viernes, 9 de julio de 2010

CUENTO: Alfonso Peláez Bazán

El cuento que publicamos en esta oportunidad, pese a que, a nuestro juicio, en él, el estilo caracterísco de nuestro escritor aún no está cimentado, es uno de los más emblemáticos y uno de los más conocidos entre la gente de ayer. Nosotros recordamos las referencias que hacían nuestros mayores acerca de “Cuando recién se hace santo” como la crónica exquisita de un hecho real maravilloso, que dibujaba de un solo plumazo, la idiosincrasia de un pueblo diferente como el celendino. Para las generaciones de cincuenta años atrás, sin embargo, es poco conocido. Se publicó una sola vez y punto. Pocos son los que en realidad lo han leído y la mayoría lo conocía solo por esa referencia. CPM, a través de su suplemento ESPINA DE MARAM, se han propuesto publicar la obra entera de todos los escritores celendinos, y por ello andamos a la caza de las obras de estos artistas. Este cuento, escrito en castellano castizo, cosa desacostumbrada en don Alfonso, lo hemos obtenido gracias a la benevolencia de Moisés Chávez Velásquez, quien lo tenía guardado como un tesoro entre los muchos que posee de la cultura celendina y de este modo llega a nuestros lectores. (NdlR)

Alfonso Peláez Bazán en 1941 (Foto archivo CPM)

CUANDO RECIEN SE HACE SANTO

Por Alfonso Peláez Bazán

Muy serio percance le ocurrió en mi pueblo a San Sebastián el 8 de junio de 1887. Os prometo, hipotéticos lectores, que fue el tal percance de esos que a muy raros santos les puede ocurrir en tierra de cristianos. Yo os advierto, además, que el hecho está fuera de toda duda: Aparte de que consta en ya amarillentos infolios, hay todavía personas que pueden dar fe de él.
Más, por favor, no os detengáis a pensar si el Santo de Narbona pudo estar o no en Celendín… Tampoco reparéis en las fechas; no, por favor.Tened confianza –eso es todo-, en que yo os llevaré a buen final, y ya veréis cómo lo que hoy está pareciendo un enigma, resulta más claro que agua destilada.
***
Todavía caminan por las calles de Celendín –acabáis de saber que Celendín es mi pueblo y como no estoy haciendo un cuento, no tendría por qué cambiarle de nombre-; todavía caminan, os decía, unos viejos casi esqueletizados, de aspecto un poco fantasmal que vienen jalando desde bien atrás del siglo pasado. Son dos viejos que siguen viviendo como si la muerte se hubiera olvidado de ellos. Son como herrumbre del tiempo, o como extraños guarismos de la vida y la muerte. Sobre las veredas azulejas de mi pueblo caminan haciendo con sus chancletas –sucias y horriblemente encogidas como ellos- un ruido seco, penitente. Tosen con estrépito, y al final de cada acceso el aire se hace en sus pulmones sonidos cavernosos, sibilantes.
Cuando pasan junto a los niños, éstos se le los quedan mirando con tamaños ojos. Y en todos los hogares, el hermanito mayor le dice al menor:
-Si sigues llorando, ¡Te va a llevar don Juan Antonio!
O también:
-Préstame tu corneta si no quieres que llame a don Goyo…
***
Terror de niños, tales viejos siguen siendo, sin embargo, uno de los mejores atractivos de los velorios. Pues sabed que éstos, en mi tierra, en vez de ser fúnebres y mortificantes, son, por el contrario pintorescos y amenos. No sé… o mis paisanos tienen un sentido muy distinto de la muerte, o es que se vengan así de ella. Lo cierto es que, en mi pueblo, los velorios resultan verdaderas fiestas. Alguna razón debió tener aquél que dijo: “Tres días grandes tiene la mujer celendina: El día de su matrimonio, el día que mata su chancho y el día que muere su marido”. Lo que no quita, desde luego, que la mujer celendina sea de las más fieles.
Don Juan Antonio y don Goyo siguen siendo los más asiduos asistentes a los velorios. Entrad a la casa donde está velándose un muerto, y lo primero que oiréis es la tos exuberante de cualquiera de los viejos. Allí están –en ése y otro ángulo- rodeados de entusiastas gentes que han ido dispuestas a pasar algunas horas de la noche escuchando cosas de otros tiempos. Porque ése el tema de estos viejos; no puede ser otro: El pasado ha cobrado en ellos una importancia vital. El recuerdo es la evasión de los viejos, como la fantasía lo es de los niños.
Por supuesto que en primer término hacen el elogio del difunto, a quien vieron “nacer, crecer y morir”. A renglón seguido hacen la historia de la familia, por lo menos desde tres generaciones atrás. Desquitan, pues, de sobra las copas de aguardiente y las tazas de café con tajadas de dormido.Las bancas de esos ángulos se mantienen compactas hasta bien entrada la noche. EL personaje importante, el hecho notable, la hazaña valerosa, la anécdota picante, las fechorías de algún bandido, las montoneras, las desventuras de más de una dama, de nuevo han tomado vida en una charla miliunanochesca.-No es cuento, hijo; es la pura verdad –pontifica cada relato don Juan Antonio.
Hace algunos años, en uno de esos velorios de mi tierra, oí narrar a don Juan Antonio la interesante historia que os tengo anunciada desde hace rato. A los pocos días de haberla escuchado, fui por el archivo del Concejo Provincial y pude confirmar su autenticidad. No sabría deciros por qué he retardado tanto la tarea de escribirla.

El autor Alfonso Peláez Bazán y familia en 1941 (Foto archivo CPM)
***
Imaginad un hombre vigoroso empujando empeñosamente una pesada carreta a lo largo de áspera y escabrosa senda. Ese hombre podría ser don Eleuterio H. Merino, preclaro hijo de Celendín que durante doce años desempeñó la alcaldía de la provincia. En efecto, don Eleuterio H. Merino, como alcalde y como simple ciudadano, hizo el progreso de su pueblo hasta donde le permitieron las posibilidades del medio y de la época, desde luego. Fundó escuelas en la ciudad y en casi todos los caseríos, y organizó y dirigió un colegio de segunda enseñanza.
En el orden material, hizo construir puentes y caminos, mejoró el plano de la ciudad y levantó edificios (el mercado, la cárcel pública, templos). En su empeño de presentar una ciudad decente, agradable, un día llamó a todos los carpinteros del lugar y les ordenó hacer desaparecer todas las parachacas que muchas casas lucían como balcones. Así lo hicieron, y al cabo de corto tiempo, los hubo ya verdaderos.Otro día, por medio de un bando, declaro de “propiedad común todos animales que, en plan de crianza, revolvían y pastaban en las plazas y calles”. Pues era costumbre inveterada en el lugar (como en todos los pueblos de la sierra) sacar de los corrales, durante el día, las gallinas, los chanchos y hasta los caballos. Con tan enérgico cuanto divertido bando, el alcalde Merino resolvió en pocas horas el problema más difícil y antipático de cuantos tenían que afrontar los municipios.
A su gran inteligencia y firme voluntad se unía una atrayente manera de ser; es decir, era un hombre simpático y con mucha vena de humorista. Se cuentan de él sabrosísimas anécdotas. Escribió dos importantes obras que han quedado inéditas. Una sobre religión y otra sobre historia del país. Y se recuerdan aún los saraos literarios que él supo mantener hasta la hora de su muerte.
Año tras año lo elegían alcalde. Desde luego, eran aquellos otros tiempos. Entonces se elegían a los alcaldes, y la ciudadanía no tenía más indicadores que los merecimientos de cada hombre. Y por supuesto que no escaseaban los buenos ejemplares de varones. Los tiempos han cambiado, indudablemente. La especie humana ha perdido en peso y en calidad.
-¡Huf! Ahora ya no hay en los pueblos hombres como para alcaldes –afirma desconsolado don Juan Antonio moviendo de un lado para otro la nevada cabeza.
***
Entre gritos de alborozo y cantos de esperanza despuntó el 1° de enero de 1886, y el Sol apareció radiante por la fila de Jelig. Los tejados de las casas ardieron en oro y las paredes blancas resplandecieron de candor. Volaron bien alto los quendes, los guanchacos, los zorzales y los gorriones. De los hornos de las Velásquez empezaron a salir los ricos pasteles de manjar blanco. En las esquinas de la plaza principal se instalaron las vendedoras de naranjas y lúcumas. Allí estuvieron doña Runda y doña Anguina.
Las tres cantinas de la calle central se fueron llenando de señores connotados, dispuestos a tomar en rueda unas cuantas copitas y luego retirarse a almorzar, cada cual en su casa, en dichosa compañía con los suyosHonorio, el ciego horrible pero orgulloso y trabajador, está dando sus alegres dianas con tambor y quena al alcalde, al subprefecto, al gobernador, al cura.
Por la tarde, las damas, luciendo fantásticos trajes y lindas sombrillas venidas desde París, visitarán los nacimientos. Los hombres, entretando, asistirán a la sesión del Concejo.

Alcalde y concejales en 1927 (Foto archivo CPM)

***
A la una de la tarde empezaron a llegar los señores concejales. A las dos no faltaba ninguno. Allí estuvieron todos con sus rígidos y deslumbrantes cuellos de caucho y sus amplios sacos partidos. EL señor alcalde, don Eleuterio H. Merino, lucía fin levita y pantalón de fantasía. Eran los ciudadanos dispuestos a servir a su pueblo con todo patriotismo y desinterés. Luego fueron llegando grupos de ciudadanos de toda condición social. Comerciantes, agricultores, artesanos y los pocos empleados del Estado.
La sesión del primer día de cada año tenía, entonces, dos finalidades: Oír la memoria del alcalde y formular un programa de trabajo para el nuevo año. Cuando la sesión quedaba terminada, todos se iban pacíficamente a sus hogares. Entonces, creo que no se conocía la cerveza.
Don Eleuterio H. Merino leyó, pues, su memoria. Todos llenos de respeto y simpatía escucharon al alcalde. Este no usó más palabras que las necesarias para exponer exactamente todo lo hecho por el Concejo durante el año que acababa de expirar. Luego se pasó a la segunda parte. Fueron sometidos a discusión importantes proyectos, siendo casi todos aprobados.
Hubo uno que mereció especial atención de los señores concejales. La terminación de la Iglesia de la Purísima Concepción; faltaban los techos solamente. Hacía tiempo que la obra estaba en ese estado, y no había por qué seguir contemplando tal abandono. Se invocó el ornato público y la fe católica.
Empero, el municipio no contaba con recursos suficientes. Sus entradas apenas le permitían sostener algunas escuelas y dar alumbrado a dos calles de la población. Por otro lado, ya todos los habitantes de la ciudad habían contribuido de ésta o aquella manera, y el Concejo no veía correcto volver a molestarlos. Pero Dios estaba de por medio. Uno de los concejales les dio la fórmula salvadora: Demandar la ayuda de todos los caseríos del distrito. Cada uno de ellos contribuiría con madera, carrizos, cueña o tejas.
-Si el Concejo, estimados compañeros, acuerda hacerlo así, podemos contar desde ahora, si no con todo, con gran parte del material –terminó don José Rojas Cisneros.
La idea fue acogida por toda la corporación y el público. Inmediatamente, otro de los concejales sugirió una “mejora” a la proposición de su colega. Habló de la conveniencia de “tomar en cuenta al santo de cada caserío”.
-Así, señores, los moradores se sentirán más obligados a satisfacer nuestra demanda. Todos ellos son profundamente devotos de sus santos –fundamentó su insinuación don Prudencio Díaz Arana.
Hubo un rumor de aprobación en toda la sala. Radical e irónico, habló enseguida don Pedro Ortíz Montoya:
-Yo creo, conciudadanos, que, sea que tengamos que dirigirnos a los moradores o al santo, habremos de hacerlo no en forma de demanda, sino de mandato. Esta es mi opinión.
Siguieron a estas palabras algunos segundos de vacilación en toda la concurrencia.
-Bien, señores –habló el alcalde-, ¿encarecemos y ordenamos? Resolvamos esto en primer término. Luego trataremos de acomodar lo mejor posible al santo.
Tras una corta discusión, el acuerdo del concejo quedó cristalizado así. “Ordenar a todos los caseríos para que, en nombre de sus respectivos santos, proporcionen los materiales que el Concejo habrá de señalarles.” Acto seguido, se escribió la siguiente relación:
Santa Rosa de Guayabas: 50tijeras y 200 manojos de cueña.
San Antonio de Ishcaihuasi: 200 varas, 50 mellas y 30 cargadores.
San Francisco de Chuclalás: 300 varas y 200 manojos de cueña.
San José de Pilco: 3 000 tejas.Niño de Pumarume: 2 000 tejas y 100 manojos de cueña.
San Isidro Labrador: 50 tijeras y 1 000 tejas.
San Sebastián de Llanguat: 20 000 carrizos.Candelaria de Chacapampa: 100 cargadores y otras tantas contra cargadoras.
Se tuvo en cuenta, por supuesto, las posibilidades de cada lugar, vale decir, de cada santo. Así, por ejemplo, para señalarle a San Sebastián 20 000 carrizos, se recordó que el rico valle de Llanguat, aparte de producir en abundancia dicho material, todos sus propietarios gozaban de cierta holgura económica.
A las 5 p.m. se levantó la sesión.Dos días después, o sea el 3 de enero, dos alguaciles repartieron las órdenes a todos los caseríos. Las fechas en cada uno de éstos habría de entregar su aporte estaban indicadas con toda claridad. Entretanto se irían construyendo los retablos, los altares, etc. Y el 8 de diciembre de aquel mismo año, día de la Purísima Concepción, quedaría inaugurada su iglesia. Lo había acordado así el honorable Concejo de Celendín en su sesión del 1° de enero.
***
Desde el 1° de abril de aquel año empezaron a llegar los materiales. Primero fueron las tijeras y las cargadoras; luego las varas, las mellas y las cueñas. Finalmente, por el mes de septiembre, las rosadas tejas. La llegada de cada santo trayendo su aporte constituía todo un suceso local al que los chicos realzaban con sus gritos noveleros y traviesos:
-¡Santa Rosa!
-¡La buenamoza!-¡La mentirosa!
Otro decía:
-¡Candelaria de Chacapampa!
-¡Con sus cargadoras y sus contracargadoras!
El señor párroco y uno de los síndicos del Concejo hacían la recepción del material. Declarada la conformidad, algún vecino entusiasta obsequiaba a la comitiva con dos o tres botellas de cañazo. Y al caer el Sol, santo y devotos volvían al caserío acogedor.Altar de Corpus Christi en la esquina de Pardo y El Comercio en 1926 (Foto Archivo CPM)
***
Pero hubo un rebelde… ¡Sí, hubo un rebelde!Mientras todos los santos de la comprensión, como acabamos de ver, respondieron cristianamente, San Sebastián no hizo caso de la orden municipal. San Sebastián se burló del señor alcalde y de todos los concejales juntos. San Sebastián no trajo un carrizo.Durante largos meses, cada vez que las gentes oían por las calles ese ruido borrascoso peculiar que hacen los tercios de carrizos al ser arrastrados por las cansadas bestias, salían a sus puertas creyendo ver los carrizos de San Sebastián.
-¿Oyes? Al fin…Pero el desengaño estaba ahí, nomás a un paso. Siempre se trataba de dos o tres cargas de carrizos para algún vecino de la ciudad.
Llegaban, en cambio, desde el valle, ciertos rumores desfavorables:
-Señor Alcalde, mande notificar con la fuerza; así no más, no crea que obedezcan los llanguatinos. No se cansan de decir que ellos no son carneros –informaba algún buen hombre al señor alcalde.
Este no respondía. Pero es bien seguro que debía rabiar terriblemente en sus adentros.
***
El Concejo, para no fallar en sus determinaciones tuvo que hacer esfuerzos supremos. Obtuvo carrizos de diferentes modos. Hubo gentes que desataron parte de sus techos. Y el 1° de diciembre de aquel año quedó terminada la iglesia de la Purísima Concepción. Se dieron las últimas manos de pintura y se colocaron las campanitas –una más grande que otra- en la torre de la derecha.-¡Qué campanas! Un celendino dice que el mundo no hay iguales. ¡Cómo son, en verdad de dulces y de vibrantes sus sones! Manos divinas echaron oro fino en sus entrañas ¡Qué cándida alegría en sus repiques, qué ternura en sus plegarias, qué suave y fina angustia en sus dobles! Quien nació oyéndolas, vuelve desde lejos para volverlas a oír.
La novena de la Virgen se sirvió en su propia iglesia.

Inicio de la procesión de Corpus Christy en 1926. (Foto archivo CPM)
***
Hay inusitada animación en toda la ciudad. En los barrios de Colpacicho, Siracucho y Las Lagunas, es más espeso y prolongado el humo de las cocinas. En colosales ollas de tierra se están cocinando los tamales envueltos en hojas de achira. Desde bien temprano, las familias del centro mandan pagar “su parte”. Don Rodolfo, don Eduardo, don Julio, don Felipe, don Hermógenes “contratan” sus puestos en las mismas cocinas, junto a la olla colosal y a la payanca seductora.
Es la víspera del Corpus Christi.
Los niños están extraordinariamente contentos. Ellos solos se darán asueto por la tarde. Corpus Christi les ofrece la oportunidad de desbordar sus energías y entusiasmos en gritos y carreras desaforadas. Son dos días –la víspera y el día- que los niños no cambiarían por todas las fiestas del año juntas. Y todo el secreto reside en una costumbre que tiene cierto olor a paganismo. La víspera del Corpus Christi todos los santos de la comprensión se vienen a la ciudad acompañados de extraño séquito. Todos los feligreses, vistiendo sus mejores trajes, y una danza delante del santo.
Las danzas son comparsas de fieles disfrazados de chunchos, de diablos, de pallas, de animales, etc., que vienen ejecutando bailes grotescos al son de dos viruchos y un bombo. Los bailes generalmente no tienen ni ritmo ni gracia.A medida que avanza el extraño séquito, se les va enardeciendo la sangre a los danzantes por efecto de la agitación y del cañazo que cada uno de ellos trae en un gran cuerno; y entonces, empiezan a lanzar gritos salvajes, cavernarios.
Como raros heraldos, dos toros de poncho presiden la entrada de cada santo. Dando estridentes mugidos, embisten contra la muchedumbre de curiosos para abrir ancho paso al séquito.
Con ellos, con los toros de poncho, es que tienen que ver los niños. El placer de éstos es provocar al toro con pintorescos apodos y pepas de palta. El toro los persigue furioso, y los niños corren velozmente, produciendo un desbarajuste completo en la calle. Y así hasta llegar al atrio de la Iglesia del Carmen. Allí se encuentran todas las danzas y allí se confunden en un solo frenesí. Las familias distinguidas contemplan el paso de los santos desde sus balcones. Horas después, todos los santos de la comprensión quedan reconcentrados en la mencionada iglesia hasta el siguiente día.
Cada danza retorna a su comarca, no sin antes detenerse frente a cada establecimiento de licores. El jede de la danza se acerca al “señor comerciante” y le pone al hombro un gran pañuelo, cuyo color puede ser verde, amarillo o morado. La “distinción” vale una botella de cañazo. Minutos después el susodicho jefe restituye el gran pañuelo a cambio de la botella vacía.
Los bailes se van haciendo lúbricos, odiosos. Los toros de poncho no cesan de perseguir a los niños. Generalmente, al caer la tarde, el saldo es alguna cabeza rota.
En el día no hay nada nuevo sino la procesión. Todas las danzas vuelven de sus caseríos para asistir a ella. Por la tarde, las calles, como la víspera, se llenan de gritos salvajes y olor a cañazo. Desde épocas lejanas, así es hasta hoy la fiesta de Corpus Christi en Celendín.

Viejo tesando a su toro. Danza Guayabina en 1962 (Foto Archivo CPM)

***
Hace 65 años, el 8 de junio de 1887, víspera del Corpus Christi. Los chicos están que se mueren de contento.
-¿Vendrá el toro zarco?
-¿Vendrá con su vieja?
-¿Vendrá la Guayabina?-¿Traerá cañas San Sebastián?
-¿Has amontonado ya tus pepas?
Tales son las preguntas que se hacen los niños en sus escuelas.
En el almuerzo, en vano sus madres les exigen comer con tranquilidad.
-¡Criatura de Dios, todavía no llegan las danzas!
-Tú no sabes, mamita. Aurelio, mi amigo de La Tranza, nos ha dicho en la escuela que la Guayabina viene a las doce.
Echa algo en los bolsillos y se va corriendo
***
Dos de la tarde, las familias celendinas se aprestan para el chocolate. Las campanas de la Iglesia del Carmen acaban de anunciarlo y solemnizarlo. Solemne y bien puntual era, en verdad, hasta hace algunos años, el chocolate celendino.
Severo bastón de chonta con sencillo puño de plata. Don Eleuterio H. Merino sale de su casa y se dirige a la Plaza de Armas. Cosa extraña, por supuesto. A don Eleuterio no le gustan las danzas. Hasta tiene la idea de terminar con ellas. ¿Qué querrá ahora?
Se detiene en una de las esquinas de la plaza y mira insistentemente de un lado para otro. En la plaza ya están las danzas de la Candelaria, del Niño Dios de Pumarume, de San José de Pilco, por el barrio de Siracucho acaba de sonar un cohete anunciando a la famosa Guayabina de Santa Rosa. Y por Las Lagunas se oyen ya los taladrantes mugidos del toro zarco de San Francisco.
Don Eleuterio H. Merino sigue mirando con extraordinario interés. No tarda, sin embargo, en convencerse de que no ha llegado aún San Sebastián.
Se dirige hacia la otra esquina del mismo lado de la plaza, y allí se encuentra, por casualidad con don Saturnino Baella, uno de los concejiles.
***
Cuando más animada está la conversación del señor alcalde y su concejil, llegan hasta ellos los estentóreos mugidos de los toros de San Sebastián: ¡Muuu! ¡Muuu!
Con toda presteza, don Eleuterio vuelve la vista para ese lado.
-Es San Sebastián –le advierte don Saturnino Baella.
Don Eleuterio sigue mirando sin decir nada.
San Sebastián trae dos toros. Sus devotos portan como emblemas gruesas cañas de azúcar con todas sus hojas. De los palos del anda penden tremendos poros de miel. Los danzantes, como siempre, visten extrañas indumentas adornadas con choloques, shilshiles y cuernos de venado.
Se perciben ya claramente los sonidos de los bombos y los viruchos: ¡Bum… bummm! ¡Idigu… digu… diguuu!Entre breves minutos San Sebastián estará muy cerca del señor alcalde. Este y su concejil siguen mirando.
-¿Se acuerda usted, don Eleuterio, que San Sebastián no cumplió con la orden municipal de ahora año y medio?
-¿Cómo iba a olvidarlo, señor y amigo? Si por eso estoy aquí…
Con sorprendidos ojos, don Saturnino Baella se queda mirando al señor alcalde.
En su empeño de abrir camino, los toros de San Sebastián llegan hasta la esquina. ¡Muuu…muuu!Y vuelven jadeantes hasta la danza. En la nueva embestida se pasan de la esquina.

"Las danzas de Corpus Christi". Oleo por "Charro".

***
De pronto, don Eleuterio alza su severo bastón y con voz clara y enérgica, ordena:
-¡Alto!
De primera intención, los danzantes nada comprenden, y el jefe de ellos se apresura a poner en el hombro del señor alcalde un gran pañuelo morado.
El concejil se pone entre divertido y nervioso. El alcalde enrojece de cólera.
-¡Retírate, cholo insulso! ¡Y pare la danza!
Cuando han callado los viruchos y el bombo también, vuelve a hablar don Eleuterio, pero esta vez dirigiéndose al mismo santo:
-¡Oh, San Sebastián! Vos, que tuviste que veros con Dioclesiano, allá en la remota era de los mártires, vais ahora a entenderos con un humilde alcalde de provincia… Soy yo ese alcalde.
La más grande sorpresa se apodera de todos. Y tras breve pausa, continúa don Eleuterio:
-Desobedecisteis, vos, mi orden, que fue la voz del pueblo. Grave pecado, bien lo sabéis, es la desobediencia. Por ella perdieron los hombres su felicidad, según lo decís vosotros. Y sin duda, en el afán de recuperarla, es que ellos también castigan tal pecado. Y en mis dominios vais a convenceros de que las leyes son parejas e inflexibles…
Todo el séquito de ha ido petrificando en medio de la calle. Los curiosos que han ido agrupándose alrededor del alcalde habrían estallado en una inmensa carcajada si don Eleuterio H. Merino no hubiera puesto en sus palabras, en su gesto, en sus ojos claros, toda la gravedad de que era capaz.
Don Saturnino Baella estaba atónito.
***
El alcalde termina:
-¡En nombre, pues, de Dios y del Pueblo os tengo decretada detención por 24 horas en la cárcel pública, que en esta ciudad es la misma para todos!
Con sus apacibles ojos, San Sebastián mira lleno de asombro al señor alcalde. Así, al menos, parece.
-¡Vamos! –ordena enérgico don Eleuterio, indicando con su bastón la cárcel pública.
Mudos los viruchos y el bombo, la danza enfila por la izquierda.
Como saliendo de un letargo, las mujeres de la comitiva de San Sebastián se acercan al alcalde y claman:
-Por los cielos, patroncito, amito, gringuito… no lo lleve…
Los hombres, más ajustados a la realidad, y más francos, le dicen:
-Impónganos, señor alcalde, la multa que quiera, pero déjenos con nuestro santo… Hoy nos toca divertirnos.
El alcalde no responde nada. A su lado camina don Saturnino Baella.
Lentamente, apaciblemente, avanza San Sebastián hacia la cárcel pública.
***
-¡Alcaide! –Llama decidido don Eleuterio H. Merino.
Aparece al instante un hombre alto, moreno, de rudas facciones y torvo mirar.
-Mande, su señoría.
-Instale a este ilustre santo en la sala de presos, y mañana, a esta misma hora, lo pone en libertad. Y nadie de los que entran cargando el anda se queda adentro.
El hombre de torvo mirar se queda boquiabierto, pero tiene que obedecer. Cuando la reja de la prevención se cierra detrás de San Sebastián, la sorpresa de los presos que están en el patio no tiene límites. Y cuando se abre la sala de presos para meter ahí al santo, aquellos terminan por no creer lo que ven.
***
Don Eleuterio H. Merino se dirigió a la alcaldía y ordenó al secretario convocar a sesión extraordinaria para las 7 p.m. Luego se puso a leer.
A la hora indicada, todos los miembros del ayuntamiento estaban reunidos. Abierta la sesión, el alcalde se puso de pie y en forma breve y concisa dio cuenta del procedimiento tomado por él en contra de San Sebastián de Llanguat:
-Sois dueños, honorables miembros del Concejo, de pronunciaros libremente sobre la actitud del alcalde –fueron sus últimas palabras.
Al tiempo que hablaba don Eleuterio H. Merino, corrió traviesa a lo largo de la fila de concejales, una corriente de buen humor que luego se hizo discreta sonrisa en cada rostro.
Hablaron sucesivamente casi todos los concejales.
-Yo, compañeros, interpretando en forma el proceder de nuestro ilustre jefe –dijo don Edilberto Silva-, estoy de acuerdo con él, y espero que lo estaréis todos uniformemente.
-Dos mal pergeñadas frases, apreciados colegas –anunció don Mariano Burga-. Hoy ha quedado escrito en la historia de Celendín una de sus más sugestivas páginas. Por eso, señores, yo no solo que estoy de acuerdo con lo hecho por el señor alcalde, sino que le ofrezco mi encendido aplauso.
-Seréis benevolentes, señorías, para escuchar también mi voz –suplicó don Tomás Velásquez_. El progreso de nuestro pueblo exige unión y obediencia a la autoridad. Cuando los ciudadanos comienzan a desobedecer y a desunirse, todo está perdido. Por eso, yo también aplaudo al señor alcalde.
Hablaron otros, más o menos en igual tono. Luego se redactó el acta y firmaron de una vez.
***
Cuando don Eleuterio H. Merino llegó a su casa, a eso de las 8 p.m., encontró allí al párroco y a dos de las más encopetadas damas de entonces, doña Paula Velásquez y doña Dorila Tejada.
-Me imagino que habéis venido a interceder por el mártir Sebastián.
-Exactamente –dijo el cura Gastañeduy-. Y esperamos de su señoría la benevolencia de permitir la entrega de la imagen a esos fieles que están, no lo dude vuestra merced, arrepentidos de haber desobedecido vuestro mandato.
Don Eleuterio esperó que hablaran las damas.
-Es usted, sin duda, el más culto y gentil de nuestros paisanos, y no dudamos obtener vuestra gracia –roció al alcalde doña Dorila..
-Sí, sí –confirmó doña Paula.
Don Eleuterio se puso de pie y contestó a todos.
-demasiado comprendo la razón que tuvisteis por haber venido hasta aquí. Más, ¡oh infortunio! Vuestro empeño no conseguirá falsear acuerdo memorable de la Comuna. Lo siento por vosotras ilustres damas. Y por usted también, doctor Gastañeduy.
Un breve, pero aplastante silencio siguió a las palabras de don Eleuterio. Luego, las damas y el cura se pusieron de pie para abandonar el salón.
Don Eleuterio acompañó a sus distinguidas visitas hasta la puerta de la calle, y antes de despedirlas, les dijo, entre jocoso y serio:
-Conformaos, después de todo, pensando que San Sebastián debe estar muy contento de pasar una noche entre facinerosos, es decir, entre hermanos desgraciados que no pudieron ser santos… Y, por lo demás, nada extraño sería que alguno de ellos, por milagro de San Sebastián, claro, resulte también con ganas de pertenecer a la corte del Señor… ¿Por qué no?
Rieron todos y despidiéronse cordialmente.
***
Entre claro y oscuro, el alcaide de la cárcel hizo meter, sigilosamente, seis botellas de cañazo, tres libras de coca, cinco trueques de cal y diez atados de chuscos. No era posible que los presos dejaran pasar así nomás una noche tan extraordinaria. Tenían por compañero a un santo. ¡Y nada menos que a San Sebastián!
Fue así como, a eso de las siete, los presos hicieron rueda junto a San Sebastián. El cholo Julca, ladrón de cuenta, púsose inmediatamente a soplar la coca en su mugriento poncho habano con listas cabritillas. Manqueras, violador de doncellas, repartió parsimoniosamente la cal. El Tongo, victimador de viejas, repartió con largueza los chuscos. Vargas, salteador de caminos probó de las seis botellas para comprobar si era el mismo trago. El Gavilán, viejo pájaro de las alturas, tendió unos cueros de oso. Mientras el Guacrayo, terror del pueblo, profería blasfemias.
-Con perdón de ti, Zarquito –dijo campechanamente Vargas, dirigiéndose a San Sebastián, al tiempo de empezar su armada.
-¡Pobre don Sheba! Él seguramente nunca vio pasar estas cosas –ayudó el cholo Julca, mientras las menudas hojas saltaban en torbellino sobre el mugriento poncho.
-Buena suerte has tenido, amigaso –agregó el Manqueras.
-¡Santo va a ser recién desde ahora! –anunció cínicamente un viejo siniestro que tenía cicatrices en las mejillas.
-Bueno. Dejen tranquilo a don Sheba, y cada uno empiece a contar algo –propuso el Gavilán.
-Si quieren, le tapo las orejas… se atrevió el Tongo.
-No. Que oiga –ordenó, terrible, el gran Guacrayo.
***
Y así fue, en efecto. San Sebastián oyó todas las cosas de que son capaces los hombres. Las oyó durante la noche, en medio de una extraña salmodia de caleros.
Vargas contó, con evidente nostalgia, de sus mil asaltos en la jalca de Cumullca y Jadibamba. El Tongo, con asombrosa tranquilidad, narró sus degüellos de viejas. El Manqueras, vulgarote y lascivo, metió extraña calentura en la sangre de sus oyentes refiriendo sus “aventuras galantes”. El Gavilán, sombríamente habló de los talalanes, esos agujeros tremendos por donde los hacendados arrojan a los ladrones. El Julca habló de cosas parecidas. El viejo siniestro refirió la escalofriante de sus dos cicatrices espectaculares. El terrible Guacrayo se concretaba a lanzar blasfemias durante toda la noche.
Casi al amanecer, la fatiga y el sueño, como dos grandes montañas, cayeron sobre los miserables. Al otro día, a las seis de la mañana, se podía ver alrededor del santo mártir un repugnante saldo: infinidad de puchos sobre un suelo teñido de verde.
Los presos se quedaron dormidos hasta bien subido el sol. Cada cual, al levantarse, cambió, por supuesto, miradas con San Sebastián. Este tenía nublados de humo los ojos.
A las tres de la tarde entraron los llanguatinos y sacaron su santo. Sin detenerse un segundo más, todo el séquito tomó presurosamente para el valle.
Huelga decir que durante mucho tiempo lo ocurrido a San Sebastián fue el tema de todas las conversaciones. Corrieron, incluso, toda clase de chismes: Se hablaba, por ejemplo, de la excomulgación de don Eleuterio H. Merino. Pero don Eleuterio Hache (como le llamaron familiarmente todos sus comprovincianos) tenía demasiada preocupación por el progreso y la cultura de su pueblo como para prestar oído a hablillas y chismes.
Y así quedó escrito en mi tierra el proverbio: “¡Con don Eleuterio Hache, ni los santos”!
.

No hay comentarios: