viernes, 12 de octubre de 2007

CUENTO: Alfonso Peláez Bazán


EL TORO BAYO

Por Alfonso Peláez Bazán
Ya casi vencida la tarde, decidimos acampar, justamente en medio de una extensa llanura. Y lo hicimos de mil amores. Pues, con su tibias caricias, nos había ido ganando aquella tierra sensual.
Al pie de un cedro secular, en cuyas ramas sagradas se enredan gentiles madreselvas, estuvo nuestra tienda.
Entre sorbos deliciosos de un café “a la turca”, fui conociendo nombres y más nombres. Nombres de cerros, de valles, de ríos.
Poña, Maraypata, Pindoc, Chumbull, Tullpac, Pusac. Un nombre menos raro tiene el monte donde pasamos la noche: El Guayo. Y menos raro aún, la hacienda a la cual pertenece: El Zapotal.
Con sus extraños fantasmas y sus voces de aquelarre, se metió la noche en el laberinto del monte… Y una imponderable sensación de rendimiento fue ganando nuestras últimas fibras.

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Un tremendo mugido, que las peñas devuelven solícitas, deshace súbitamente el maleficio. Angel asustadizo, huye veloz el sueño.
-Es el Toro Bayo, señor -se apresura a ponerme al tanto el muchacho que me acompaña.
Al tiempo que oigo esto, pienso, como es natural, en un toro fantástico, terrorífico, y una corriente de pánico recorre todos mis huesos.

Un tremendo mugido...

A lo largo de la llanura, corre un viento fresco y delicadamente perfumado. Un pájaro insomne reniega de la noche. En gritos extraños y mortificantes, una rama histérica retuerce su dolor. Deja oír, un arroyo lejano, a capricho del viento, su quejumbrosa canción de peñas.
-Ya está viejo el Toro Bayo… Tiempo atrás, sus mugidos eran aún más fuertes, más taladrantes: no era posible, entonces, oírlos sin sentir terror.
Y como se detuviera ahí mi compañero, le encarezco, con más miedo que curiosidad, me cuente todo lo que sabe del toro que acaba de hacer temblar el arcano de la noche.
-El Toro Bayo, señor –me saca suavemente de mi espanto-, es un toro de carne y hueso, nacido de vaca por supuesto. Todavía es hermoso e imponente y cuando muge lo hace con todas sus fuerzas y levantando bien alta la testa: lo hace como si quisiera que le oyese Dios… Se le ve muy raras veces y cuando tal ocurre, se va de estampía.
El terror del primer momento se cambia en franco interés por el toro “de carne y hueso”que cuando muge rasga los cielos…
Con emocionado acento, Noel –que tal es el nombre de mi excelente compañero- me relata la historia del Toro Bayo.
Veréis cuánto dolor hay en ella. Veréis cómo en la simplísima vida de un toro ocurren también tremendas cosas. Y podréis, entonces, comprender cómo esos estentóreos mugidos que se rompen en las duras peñas, pueden ser las estrofas monorrítmicas de un canto trágico.

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Hace muchos años –no tantos sin embargo como para que sea ya una leyenda-nació en El Guayo un lindo becerro color perla. De su madre –una hermosa pintada-, sólo trajo una como cinta en el crucero. Y fue, por cierto, en luna llena.
Perdido entre los matorrales y las yerbas pasaron sus primeros días. Salió luego a los claros del monte. Por último cuando volvió a estar redonda la luna, su madre lo incorporó a la tropa salvaje. Y sólo halagos encontró en el seno de ella.
No tardó en hacerse grande del todo, y a su fuerza pujante empezaron a rendirse, tímidas y dichosas, todas las castas princesas. Los tiradores lo denominaron el Toro Bayo.
Y llegó a ser rey, emperador, monarca, todo. La fortuna, como una dócil esclava, estuvo rendida a sus pies.
¡Vedlo pasar a la cabeza de su polícroma grey! ¡Vedlo retozar, magnífico sobre los verdes alfombrados! ¡Y por qué no mirarlo en las noches de luna dormitando en medio de sus bellas concubinas…!
Y el amor floreció como las madreselvas y los lirios.

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Un día, el hacendado, don Nicanor Villafuerte, decretó el exterminio de la tropa brava. Alguien le hizo concebir la idea de irrigar El Guayo
Y armó a su gente de winchesteres y máuseres.
La cruenta misión durará, desde luego, algunas semanas “Una o dos por día”, dispuso el señor Villafuerte. Así, habría tiempo para ir cecinando la carne.

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Apostados detrás de las piedras, los tiradores esperan el ganado en el bebedero “grande”. Ya se oye por el monte el estrépito salvaje de la tropa… Se acercan… Los tiradores se agazapan azarosos y se hacen señas furtivas…
Majestuoso, aterrador, irrumpe el Toro Bayo… Retozonas y anhelantes, llegan tras él las regias vacas y las gallardas maltonas… Luego, las retrasadas crías…
El destino hace lo demás. Él arregla las cosas a la maravilla. Ved lo que hace con esa vaca limona y esa ternera casulla. Las aparta de la compacta de la compacta tropa y las pone frente a los tiradores… Estos no pierden tiempo y disparan…
Y como han tirado de mampuesto, allí quedan fulminadas la vaca limona y la ternera casulla. Tan magistralmente. Ni don Nicanor Villafuerte habría arreglado las cosas.
El Toro Bayo y su aterrada corte, como un viento huracanado, desaparecen a lo largo de la llanura…
Al día siguiente, en vano esperan los tiradores en el bebedero “grande”. Visto está que en los brutos obra el instinto con más eficacia que la inteligencia en los hombres. La tropa brava no aportará más por los bebederos con emboscadas.

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Pero don Nicanor Villafuerte disponía de hombres y municiones, y de poco sirvió el instinto salvador; pues siempre hubo una “nueva” manera para cada jornada…
En la espesura del monte, en las breñas, en los distintos bebederos, corrió a torrentes la sangre indómita.
Y llegó un día en que junto al Toro Bayo no iban ya sino dos sultanas: graniza la una y camarona la otra. (don Nicanor Villafuerte, olvidábamos decirlo, hizo a sus tiradores la romántica recomendación de dejar “para el último” el Toro Bayo).
Y con sus dos únicas sultanas –la graniza y la camarona- huyó hasta lo más alto del Cerro de Oro. Y allí encontró la paz que habíanle arrebatado los winchesteres y los máuseres.

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Mas ocurrió que al cabo de un tiempo el Toro Bayo y sus dos sultanas –la graniza y la camarona- volvieron al llano. Volvieron atraídos por el hondo hechizo de los mil caminitos enrevesados y los claros bebederos.
Acaso también los atrajo la fuerza del último acto.
Y era fresca la yerba y blanda la arena de los dormideros.
Cuando en la hacienda se tuvo noticia de la vuelta peregrina, don Nicanor Villafuerte ordenó rastrear el ganado por los bebederos. Pues, había que asegurarlos primero.
Y sobre la arena húmeda de una vertiente –el Pozo de Shitana- , hallaron los rastros, frescos, palpitantes…
Y al otro día, cuando la graniza y la camarona hundían sus belfos en el cristal radiante del Pozo de Shitana, sonaron cuatro precisas detonaciones… Y el cristal radiante se tiñó de rojo encendido…
Todo estuvo perfectamente arreglado. Las balas no tocaron al Toro Bayo, y éste pudo huir por el corazón aterrado del monte…

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Cien veces fracasaron los tiradores. El Toro Bayo, a fuerza de burlar la muerte, fue adquiriendo diabólica soltura. Sus entrañas rugían con fuerza aterradora.
Empezaron a correr espeluznante relatos. Y tanto hizo la dichosa fantasía que al fin todas las gentes llegaron a sentir ese miedo suersticioso, anatémico del hombre primitivo.
Un día cualquiera, dejó de existir don Nicanor Villafuerte. En sus labios quedó estereotipada esta frase: “Hice mal en dejarlo para el último”

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-…El Toro Bayo… si… las gentes… -dice por seguir Noel, pretendiendo en vano vencer el sueño.
Y vuelve a mí también, con renovadas caricias, al ángel que huyó. Mientras la fantástica orquestación del monte canta la tragedia del Toro Bayo

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Casullo : Que tiene blanco el lomo y la panza.
Camarona : Vaca de color rojo oscuro.
Graniza : Vaca con pequeñas manchas blancas en todo el cuerpo.
Limona : Vaca color limón.
Pintada : Vaca con pequeñas manchas de variado color en la piel

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