Sobre los cuentos de Morituri, de Alfredo Pita
Por Dámaso Vicente Blanco
Con toda seguridad, cualquiera puede preguntarse qué hace un español, profesor de Derecho, presentando en el Perú a un escritor peruano, aún cuando se trate de un escritor transterrado, residente en Europa (según una larga tradición latinoamericana y peruana, que ya experimentó el Inca Garcilaso). Permítanme que se lo cuente... Como lector español, con viajes recurrentes al Perú, es cierto, que un día me topé con un libro sorprendente en los estantes de un librero de viejo en Salamanca, y encontré en él las más claras constantes de una literatura, la peruana, en la que yo me había zambullido apasionadamente, desde hacía un buen número de años, buscando las claves de un país que había conseguido atraparme.
Un lector español cualquiera que se adentrase en este libro de relatos de Alfredo Pita estaría en el quicio de una puerta que le conduciría a un mundo que (generalmente) sólo conoce a medias. En su interior está toda una tradición literaria del siglo XX y aún más atrás, particularmente narrativa, que no es para él totalmente ignorada. Si el más popular en España de los narradores peruanos de las últimas décadas es el representante del boom latinoamericano, Mario Vargas Llosa, y para el lector/consumidor español es también sobradamente familiar otro Alfredo, el gozoso Bryce Echenique, resultan menos habituales otros escritores que deberían ser imprescindibles en cualquier panorámica de la literatura en castellano del siglo XX, y que al quedar fuera del fenómeno mercantil del boom, no son de general conocimiento. Así, están muy presentes en la narrativa de Pita un maestro del relato como Julio Ramón Ribeyro (que, aunque presente en nuestro país desde los años setenta, no vio publicados en España sus cuentos completos hasta 1994), o José María Arguedas, el mayor representante de la literatura indigenista (autor de un texto cumbre de la literatura en castellano como es Los ríos profundos), y único escritor peruano al que Vargas Llosa ha reconocido en maestría[1]. Quedan finalmente por mencionar Ciro Alegría y Manuel Scorza, ambos en la tradición indigenista, presente aún el primero en las librerías españolas, como un clásico, injustamente olvidado el segundo tras el infausto accidente aéreo de Madrid que provocó su desaparición en 1983.
Pero quizás sea necesario nombrar también desde el Inca Garcilaso (y aún desde Cieza de León), toda la escritura peruana en castellano; el recreador de la vida criolla, y del Virreinato, que fue Ricardo Palma; Valdelomar como predecesor del indigenismo; la fundamental aportación al análisis de la historia, la sociedad y la cultura del Perú, que hizo José Carlos Mariátegui en sus Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana; y la traducción de la tradición en vanguardia de César Vallejo. E incluso nombres que poco o nada dicen a un español medio, como López Albújar o Basadre, y que son fundamentales en la comprensión de la cultura del Perú. Un universo literario, social y espiritual. Enraizado en tiempo y espacio, y en la memoria colectiva.
Alfredo Pita nació al norte del Perú, en Celendín, en 1948. Trabaja en París para
Pita es heredero de la mejor narrativa peruana, y en lo que al relato se refiere, en este libro pueden encontrarse verdaderas joyas a la altura de los relatos del más turbador Ribeyro (su clásico e implacable Los gallinazos sin plumas, el tremendamente limeño Terra incógnita, o el sugerente Silvio en el Rosedal) o de los delicadísimos relatos de Bryce en sus inicios (los conocidos Dos indios, Yo soy el rey) o de Arguedas (un texto arguediano tan tierno y reivindicativo como Agua, u otro tan escalofriante como El sueño del pongo). En cuanto a la posición del escritor en el mundo, en la literatura peruana hay una tradición elogiable de escritores alejados de todo star sistem, una de cuyas expresiones más claras estuvo probablemente en la actitud de Arguedas en el conflicto que tuvo con Cortázar. Las lógicas inseguridades vitales y políticas del peruano (que le llevarían hasta el suicidio) contrastaban con la infalibilidad pontificia de la gauche divine encarnada en el argentino[2]. También los diarios de Ribeyro son, comenzando por su título, La tentación del fracaso, una muestra de la completa ausencia de presuntuosidad, de impostura y de las falsas humildades tan comunes por mis lares castellanos.
Alfredo Pita tiene esa actitud vital del único modo posible, con la naturalidad de quien experimenta la literatura como la vida, y no como una pole position en la carrera del espectáculo. Como explica en un texto que lleva por título ¿Por qué escribo? que se encuentra en la red:
“Escribo porque, de todas las actividades que puedo realizar en forma más o menos correcta, es la única que me ayuda a encontrarme conmigo mismo, a explorar y utilizar una voz que, ambiciosa y humanamente, quisiera que sea mía, propia. Escribo también porque a veces tengo la enorme ilusión, digo bien la ilusión, de que tengo algo que decir sobre la vida, la gente y las cosas, así como la grandísima pretensión de que, además de las ganas, tengo los medios para hacerlo”.
Escribir para explicarse el mundo, para dejar constancia de la memoria y de la experiencia. No para huir, ni para construirse un artificio de distracción, ni para verse en blanco y negro o en color en las páginas de los diarios.
La maravilla narrativa que es Morituri, en la asombrosa edición francesa (Ecla - Correcaminos, París, 1990), con impresión en Barcelona, yacía en el verano de 2000 en un anaquel de una librería de viejo de
Las dos citas presentes de dos autores peruanos sobradamente mencionados, Arguedas y Ribeyro, ganaron desde el principio mi complicidad. Los relatos de Morituri me trasladaron a un Perú para mí reconocible, no por los nombres geográficos, sino por la sociedad y la tipología humana que se pasea por ellos. Me recordaron Lima, pero también Huacho, Tarma,
“Los respectivos dominadores son los herederos de todos los que han vencido una vez. La empatía con el vencedor resulta siempre ventajosa para los dominadores de cada momento. (...) Quien hasta el día actual se haya llevado la victoria, marcha en el cortejo triunfal en el que los dominadores de hoy pasan sobre los que también hoy yacen en tierra. Como suele ser costumbre, en el cortejo triunfal llevan consigo el botín” (W. Benjamin, Tesis de filosofía de la historia).
No se hallará en Morituri ninguna empatía con el vencedor. Son, siempre, “los que van a morir” que nos saludan. Es la terribilidad de un mundo que los convierte en cenizos, en gente con la peor suerte posible. Si algo puede pasar, sucederá. Sin contemplaciones, sin respiro. Se opta por los que lo pasan mal, y ello exige que no pueda terminarse por escribir para regalar el estómago a los lectores (aunque sea un estómago ávido de gore o de melodramas). Todo acaba mal porque hay mucha gente para la que siempre es así. Lo contrario es un lenitivo a la conciencia.
Alfredo Pita habla, como posición cívica, frecuentemente de solidaridad, de su solidaridad con los que sufren, motivada por la experiencia de su país, “donde la humanidad sufre más que goza”, y por un ambiente familiar de compromiso, con un padre intelectual y militante perseguido durante algún tiempo. Solidaridad. Utiliza el término en su sentido más consistente y firme, casi antiguo. Solidaridad. Hoy el vocablo está de saldo en los baratillos de la ética, y aún de la política. Una palabra que, a fuerza de ser manipulada por los políticos, ha cambiado de significado. La solidaridad aquí ha terminado por ser un simple sinónimo de la caridad. Pita se resiste y retoma los términos en su significación más sagrada, lejos de las nuevas edulcoraciones.
“Por algo Perú se escribe con P de purgatorio”, dice en ocasiones Pita cuando reflexiona sobre su país. Lleva años fuera de él, pero no ha dejado de estar presente, especialmente en los momentos difíciles. Escribe de vez en vez en la revista Caretas, que ha sido una voz disonante durante el autoritario fujimorato, denunciando los abusos, las violaciones de Derechos humanos y las connivencias de sectores sociales y académicos con las tropelías del régimen (como la retirada del Perú de
Su novela El cazador ausente es un ajuste de cuentas con el pasado, con el propio y con el de su protagonista, Arturo Pereda (A. P.). En ella está presente como un eje certero la idea de redención, de compromiso moral por recuperar la memoria de las víctimas, de todas las víctimas, también de las víctimas propias que la izquierda ha causado en su, por paradójico que parezca, maximización de recursos. La cohesión de grupo por encima de las diferencias. La instrumentalización de todo lo que estuviera a mano, el beneficio privado travestido de interés general, el culto a la personalidad. Una tradición de desengaños, una tradición de disidentes. No es casual que, en
“La revolución se ha solidificado ella misma en tradición: 1815, 1830, 1848, 1871, 1917, constituyen las cesuras de una historia de luchas revolucionarias, pero también de una historia de desengaños. La revolución libera sus propios disidentes que ya no se rebelan contra otra cosa que contra la revolución misma. Esta dinámica autodestructiva tiene también sus raíces en una concepción del progreso, que Walter Benjamin se encargó de poner en la picota, concepción del progreso que se apunta al futuro sin guardar memoria de las víctimas de las generaciones pasadas”[3].
Y aquí está otra de las claves de la narrativa de Alfredo Pita, la conciencia moral (que no moralista) con que observa la violencia, la “banalidad del mal” que dijera Hanna Arendt, convertida en trivial compañía cotidiana; la consciencia de sus consecuencias, de la bilis que deja a su paso, impregnándolo todo; del rastro de sangre imposible de borrar. La sombra del Aneto es al respecto un relato implacable que muestra la ductilidad de la mirada de Pita, dispuesta a escrutar los acontecimientos que ve como próximos desde su experiencia de la violencia peruana. Aún cuando esto le lleve a enfrentarse a la violencia de España, la del País Vasco, la de ETA. Su perspectiva es la opuesta de la reivindicación del “tiro fijo”, y de todas las violencias políticas habidas y por haber, la antítesis del culto ritual de la sangre disfrazado de emancipación.
De nuevo, Pita engarza con su tradición: el realismo y la violencia. En narrativa, la aproximación de Manuel Scorza a la violencia en el Perú, en su ciclo de los años setenta La guerra silenciosa (Redoble por Rancas, Historia de Garabombo el invisible, El jinete insomne, Cantar de Agapito Robles, y La tumba del relámpago). Y en todo caso, la conciencia cultural del hecho violento que muestran por ejemplo ensayos como el de Hugo Salazar del Alcázar, Teatro y violencia. Una aproximación al teatro peruano de los 80 [4]. El ciclo novelístico al que pertenece El cazador ausente (El tiempo señalado) promete ser precisamente una reflexión sobre la reciente violencia en el Perú, que arranca en los años setenta/ochenta y llega hasta nuestros días.
De que Alfredo Pita es un narrador excepcional dan cuenta estos magníficos relatos, y no tiene sentido que un intruso, a modo de prólogo, anticipe su contenido. Mi experiencia peruana —estuve en el país durante meses, en varias ocasiones, desde comienzos de los 90— ha sido relativamente breve, pero reiterada e intensa, tanto en las aulas de
Universidad de Valladolid (España)
[1] Véase su nada popular, pero revelador estudio La utopía arcaica. José María Arguedas y las ficciones del indigenismo, Fondo de Cultura Económica, México, 1996, donde Vargas Llosa busca saldar cuentas con sus fantasmas peruanos, colocado definitivamente del lado limeño y occidental de la sima que divide la sociedad y el universo cultural del Perú.
[2] Véanse los números dedicados a Arguedas por la revista española Athropos (José María Arguedas. Indigenismo y mestizaje cultural como crisis contemporánea hispanoamericana, nº 128, enero, 1992) y por Suplementos.Materiales de trabajo intelectual, de la misma revista Athropos (José María Arguedas. Una recuperación indigenista del mundo peruano. Una perspectiva de la creación latinoamericana, nº 31, marzo, 1992). Y también la edición crítica de su novela El zorro de arriba y el zorro de abajo, por Eve-Marie Fell, Colección Archivos nº 14, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Madrid, 1990.
[3] Jürgen HABERMAS, Facticidad y validez, Trotta, Madrid, 1998.
[4] Centro de Documentación y Vídeo Teatral / Jaime Campodónico Editor, Lima, 1990.
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