martes, 12 de febrero de 2008

CRÍTICA: Los cuentos de Alfredo Pita

Publicamos un texto del profesor Dámaso Vicente Blanco, de la Universidad de Valladolid, España, acerca de nuestro escritor Alfredo Pita. Fue publicado en enero de 2008 en la revista especializada Wayra, N° 6, editada en Uppsala, Suecia, por nuestro compatriota Carlos Arroyo Reyes (Nota de la Redacción).

ACOMPAÑANDO A LAS VÍCTIMAS
Sobre los cuentos de Morituri, de Alfredo Pita

Por Dámaso Vicente Blanco

Con toda seguridad, cualquiera puede preguntarse qué hace un español, profesor de Derecho, presentando en el Perú a un escritor peruano, aún cuando se trate de un escritor transterrado, residente en Europa (según una larga tradición latinoamericana y peruana, que ya experimentó el Inca Garcilaso). Permítanme que se lo cuente... Como lector español, con viajes recurrentes al Perú, es cierto, que un día me topé con un libro sorprendente en los estantes de un librero de viejo en Salamanca, y encontré en él las más claras constantes de una literatura, la peruana, en la que yo me había zambullido apasionadamente, desde hacía un buen número de años, buscando las claves de un país que había conseguido atraparme.

Un lector español cualquiera que se adentrase en este libro de relatos de Alfredo Pita estaría en el quicio de una puerta que le conduciría a un mundo que (generalmente) sólo conoce a medias. En su interior está toda una tradición literaria del siglo XX y aún más atrás, particularmente narrativa, que no es para él totalmente ignorada. Si el más popular en España de los narradores peruanos de las últimas décadas es el representante del boom latinoamericano, Mario Vargas Llosa, y para el lector/consumidor español es también sobradamente familiar otro Alfredo, el gozoso Bryce Echenique, resultan menos habituales otros escritores que deberían ser imprescindibles en cualquier panorámica de la literatura en castellano del siglo XX, y que al quedar fuera del fenómeno mercantil del boom, no son de general conocimiento. Así, están muy presentes en la narrativa de Pita un maestro del relato como Julio Ramón Ribeyro (que, aunque presente en nuestro país desde los años setenta, no vio publicados en España sus cuentos completos hasta 1994), o José María Arguedas, el mayor representante de la literatura indigenista (autor de un texto cumbre de la literatura en castellano como es Los ríos profundos), y único escritor peruano al que Vargas Llosa ha reconocido en maestría[1]. Quedan finalmente por mencionar Ciro Alegría y Manuel Scorza, ambos en la tradición indigenista, presente aún el primero en las librerías españolas, como un clásico, injustamente olvidado el segundo tras el infausto accidente aéreo de Madrid que provocó su desaparición en 1983.

Pero quizás sea necesario nombrar también desde el Inca Garcilaso (y aún desde Cieza de León), toda la escritura peruana en castellano; el recreador de la vida criolla, y del Virreinato, que fue Ricardo Palma; Valdelomar como predecesor del indigenismo; la fundamental aportación al análisis de la historia, la sociedad y la cultura del Perú, que hizo José Carlos Mariátegui en sus Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana; y la traducción de la tradición en vanguardia de César Vallejo. E incluso nombres que poco o nada dicen a un español medio, como López Albújar o Basadre, y que son fundamentales en la comprensión de la cultura del Perú. Un universo literario, social y espiritual. Enraizado en tiempo y espacio, y en la memoria colectiva.

Alfredo Pita nació al norte del Perú, en Celendín, en 1948. Trabaja en París para la Agencia France Presse y tiene editada en España una novela, El cazador ausente (Seix Barral, 2000), por la que recibió el Premio “Las Dos Orillas”, concedido en Gijón en 1999, en el marco del Salón del libro iberoamericano, que conlleva también la publicación en seis idiomas distintos por sendas editoriales europeas.

Pita es heredero de la mejor narrativa peruana, y en lo que al relato se refiere, en este libro pueden encontrarse verdaderas joyas a la altura de los relatos del más turbador Ribeyro (su clásico e implacable Los gallinazos sin plumas, el tremendamente limeño Terra incógnita, o el sugerente Silvio en el Rosedal) o de los delicadísimos relatos de Bryce en sus inicios (los conocidos Dos indios, Yo soy el rey) o de Arguedas (un texto arguediano tan tierno y reivindicativo como Agua, u otro tan escalofriante como El sueño del pongo). En cuanto a la posición del escritor en el mundo, en la literatura peruana hay una tradición elogiable de escritores alejados de todo star sistem, una de cuyas expresiones más claras estuvo probablemente en la actitud de Arguedas en el conflicto que tuvo con Cortázar. Las lógicas inseguridades vitales y políticas del peruano (que le llevarían hasta el suicidio) contrastaban con la infalibilidad pontificia de la gauche divine encarnada en el argentino[2]. También los diarios de Ribeyro son, comenzando por su título, La tentación del fracaso, una muestra de la completa ausencia de presuntuosidad, de impostura y de las falsas humildades tan comunes por mis lares castellanos.

Alfredo Pita tiene esa actitud vital del único modo posible, con la naturalidad de quien experimenta la literatura como la vida, y no como una pole position en la carrera del espectáculo. Como explica en un texto que lleva por título ¿Por qué escribo? que se encuentra en la red:

“Escribo porque, de todas las actividades que puedo realizar en forma más o menos correcta, es la única que me ayuda a encontrarme conmigo mismo, a explorar y utilizar una voz que, ambiciosa y humanamente, quisiera que sea mía, propia. Escribo también porque a veces tengo la enorme ilusión, digo bien la ilusión, de que tengo algo que decir sobre la vida, la gente y las cosas, así como la grandísima pretensión de que, además de las ganas, tengo los medios para hacerlo”.

Escribir para explicarse el mundo, para dejar constancia de la memoria y de la experiencia. No para huir, ni para construirse un artificio de distracción, ni para verse en blanco y negro o en color en las páginas de los diarios.

La maravilla narrativa que es Morituri, en la asombrosa edición francesa (Ecla - Correcaminos, París, 1990), con impresión en Barcelona, yacía en el verano de 2000 en un anaquel de una librería de viejo de la Rúa Mayor de Salamanca, entre Cien años de soledad, El señor presidente y Pedro Páramo. En las librerías de nuevo de todo el país Alfredo Pita hacía su entrada triunfal con El cazador ausente, y los suplementos literarios de la prensa española saludaban la aparición del nuevo descubrimiento. Mi mirada cayó sobre el lomo de un libro que, blanco sobre violeta, transcribía el nombre que terminaba de aprender: Alfredo Pita / MORITURI.

Las dos citas presentes de dos autores peruanos sobradamente mencionados, Arguedas y Ribeyro, ganaron desde el principio mi complicidad. Los relatos de Morituri me trasladaron a un Perú para mí reconocible, no por los nombres geográficos, sino por la sociedad y la tipología humana que se pasea por ellos. Me recordaron Lima, pero también Huacho, Tarma, La Oroya, incluso el Cuzco, La Merced o San Ramón (pero no los de los turistas)... y me asombró identificar una literatura expresamente heredera de una tradición que conocía. A Ribeyro no sólo me recordaba algún relato, que también, sino una técnica narrativa implacable, que hace que cuando se espera una salida un poco dichosa o airosa para el personaje, el único desenlace verosímil sea un horror mayor. Es, a mi juicio, un libro con ecos clásicos, y no por el título. Hay mucho Ribeyro en la ternura hacia las víctimas, que siempre cargan con su suerte ceniza. Sin tregua, todo acaba y acabará mal. ¿Quién regala un poco de dicha a los miserables? Sólo queda compartir su desazón, mostrándola en toda su exacta crudeza. Sin atemperar ni edulcorar su sufrimiento, pero también sin exagerarlo. No hay concesiones. Ningún voluntarismo ideológico, ninguna vulgarización periodística, ninguna obscenidad de las emociones, basta con hacerse vulnerable y tener la sensibilidad suficiente como para convertirse en eco de su experiencia. Eso sí, en las antípodas de la compasión, pues ésta no es más que puro sentimentalismo. Así lo hace Pita. La memoria es un acto de redención, la memoria de las víctimas, y la única redención posible, el único acto de justicia histórica, como señalara Walter Benjamin, es mostrar el mundo, el pasado, la historia, desde la perspectiva de las víctimas:

“Los respectivos dominadores son los herederos de todos los que han vencido una vez. La empatía con el vencedor resulta siempre ventajosa para los dominadores de cada momento. (...) Quien hasta el día actual se haya llevado la victoria, marcha en el cortejo triunfal en el que los dominadores de hoy pasan sobre los que también hoy yacen en tierra. Como suele ser costumbre, en el cortejo triunfal llevan consigo el botín” (W. Benjamin, Tesis de filosofía de la historia).

No se hallará en Morituri ninguna empatía con el vencedor. Son, siempre, “los que van a morir” que nos saludan. Es la terribilidad de un mundo que los convierte en cenizos, en gente con la peor suerte posible. Si algo puede pasar, sucederá. Sin contemplaciones, sin respiro. Se opta por los que lo pasan mal, y ello exige que no pueda terminarse por escribir para regalar el estómago a los lectores (aunque sea un estómago ávido de gore o de melodramas). Todo acaba mal porque hay mucha gente para la que siempre es así. Lo contrario es un lenitivo a la conciencia.

Alfredo Pita habla, como posición cívica, frecuentemente de solidaridad, de su solidaridad con los que sufren, motivada por la experiencia de su país, “donde la humanidad sufre más que goza”, y por un ambiente familiar de compromiso, con un padre intelectual y militante perseguido durante algún tiempo. Solidaridad. Utiliza el término en su sentido más consistente y firme, casi antiguo. Solidaridad. Hoy el vocablo está de saldo en los baratillos de la ética, y aún de la política. Una palabra que, a fuerza de ser manipulada por los políticos, ha cambiado de significado. La solidaridad aquí ha terminado por ser un simple sinónimo de la caridad. Pita se resiste y retoma los términos en su significación más sagrada, lejos de las nuevas edulcoraciones.

“Por algo Perú se escribe con P de purgatorio”, dice en ocasiones Pita cuando reflexiona sobre su país. Lleva años fuera de él, pero no ha dejado de estar presente, especialmente en los momentos difíciles. Escribe de vez en vez en la revista Caretas, que ha sido una voz disonante durante el autoritario fujimorato, denunciando los abusos, las violaciones de Derechos humanos y las connivencias de sectores sociales y académicos con las tropelías del régimen (como la retirada del Perú de la Corte Interamericana de Derechos Humanos). Allí publicó Pita su “Carta abierta al Presidente del Perú. La alternativa a la masacre es la mesa de un diálogo honroso”, en febrero de 1997. En ella advertía del riesgo de masacre con que podía concluir la toma de la residencia del embajador japonés en Lima por un comando del MRTA, encabezado por Néstor Cerpa Cartolini, iniciada en diciembre de 1996, y de las consecuencias que tendría seguir la espiral de violencia por el Estado. Lo veía venir. Utilizó su conciencia cívica para nombrar lo innombrable (el terrorismo de Estado: la Cantuta), en un momento de incertidumbre y confusión, en abierto contraste a la tradición criolla que manda adaptarse a las circunstancias y callar. Una tradición que ha convertido el cambio de chaqueta en verdadero arte social, sin parangón en el mundo (algunos de los que apoyaron a Vargas Llosa en el 90 habían sido previamente pro Alan García, y luego fueron el núcleo del fujimorismo). Y Pita, para su desgracia, no se equivocó. El desenlace llegó con la consigna de que ninguno de los emerretistas quedara vivo. Hubo masacre. Pero Fujimori lo tomó como un éxito, y prueba de su eficacia. El ciclo de la violencia seguía abierto.

Su novela El cazador ausente es un ajuste de cuentas con el pasado, con el propio y con el de su protagonista, Arturo Pereda (A. P.). En ella está presente como un eje certero la idea de redención, de compromiso moral por recuperar la memoria de las víctimas, de todas las víctimas, también de las víctimas propias que la izquierda ha causado en su, por paradójico que parezca, maximización de recursos. La cohesión de grupo por encima de las diferencias. La instrumentalización de todo lo que estuviera a mano, el beneficio privado travestido de interés general, el culto a la personalidad. Una tradición de desengaños, una tradición de disidentes. No es casual que, en la Presentación de la novela, Luis Sepúlveda cite un nombre tan representativo como el del poeta salvadoreño Roque Dalton, que fue asesinado por su propio grupo guerrillero: el Ejército Revolucionario del Pueblo, comandado por Joaquín Villalobos. Como refería J. Habermas, al evocar las revoluciones de la modernidad:

“La revolución se ha solidificado ella misma en tradición: 1815, 1830, 1848, 1871, 1917, constituyen las cesuras de una historia de luchas revolucionarias, pero también de una historia de desengaños. La revolución libera sus propios disidentes que ya no se rebelan contra otra cosa que contra la revolución misma. Esta dinámica autodestructiva tiene también sus raíces en una concepción del progreso, que Walter Benjamin se encargó de poner en la picota, concepción del progreso que se apunta al futuro sin guardar memoria de las víctimas de las generaciones pasadas”[3].

Y aquí está otra de las claves de la narrativa de Alfredo Pita, la conciencia moral (que no moralista) con que observa la violencia, la “banalidad del mal” que dijera Hanna Arendt, convertida en trivial compañía cotidiana; la consciencia de sus consecuencias, de la bilis que deja a su paso, impregnándolo todo; del rastro de sangre imposible de borrar. La sombra del Aneto es al respecto un relato implacable que muestra la ductilidad de la mirada de Pita, dispuesta a escrutar los acontecimientos que ve como próximos desde su experiencia de la violencia peruana. Aún cuando esto le lleve a enfrentarse a la violencia de España, la del País Vasco, la de ETA. Su perspectiva es la opuesta de la reivindicación del “tiro fijo”, y de todas las violencias políticas habidas y por haber, la antítesis del culto ritual de la sangre disfrazado de emancipación.

De nuevo, Pita engarza con su tradición: el realismo y la violencia. En narrativa, la aproximación de Manuel Scorza a la violencia en el Perú, en su ciclo de los años setenta La guerra silenciosa (Redoble por Rancas, Historia de Garabombo el invisible, El jinete insomne, Cantar de Agapito Robles, y La tumba del relámpago). Y en todo caso, la conciencia cultural del hecho violento que muestran por ejemplo ensayos como el de Hugo Salazar del Alcázar, Teatro y violencia. Una aproximación al teatro peruano de los 80 [4]. El ciclo novelístico al que pertenece El cazador ausente (El tiempo señalado) promete ser precisamente una reflexión sobre la reciente violencia en el Perú, que arranca en los años setenta/ochenta y llega hasta nuestros días.

De que Alfredo Pita es un narrador excepcional dan cuenta estos magníficos relatos, y no tiene sentido que un intruso, a modo de prólogo, anticipe su contenido. Mi experiencia peruana —estuve en el país durante meses, en varias ocasiones, desde comienzos de los 90— ha sido relativamente breve, pero reiterada e intensa, tanto en las aulas de la Pontificia Universidad Católica, como en las calles y rutas de su geografía, y en una vida cotidiana que, en medio de sus contrastes, me dio su caluroso cobijo. Esto me ha convertido, creo, en un atento seguidor de aquellos narradores peruanos que reflejan con lucidez una sociedad convulsa y contradictoria. Pero, hoy, los relatos de este libro están en sus manos, amable lector, para ser leídos, y no para la exégesis del prologuista. Su único infortunio ha sido permanecer en una edición poco transitable. Fui un lector accidental, y me honra presentárselos. Habrá un día en que se hablará de Flor de Azalea, de Ciguanaba, de Como millones de Luciérnagas, de Morituri, en fin, como obras clave de la literatura peruana, y aún de la literatura en castellano. Tienen tanta vida como los autobuses limeños, donde la gente vuelve de noche agotada a su casa, con una fatiga milenaria y una vitalidad ya desconocidas en nuestra sociedad europea y acomodada. Saboree su esencia, tienen un poso de siglos.

© Dámaso Vicente Blanco
Universidad de Valladolid (España)


[1] Véase su nada popular, pero revelador estudio La utopía arcaica. José María Arguedas y las ficciones del indigenismo, Fondo de Cultura Económica, México, 1996, donde Vargas Llosa busca saldar cuentas con sus fantasmas peruanos, colocado definitivamente del lado limeño y occidental de la sima que divide la sociedad y el universo cultural del Perú.

[2] Véanse los números dedicados a Arguedas por la revista española Athropos (José María Arguedas. Indigenismo y mestizaje cultural como crisis contemporánea hispanoamericana, nº 128, enero, 1992) y por Suplementos.Materiales de trabajo intelectual, de la misma revista Athropos (José María Arguedas. Una recuperación indigenista del mundo peruano. Una perspectiva de la creación latinoamericana, nº 31, marzo, 1992). Y también la edición crítica de su novela El zorro de arriba y el zorro de abajo, por Eve-Marie Fell, Colección Archivos nº 14, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Madrid, 1990.

[3] Jürgen HABERMAS, Facticidad y validez, Trotta, Madrid, 1998.

[4] Centro de Documentación y Vídeo Teatral / Jaime Campodónico Editor, Lima, 1990.

-------------------------------------------------------------------------------------

No hay comentarios: