Por: Ricardo González Vigil
Lunes 7 de Junio del 2010
La imagen más generalizada de César Vallejo lo sigue presentando como triste y doliente, tendiente al fatalismo y la desesperación; una imagen ritualizada por la impresionante fotografía que le tomó su amigo Córdoba en Versalles, en la que pareciera otra versión del pensador de Rodin. Numerosos vallejistas (desde los años 50, Xavier Abril y Juan Larrea; desde los años 60, Roberto Paoli y Juan Espejo Asturrizaga, etc.) han subrayado que más que como un poeta del sufrimiento y de la muerte (claro que en parte lo es, y con una intensidad expresiva de las más altas en la poesía universal), Vallejo debe ser celebrado como el formidable (sin parangón en las letras contemporáneas) cantor de una utopía: el triunfo del amor solidario contra los “heraldos negros que nos manda la muerte”, con lo que logra que el hombre-masa vuelva a la vida. Es decir —como enfatiza Larrea—, se asemeja a Rubén Darío en que es un cantor de la vida y de la esperanza.
Un factor por considerar es que los testimonios de sus familiares y amigos (remitimos, sobre todo, a Espejo Asturrizaga y Ernesto More) coinciden en que nuestro César era travieso, de ingenio vivo y, aunque tímido y propenso al retraimiento, gozosamente amiguero entregándose a una alegría dionisíaca.
Y ese humor de Vallejo se percibe fácilmente en sus artículos periodísticos y en algunas de sus piezas teatrales, verbigracia la notable farsa “Colacho hermanos”. En cambio, en su poesía y en su narrativa se plasma de manera más indirecta, soterrada y sutil. Ya sea el humor irreverente, que busca ridiculizar el “contrato social” y “epatar al burgués”, reclamando su derecho “a meter la pata y a la risa” (Trilce LXXIII), que aflora en varios poemas de “Los heraldos negros” y “Trilce”, lo mismo que en las narraciones de “Escalas”, “Fabla salvaje” y “Contra el secreto profesional”. Ya sea el humor jocoserio, tragicómico, en comunión total con las luces y las sombras de la condición humana, en una ruta creadora que mezcla lágrimas y risas como hizo el máximo cómico del cine: Chaplin (uno de los artistas de su tiempo al que más admiraba Vallejo); ese humor nutre “Poemas humanos” y “España, aparta de mí este cáliz”.
Ese componente humorístico de los poemas de Vallejo fue abordado someramente por Abril, Larrea y un artículo de Jorge Enrique Adoum (“Charlot Vallejo”). El mérito de examinarlo con el relieve que le corresponde ha estado a cargo de Jorge Díaz Herrera, conocido poeta, narrador y dramaturgo con varios premios y distinciones en su haber. Así como ha combatido la imagen de un “Eguren que no es”; en su ameno y didáctico libro “El placer de leer a Vallejo en zapatillas” rescata el lado festivo de Vallejo, amante de la vida y ligado a sus circunstancias, con lo que corona las apreciaciones que viene exponiendo en simposios y homenajes, desde hace unos 20 años. Nos invita a leer los poemas de Vallejo sin rigidez ni solemnidad, como si estuviéramos en casa, en zapatillas, con un amigo de la mayor confianza, divirtiéndonos con él. Esa imagen de leerlo en zapatillas la extrae del poema “Guitarra” (de “Poemas humanos”): “El placer de esperar en zapatillas”.
Para esa lectura de entrecasa, cómodamente en zapatillas, necesitamos conocer “el universo vivencial, nativo, original de Vallejo” (Pág. 53), ya que las expresiones familiares que escuchó en su infancia (como el llamar “cóndores” a los “poderosos del pueblo”, Pág. 23) son integradas a su lenguaje poético: “Vallejo universaliza el Perú y peruaniza el universo” (Pág. 35). Y Díaz Herrera lo aplica acertadamente al esclarecer un centenar de pasajes de los cuatro poemarios del ingenioso Vallejo.
Lunes 7 de Junio del 2010
La imagen más generalizada de César Vallejo lo sigue presentando como triste y doliente, tendiente al fatalismo y la desesperación; una imagen ritualizada por la impresionante fotografía que le tomó su amigo Córdoba en Versalles, en la que pareciera otra versión del pensador de Rodin. Numerosos vallejistas (desde los años 50, Xavier Abril y Juan Larrea; desde los años 60, Roberto Paoli y Juan Espejo Asturrizaga, etc.) han subrayado que más que como un poeta del sufrimiento y de la muerte (claro que en parte lo es, y con una intensidad expresiva de las más altas en la poesía universal), Vallejo debe ser celebrado como el formidable (sin parangón en las letras contemporáneas) cantor de una utopía: el triunfo del amor solidario contra los “heraldos negros que nos manda la muerte”, con lo que logra que el hombre-masa vuelva a la vida. Es decir —como enfatiza Larrea—, se asemeja a Rubén Darío en que es un cantor de la vida y de la esperanza.
Un factor por considerar es que los testimonios de sus familiares y amigos (remitimos, sobre todo, a Espejo Asturrizaga y Ernesto More) coinciden en que nuestro César era travieso, de ingenio vivo y, aunque tímido y propenso al retraimiento, gozosamente amiguero entregándose a una alegría dionisíaca.
Y ese humor de Vallejo se percibe fácilmente en sus artículos periodísticos y en algunas de sus piezas teatrales, verbigracia la notable farsa “Colacho hermanos”. En cambio, en su poesía y en su narrativa se plasma de manera más indirecta, soterrada y sutil. Ya sea el humor irreverente, que busca ridiculizar el “contrato social” y “epatar al burgués”, reclamando su derecho “a meter la pata y a la risa” (Trilce LXXIII), que aflora en varios poemas de “Los heraldos negros” y “Trilce”, lo mismo que en las narraciones de “Escalas”, “Fabla salvaje” y “Contra el secreto profesional”. Ya sea el humor jocoserio, tragicómico, en comunión total con las luces y las sombras de la condición humana, en una ruta creadora que mezcla lágrimas y risas como hizo el máximo cómico del cine: Chaplin (uno de los artistas de su tiempo al que más admiraba Vallejo); ese humor nutre “Poemas humanos” y “España, aparta de mí este cáliz”.
Ese componente humorístico de los poemas de Vallejo fue abordado someramente por Abril, Larrea y un artículo de Jorge Enrique Adoum (“Charlot Vallejo”). El mérito de examinarlo con el relieve que le corresponde ha estado a cargo de Jorge Díaz Herrera, conocido poeta, narrador y dramaturgo con varios premios y distinciones en su haber. Así como ha combatido la imagen de un “Eguren que no es”; en su ameno y didáctico libro “El placer de leer a Vallejo en zapatillas” rescata el lado festivo de Vallejo, amante de la vida y ligado a sus circunstancias, con lo que corona las apreciaciones que viene exponiendo en simposios y homenajes, desde hace unos 20 años. Nos invita a leer los poemas de Vallejo sin rigidez ni solemnidad, como si estuviéramos en casa, en zapatillas, con un amigo de la mayor confianza, divirtiéndonos con él. Esa imagen de leerlo en zapatillas la extrae del poema “Guitarra” (de “Poemas humanos”): “El placer de esperar en zapatillas”.
Para esa lectura de entrecasa, cómodamente en zapatillas, necesitamos conocer “el universo vivencial, nativo, original de Vallejo” (Pág. 53), ya que las expresiones familiares que escuchó en su infancia (como el llamar “cóndores” a los “poderosos del pueblo”, Pág. 23) son integradas a su lenguaje poético: “Vallejo universaliza el Perú y peruaniza el universo” (Pág. 35). Y Díaz Herrera lo aplica acertadamente al esclarecer un centenar de pasajes de los cuatro poemarios del ingenioso Vallejo.
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