigos y los que comen mal. El cielo también es saber vencer, gastar la fuerza que tenemos, comer a gusto, beber, cohabitar cuando uno quiere y con la que uno quiere. Eso es lo mejor, don Quintiliano. Eso es lo mejor…

Así se alejaba, mirándole con un poco de compasión, el triunfador.

El triunfador que para algo había expuesto su vida a las garras y a los puñales. El triunfador que no quería más que desquitarse como fuera de las malarias y pestes tropicales que habían infestado su organismo. Ahora podía hacerlo. Ahora que tenía dinero en los bancos y en las cajas soterradas; ahora que era dueño de casas y fincas; de casi todo Tugal. Ahora podía vivir como quería. Y quería tener a todos bajo la suela del zapato, desde el juez hasta el último pelagato. Y quería, entre otras cosas, por ejemplo, embriagarse públicamente os veces al mes, nada más que dos veces, reglamentariamente. Gozaba como en todo, satánicamente, divirtiendo así a los miserables comerciantes de la calle 28 de julio, tirándoles una piltrafa, que ellos recibían con júbilo de fiesta.

Bastaban algunas gotas de alcohol para que los venenos de su sangre se agitaran en completa turbulencia y su razón se extraviara del todo. Entonces Pedro Castro comenzaba a recorrer las tiendas de comercio que expendían de todo, desde telas y remedios hasta comestibles y licores. Hacía bajar en cada tienda, una, dos, tres botellas de aguardiente o de vino; exigía que bebieran el comerciante y los transeúntes eventuales, una dos , seis copas seguidas, hasta que se embriagaran también bajo su ojo extraviado y maligno. A veces lanzaba copas, botellas y comestibles a la calle. Las mujeres y los niños le miraban espantados al pasar velozmente; los comerciantes le miraban amable y sumisamente, placenteramente, porque sabían que al día siguiente Pedro Castro pagaría escrupulosamente el último céntimo de sus destrozos. Cien o doscientos soles repartía así, mensualmente, en forma de perversa limosna.

Una suma parecida tenía asignada para satisfacer otros imperativos de su insana y viciosa naturaleza. Esa suma iba a parar a las manos envilecidas de una que otra mujeruca proxeneta, que entregaba sigilosamente, a medianoche, la presa virginal a su ímpetu corrompido e insaciable. Todos en Tugal sabía de ciertas violaciones ocultas, pero nadie quería oír el grito de las víctimas, que no podía levantarse más que el ruido del dinero.

*

De haber vivido en una gran ciudad del mundo, Pedro Castro no habría quedado ciertamente a la cola de los grandes tiburones financieros. Habría podido sentarse con soltura ante el mismo tapete con los Deterding, en Londres, con los Rotschild, en París, con los Krupp, en Berlín; por eso extrañaba realmente encontrarle en Tugal, poblacho de humilde república sudamericana, donde no había ni Bancos ni Bolsa, y donde sólo muy contadas personas tenían una vaga idea de las actividades del capital financiero en gran escala.

Se trataba de un verdadero vidente de los negocios, que sabía desentrañar al vuelo posibilidades de lucro en cualquier acontecimiento, ya fuera feliz o desgraciado para los demás, o preveía nítidamente la situación que iba a crearse. En tales casos, actuaba con entera decisión, lanzando el golpe infalible. Así lo hizo al desencadenarse la guerra mundial, monopolizando la anilina de Tugal, y así lo hizo en otras ocasiones.

Cuando el telégrafo llegó a Tugal súbitamente, el 11 de noviembre de 1918, la noticia del armisticio, y las gentes de Tugal oían atentamente la plática de don Quintiliano, que elogiaba alborozado la confraternidad humana, Pedro Castro se agitó lo mismo que en 1914. Ese mismo día comenzó a vender, con mínimos descuentos y empleando una serie de artimañas, toda la existencia de sus mercaderías; a vender sus joyas menos hermosas, sus terrenos que no rentaban. De esta manera, al cabo de algunas semanas había concentrado en su poder, esta vez, casi todos los billetes y soles peruanos que circulaban en Tugal. Un día, por último, antes que amaneciera, salió del pueblo, a caballo, sigilosamente, como un ladrón, con sus alforjas repletas de dinero, acompañado de dos guarda espaldas armados, camino de la capital.

Pocos días duró su estancia en la ciudad, donde los Bancos nacionales y extranjeros abren las puertas blindadas de sus edificios soberbios a los que tienen dinero. Esos pocos días le bastaron para convertir en libras esterlinas el último céntimo de su fortuna, sabiendo a ciencia cierta que así, dejando pasar tranquilamente el tiempo, la moneda inglesa subiría de precio hasta triplicar en redondo sus capitales.

Después regresó a su pequeño campo de operaciones. Su vida habría recomenzado con el mismo ritmo, quizás durante muchos años, sino hubiera sido por un hecho al parecer de ínfima importancia.

Por las calles de Tugal paseaba la silueta esbelta y juvenil de la nueva normalista Lucila Calderón, que, al cabo de cuatro años regresaba, atraída por el calor familiar, influida por ese sentimiento general de los tugaleños, que les hacía retornar a su punto de origen, ya fuera de las selvas o desde las grandes ciudades. Era el mismo caso de Pedro Castro y de su padre Quintiliano.

Cuatro años de ausencia la habían transformado por completo. Las gentes de Tugal recordaban haberla visto partir muy niña, con sus catorce años apuntando primavera, con su falda corta, sus zapatos de tacón bajo, su busto informe, su rostro fino y pálido. Volvía ahora jugosa y atrayente como una fruta de carne apretada, derramando alegría con sus encantos de mujer enteramente florecidos. El esbozo de la naturaleza volvía hecho un cuadro bien logrado por el soplo y la influencia de la ciudad civilizada. Volvía sabiendo ya diestramente, entre otras cosas, los secretos que hacen resaltar el encanto femenino cuando existe y hasta lo hacen surgir donde no existía.

Pedro Castro la había conocido en el mismo barco a su regreso. Halagada y cortejada por los pasajeros y por los marinos, Lucila Calderón había advertido, pero sin dar importancia en lo menor, la presencia de Pedro Castro, el ricacho tugaleño que llegaba ya a la cincuentena, el hábil comerciante, el usurero cruel, el mujeriego que caminaba medrosamente por los salones de primera con su aire provinciano, su cadenota de oro en el chaleco, sus ojos cortantes y su verdosa palidez. En cambio, él, Pedro castro no había hecho más que seguirla desde el principio, sigilosamente, aparentando indiferencia cada vez que se encontraban cara a cara. Su deseo íntimo habría sido sumarse también a la comparsa de los jovenzuelos que la mimaban, o aislarla de todos, mejor, para que le oyera a él solo, como estaba acostumbrado a hacerlo, pero a fuerza de dinero, con la mayor parte de las mujeres que despertaban el apetito fácil de sus sentidos; más, tenía una invencible timidez para acercarse en esta forma a cualquier mujer, y más aún a esta bonita y elegante normalista, en cuyos ojos había sorprendido miradas de aversión hacia él.

No cruzaron, pues, más que algunas palabras banales, relacionadas con el viaje, la capital y don Quintiliano. En el barco le había faltado a él la tercera persona que supliera venalmente su falta de condiciones galantes ¿Pero no iba acaso a Tugal? ¿A Tugal donde había terceras persona en abundancia y donde sus trampas funcionaban casi siempre infaliblemente?

Y ahora, Lucila Calderón estaba, efectivamente, en Tugal. Se la veía a veces por las calles con el rostro graciosamente tocado con un sombrero sencillo de color encendido, y el “rojo” intenso de los labios que animaban su palidez. Se la veía caminar difícilmente con sus tacones altos. Con el tobillo fino del que ascendía la pantorrilla armoniosa; caminar difícilmente por el suelo mal pavimentado de las calles, atrayendo irresistiblemente las miradas de los tugaleños, que la saludaban respetuosamente porque era la hija de don Quintiliano y porque les agradaba que esta señorita vestida a la moda de la capital les hiciera caso amablemente.

Pedro Castro buscaba desde entonces asiduamente la compañía de son Quintiliano; trataba de sondear las posibilidades en el espíritu del maestro y en su propio espíritu, y resolvió al fin probar sus propias fuerzas, sus aptitudes intrínsecas, para buscar, por primera vez en su vida acaso, ya en la hora de su decadencia, el verdadero amor. Su perspicacia le hizo comprender, después del primer instante, que en este caso las terceras personas podían estar de más, que no servirían para nada en sus trampas levantadas para hacer caer a criaturas ingenuas y más o menos desamparadas.

El hogar de don Quintiliano se vio de pronto sorprendido por n gracioso y extraño obsequio: Un delicado cajón de pasas malagueñas y otro de frutas confitadas.

Era el primer flechazo que lanzaba el desgarbado cupido de oro macizo, Pedro Castro.

Mientras la señora de Calderón comenzaba esa vez a repartir, alborozada, entre los niños la lujosa golosina, la normalista se puso pensativa, y don Quintiliano exclamó en voz alta sentenciosamente:

-El regalo del rico, cuando no humilla, envenena.

Los obsequios de ese género se repitieron después con bastante frecuencia, dejando vislumbrar con claridad los designios del que los enviaba.

Las dádivas se repetían con el menor pretexto, porque para Pedro Castro era otra ley infalible aquello de “Dádivas quebrantan peñas”

*

Don Quintiliano había tenido que abrir las puertas de su casa la noche de su cumpleaños para recibir a un grupo de festejantes capitaneados por Pedro Castro, y que llegaron poco después que la banda de músicos había comenzado su actuación tocando dianas y marineras. Lucila Calderón no estuvo muy alegre esa noche, danzando sin parar entre los brazos del engominado subprefecto, el juez bigotudo y Pedro Castro. Pero había tenido que mostrarse acogedora, lo mismo que don Quintiliano, a pesar de que para los dos la presencia del usurero vicioso les producía un recóndito e irrefrenable malestar..

Al día siguiente, mientras las amigas de la normalista, que habían asistido imprevisiblemente a la fiesta, difundían la noticia reciente y comentaban en diversos tonos los nuevos amores de Pedro Castro, Lucila Calderón recibía una lacónica pero expresiva carta amorosa del hombre más rico de Tugal.

La respuesta fue negativa. Pedro Castro supo al mismo tiempo que Lucila Calderón tenía amores con un estudiante que vivía en la capital.

Era ésta una de las poquísimas veces que Pedro Castro fallaba en sus previsiones y en sus cálculos. Sus frecuentes dádivas no habían tenido, en este caso, el resultado que era de esperarse. Por el contrario, había exasperado el espíritu recto de don Quintiliano, que no cesaba de lanzar invectivas contra los “negociantes y usureros que roban el pan y la vida de los débiles e indefensos”. Por primera vez Pedro Castro estaba en vías de saber que es falible el poder de la dádiva, y que la varita mágica de oro no siempre doblega el torso de los hombres, sino que, a veces, los hace erguirse porfiadamente.

Pero no era éste un hombre de los que abandonan la presa al primer fracaso. Al contrario, era de los que la persiguen con más encarnizamiento y con redobladas fuerzas. Habituado a limpiar todo obstáculo del camino con el puñal y el “máuser”, en la selva; con la audacia y el soborno en Tugal, no podía permanecer tranquilo ente el rechazo de una tugaleña sin dinero, hija de un pobre maestro de escuela, a quien ofrecía la fortuna más cuantiosa de la región.

Lo que al principio había sido un simple deseo sexual parecido a muchos otros que Pedro Castro había experimentado y satisfecho con facilidad, fue transformándose, poco a poco, en un complejo sentimiento de admiración, de rencor y ansia sexual, que enardecía sin cesar su sangre. De nada le servía el deseo satisfecho en virginales presas que seguían proporcionándole sus viejas proxenetas. La figura delicada y atrayente de Lucila Calderón caminaba junto a él, tentadora e inalcanzable a todas partes.

El acecho continuaba en diversas formas. Don Quintiliano se vio abrumado por espléndidos ofrecimientos. Habría podido ser propietario de casas y fincas, habría podido ser alcalde del pueblo con sólo decir una palabra. Había rehusado todo en forma digna y cortés; pero ante la insistencia de Pedro Castro, terminó contestándole un día con cruda agudeza:

-Más le valdría recoger a tantos pequeños que vagan por estas calles con los pies en el suelo, sabiendo sólo en secreto quién es el que les dio la vida.

Pedro Castro no se inmutó por eso:

-En este pueblo nadie se muere de necesidad, y la pobreza, cuando no mata, tonifica. Pobre fui de niño, por eso sé lo que vale el dinero, por eso pude ganarlo y multiplicarlo.

Lucila Calderón, que en verdad estaba enamorada del estudiante ausente, sentía el acecho de Pedro Castro con creciente inquietud y repugnancia. Las cartas del comerciante, invalidado ya para decir auténticas palabras de amor, llegaban a sus manos como papeles quemantes y envenenados. Se sentía infamada al leerlas y terminó por devolvérselas sin tocar.

Pedro Castro, que desde su regreso de la capital no había vuelto a embriagarse en el pueblo, sino en su finca del “Molino”, acompañado de algunos acólitos, volvió a su antigua costumbre el día en que su segunda carta fue devuelta intacta.

Fue uno de esos días cuando la idea que llevaba germinando en su cerebro, tomó forma definitiva y fue a parar a oídos del subprefecto, en tono confidencial:

-¡La hija del maestro sabrá dentro de poco quién es Pedro Castro!

*

Las casas de Tugal están agrupadas al pie de los cerros verdeantes; el resto de la planicie estaba sembrada siempre y verdeaba también durante todo el año con riego de agua canalizada y con la propia lluvia que caía frecuentemente.

Bordeando el campo y ciñendo apretadamente los cerros de roca grisácea del lado opuesto, se desliza apaciblemente como la vida de Tugal, un riachuelo de aguas generalmente límpidas. A lo largo de sus orillas crecían sauces graciosamente encorvados, pinos frondosos, eucaliptos altísimos y arbustos que en algunos segmentos reflejaban completamente ocultas las aguas del río.

Hacia ese río se encaminaban por las tardes de los días festivos las señoritas y los niños de Tugal, en pequeñas bandadas. Buscaban los recodos más discretos y frondosos, despojábanse de sus vestiduras callejeras, y, cubiertas con grandes polleras que escondían el cuerpo desde el cuello hasta los pies, se sumergían gritando graciosamente entre las aguas del río.

La nueva normalista había tomado otra vez placentera y humorísticamente esa antigua costumbre, al volver de la capital. Se la veía por los caminos del campo, corriendo alegremente, en compañía de algunas amigas.

*

El día de San Isidro era para los tugaleños la fiesta más bulliciosa y auténtica. Ese día no había banderas bicolores, ni desfile de escuelas, ni discurso del alcalde en la laza principal, como en las fiestas patrias del 28 de julio. El día de San Isidro los tugaleños volvían a pintar prolijamente las fachadas de sus casas, y traían desde el campo o sacaban de sus huertos gruesos troncos y grandes ramas de árboles, arbustos enteros, y, desempedrando la calle de la iglesia, la dejaban convertida en una pintoresca avenida. Los niños entonces trepaban por las ramas potentes, fingían arrancar de ellas la fruta que, en realidad, llevaban escondida en los bolsillos, y descendían de un salto mordiendo espectacularmente sus melocotones dorados, sus manzanas olorosas, sus plátanos de almíbar.

Las hijas casadas se reunían ese día en las casas de sus padres, disfrutaban lo mejor posible de los potajes suculentos, y en todas partes había un vaso de sabrosa chicha para cualquier transeúnte, aunque no fuera conocido.

Los hombres se reunían por las plazuelas, por las puertas de la iglesia; iban al campo en pequeños grupos. Hablaban de las lluvias, de las siembras, jugaban a las tejas y reían a carcajadas sonoras.

Cerca de un había ya transcurrido desde el día en que Pedro Castro volvió de la capital después de haber realizado su más brillante operación comercial, para comenzar en Tugal su más desdichada gestión de amor.

Durante ese año había conocido muchas cosas nuevas en su vida. Su zarpa cincuentona se sentía adolorida; se daba perfectamente cuenta de que sus fuerzas flaqueaban. Pero daría la dentellada aunque le costara los dientes.

Declinaba ya el día de San Isidro; los tugaleños volvían de los campos entonando marineras y yaravíes, trayendo sobre la espalda pequeños tercios de leña o de alfalfa, algunos llevaban también escopetas y puñales al cinto, cuando la noticia voló or todas partes ardiendo como la pólvora:

-¡Pedro Castro ha robado a la normalista!

-¡Pedro Castro raptó a la hija de don Quintiliano!

La noticia era verdadera. Pedro Castro había reunido ese día en su finca del ”Molino” a cinco maleantes del pueblo: al “manqueras”, al “Mulato” Sánchez, al “tuerto” Pinillos, al “Gallo” y al “Carpentier”. Estuvieron allí de juerga, bebiendo sin parar, hasta que llegó la proxeneta, diciendo:

-Está en la poza de la “Tranca”.

Hacia allí se dirigieron en fogosos caballos, gritando blasfemias y disparando tiros al aire.

Llegaron a la poza de la “Tranca”, y poco después “Carpentier” cabalgaba a la diestra de Pedro Castro, llevando en la parte delantera de su cabalgadura a Lucila Calderón, desvanecida.

Las amigas de Lucila Calderón huyeron despavoridas en dirección del pueblo; iban lanzando gritos delirantes, imprecaciones y súplicas. Algunos tugaleños les siguieron hasta el pueblo; otros se fueron siguiendo las huellas de los malhechores, que se dirigían al “Molino”

Más de cincuenta hombres había en los umbrales de la escuela cuando la figura encorvada y canosa de don Quintiliano salió gritando, pálido de ira:

-¡Muerte a la bestia endemoniada; muerte al monstruo!

La muchedumbre iba engrosando a medida que avanzaba en busca del raptor, del corruptor, del usurero, del poderoso animal de presa que había ofendido y humillado al manso rebaño de Tugal, pacífico. Los campesinos despojados de sus tierras, los comerciantes, los empleados extorsionados, todas las víctimas de Pedro Castro estaban allí, febrilmente unidas, formando un solo cuerpo que avanzaba con una furia de torrente.

El pueblo entero se volcó esa tarde hacia la finca del “Molino”, donde los facinerosos estaban sitiados. A la luz de una luna que llovía ceniza luminosa, congoja y turbulencia, los tugaleños iban apretando cada vez más el cerco.

Pedro Castro al oír las voces del tumulto, salió hacia el campo, dejando a su presa, violada y desvanecida. Quiso escapar, pero brotaron ante él figuras humanas irreconocibles. Las ovejas se habían transformado también súbitamente en lebreles aullantes, y todos a una iban acorralando sin piedad al animal de presa, que se entregó sin lucha.

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Cuando el subprefecto llegó a esos lugares con cinco gendarmes armados, la cabeza de Pedro Castro rodaba ya por las aguas del río tranquilo y silencioso de Tugal.

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