miércoles, 28 de julio de 2010

NARRATIVA: De "Extraños frutos", de Alfredo Pita

En la inauguración de la XV Feria Internacional del Libro, el 22 de julio, para ser más precisos, se presentó el libro “Extraños frutos”, de nuestro paisano el escritor Alfredo Pita. Es una colección de nueve cuentos, pulcramente editados por al Fondo Editorial de la Universidad Inca Garcilaso de la Vega. El equipo de CPM estuvo presente en la ocasión, que fue una verdadero éxito tanto por la representación teatral que se hizo de uno de los cuentos, "La noche anterior", como por la calidad de los presentadores, los escritores José Antonio Bravo y Nilo Espinoza Haro. Ahora, como un regalo para la todos los lectores de Espina de Maram, aquí publicamos, con el debido permiso del autor, “Pishtaco”, otro de los relatos del libro. Este cuento explora el famoso mito, que persiste a través del tiempo en los Andes peruanos y que demuestra cómo una población sumida en la ignorancia, vive sujeta a sus miedos y a su abandono, y como establece mecanismos de autoprotección que considera legítimos para su supervivencia (NdlR).

PISHTACO

Para Illariq Peralta Pita

Podría haber estudiado botánica o mineralogía, pues todo lo que ofrece la naturaleza, vivo o aparentemente inerte, me apasiona, pero como también los hechos de los hombres me conmueven, me incliné por la arqueología, ya que la historia y sus buceos interminables en archivos y bibliotecas no iban conmigo. La historia me gusta, y mucho, pero no sirvo para vivir sentado, horas tras horas, comiendo el polvo del pasado acumulado en los viejos volúmenes que duermen en las estanterías de oscuras bibliotecas. El hecho es que desde un comienzo, desde el fin de la secundaria, estuvo claro para mí que, de entrar a la Universidad de San Marcos, como quería, tendría que hallar una actividad que me conviniese, que empatara mi afición por los viajes y por la naturaleza con mi pasión por los hechos históricos. La única opción era la evidente, y de ella he hecho mi profesión, una profesión en la que recién comienzo a hacer mi camino, pero que ya me ha dado algunas satisfacciones. Y no sólo esto, también me ha hecho vivir lo que algunos periodistas llaman situaciones límite. Esto no quiere decir nada, pero hay que llamarlas de algún modo. Situaciones únicas, extrañas, que, en todo caso, han contribuido a enriquecer mi bagaje, como se dice.

Una de las más intensas, sin duda, es la que viví hace unos meses en la zona de Ayacucho, a donde me habían enviado para participar en una encuesta de corte sociológico. En estos tiempos milenaristas, en que se mezclan final de siglo, de milenio y, tal vez, de dictadura, la propuesta la había sentido como una señal de que las cosas iban a cambiar también para mí. Iba a trabajar para otros y fuera de mi campo de estudios, pero daba igual. El tema, los efectos culturales y psicológicos de la reciente guerra interna, me interesaba mucho. Y, de paso, iba a ganar algún dinero, lo que, en los tiempos que corren, es una bendición. Las plazas para el viaje habían sido muy disputadas y, entre mis compañeros de promoción, los que las habíamos obtenido pasábamos por ser unos suertudos o gente con mucha vara. Nadie más pobre, en el Perú de hoy, entre los profesionales sin trabajo, que un joven egresado de antropología, etnología, etc. Aunque tal vez nos quejábamos demasiado, vista la situación de otra gente que sufría más que nosotros en el país. Mucho más, que sabía lo que, en realidad, era la miseria. Además, puesto que iba a estar en el terreno, me había propuesto hacer una investigación personal, leve, o de profundidad, según se dieran las cosas, sobre un mito que me fascinaba desde mi adolescencia y sobre el que algún día me gustaría hacer una investigación, algo así, tal vez un libro. No soy etnólogo, pero el asunto me tentaba en forma casi inexplicable. El tema resurgió en mí en los días previos al viaje a Ayacucho, cuando un amigo, ante mis preparativos y ante la perspectiva de que yo iba a pasar algunas noches en el campo, durmiendo en casas de campesinos, adoptó un tono de broma y de consejo.

-Ten cuidado, Andrés, que los indios no te vayan a tomar por un pishtaco y se te adelanten y te saquen la grasa a ti -dijo.

Al decir esto, me hincó la barriga con el dedo. El amigo jugaba risueñamente con mis kilos y con mi aspecto, lo que contaba en el marco de lo que estaba evocando. Aquí debo explicarme, supongo. Por un azar de la genética, pese a haber nacido en Lima y a que mi madre y mi padre son dos mestizos peruanos -la primera surgida de una familia de Villamalia, en Cajamarca, en el norte del Perú, y el segundo procedente de Arequipa, en el sur-, por eso de los genes residuales, me parezco, según dicen, a los abuelos paternos de mi madre. Esta es mi anomalía. Por mi piel blanca, mi pelo pajizo, mis ojos claros y mi estatura, que supera el metro ochenta, en el Perú algunos desprevenidos me toman por un extranjero, por un gringo, lo que no siempre es un favor. El pishtaco, por otro lado, es un curioso mito andino que pone en escena a un asesino de viajeros, a los que espera en los caminos solitarios para matarlos y sacarles la grasa. Este simpático personaje es, casi siempre, un gringo.

La broma del amigo despertó en mí una vieja fascinación por este mito, del que había oído hablar por primera vez cuando, por mis diecisiete años, visité Villamalia. Una noche, después de la comida, en la casa del tío que me recibía, a la luz de un débil foco eléctrico que apenas nos alumbraba, los presentes comenzaron a contar historias fabulosas, fantasiosas, en general orientadas a producir miedo, efecto que archilograban sobre todo con los niños, a juzgar por la cara que ponían los pequeños que, mientras escuchaban, cerraban la boca o juntaban las manos, como si estuvieran ateridos. Algunos se pegaban al costado de sus madres y el conjunto me fascinaba, a mí, el capitalino, que desconocía el poder de la palabra y de las historias en un ambiente así, donde no tenía nada que hacer la televisión, que aún no había llegado al lugar. Se hablaba del cementerio de Villamalia, que, lo había visto en uno de los paseos que me habían organizado, estaba en la cima de una colina, frente a la ciudad. El camino que llevaba hasta él se prolongaba y pasaba junto a la barda ocre y coronada de tejas que lo rodeaba. Visto desde abajo, antes de la subida, el cementerio impresionaba no sólo por su función, sino también por su aspecto, por la belleza de sus líneas recortándose, en la tarde, contra ese cielo de un azul extraño, azul cobalto tal vez, y sus nubes diáfanas y viajeras. Los mayores contaban que cuando se pasaba de noche por aquel camino, sobre las tejas del camposanto podía verse un aura fosforescente que procedía, según ellos, de los huesos de los muertos. Alguien dijo que no sólo había esa luz difusa, semejante a la que se desprendía de algunos relojes en la noche, sino que a veces se escuchaba a una mujer que cantaba una canción muy triste, y que, otras veces, se oía el llanto quedo de un niño.

La conversación prosiguió, aterrando a los niños y pasando revista a otros temas y lugares comunes de la fantasía de los pueblos serranos, hasta que llegó al asunto de los pishtacos, que, debo decirlo, me sorprendió. Era la primera vez que escuchaba la historia, pero, por todo lo que implicaba, lo confieso, de inmediato me interesó. Era una historia clásica, montada con una imaginería algo ridícula, pero no por ello menos interesante, en torno a estos seres depredadores y misteriosos que buscan al ser humano desprevenido e inocente para hacerle daño, para practicar el mal. Ahora ocurría menos, ya no había tantos casos como en el pasado, decía uno de los contertulios, pero de todos modos era preferible no salir de noche a la carretera o a los caminos que iban del pueblo hacia los caseríos cercanos. Hacerlo era correr gran riesgo, sentenció, pues todavía por ahí podía estar, esperando, alguno de esos terribles personajes. No había, pues, que tentar al diablo.

-¿Esperando? ¿El diablo? Pero, ¿de qué, o de quiénes, se trataba?

Mi impaciencia los divirtió. Estaba a la vista que no conocía el tema. Nos hundimos en otra historia espeluznante. Desde hacía mucho, desde hacía décadas, tal vez desde el siglo pasado, me explicó el padre de familia, que había asumido finalmente el hilo del relato, se sabe de gente que había desaparecido durante un viaje y cuyos restos fueron hallados días o meses después, cuando fueron hallados, en lugares apartados, escondidos, y con horribles cortes y quemaduras que delataban que los habían abiertos como puercos y los habían expuesto al fuego para que la grasa se les derritiese. El asesino, se decía, tras recuperar con cuidado esa manteca, gota a gota, en un recipiente limpio, desaparecía. Ese era el botín del pishtaco: la grasa humana. Era lo único que le interesaba. La historia me dejó entre fascinado y asqueado.

-Pero, ¿por qué la grasa? ¿La comían...? ¿De qué podía servirle...? Y, para comenzar, ¿de donde salía esa historia? ¿Había testigos?

La respuesta me dejó más atónito aún. Seguramente alguien había visto, había habido testigos, en el pasado, nadie iba a inventar una cosa como esa, dijo el viejo tío, con lo que me calló la boca. Esos asesinos no querían la grasa humana para ellos, me explicó. La buscaban para comerciarla. En el extranjero había un mercado para eso. Ante mi gesto incrédulo, y la sonrisa que intentaba contener para que no se transformara en carcajada, me precisó que ciertas industrias, las que trabajaban con mecánica de precisión, necesitaban ese tipo de grasa, que era la mejor para el funcionamiento de sus delicados mecanismos. Yo le miraba los ojos, esperando que, de pronto, riese también, pero el tío hablaba en serio. Le dije que no podía imaginarme qué industrias podrían requerir de grasa humana para hacer funcionar sus productos.

-Antes era la industria relojera suiza. Ahora son los que construyen satélites y los mandan al espacio -sentenció.

Mi humor risueño dio paso a un asombro, a un estupor, una admiración sincera frente a lo que era, ya en ese tiempo me daba cuenta, una manifestación tangible de la creatividad popular. Estaba frente a un mito.

-Ahora también la emplean, la grasa, en las computadoras de la Nasa y en los instrumentos finos que usan en la industria minera para detectar las vetas y las tierras donde hay oro escondido o diseminado en las rocas.

Ya no pedí más explicaciones. Para mí era suficiente. No lo supe en ese momento, pero esa noche sembró en mí una curiosidad particular por este tipo de manifestación de la personalidad de un pueblo, del mío.

La perspectiva del viaje a Ayacucho reactivó en mí aquella vieja velada y las historias que en ella se contaron. Iba a tener una buena ocasión de indagar un poco si en esa zona también estaba vivo el mito aquel que tanto me había impresionado como me había hecho reír. La broma de mi amigo sobre mi gordura y sobre las posibles amenazas me terminó de instalar en la expectativa. La posibilidad de cotejar esa alegoría seductora con los efectos psicológicos que había dejado la guerra interna, también era otro ingrediente que me parecía sugestivo. En algún momento, dos años atrás, había pensado en pedir una beca para hacer un viaje de estudio en torno al asunto del pishtaco, pero, como siempre, la universidad no estaba para becas, y ninguno de nuestros eventuales patrocinadores se interesaba en el tema por entonces. Ahora, la encuesta sociológica en la que iba a participar era una oportunidad para ganarme un poco los frejoles, pero también para intentar obtener material para un trabajo mío, propio. Me estaba becando a mí mismo, pues, para acercarme al mundo andino y a sus historias desde una perspectiva que en algún momento me había fascinado: la violencia antes de la violencia, la violencia entre los individuos antes de que la guerra ahogara a colectividades enteras. ¿El terrorismo y la cruenta represión habrían dejado en pie al mito del pishtaco? Era un buen punto de partida para una inmersión en el imaginario ayacuchano que para mí era más que ignoto.

Me frotaba las manos, aunque algo me decía que debía frenar mi entusiasmo, que el trabajo para el que me habían contratado me iba a tener ocupado tal vez en exceso. Iba a integrar uno de los grupos que debían visitar dos y tres poblaciones para colectar testimonios de individuos y de familias sobre cómo sus vidas habían sido afectadas por los años de la guerra. En base a los relatos, el instituto que nos empleaba pretendía, supongo, trazar un fresco testimonial y estadístico que hablara de la desaparición de un mundo y del surgimiento de otro, el Ayacucho de hoy, que se supone es diferente al de hace treinta años. Se supone, digo yo, porque no estoy muy seguro de que la hecatombe haya sido suficiente como para borrar las viejas condiciones que hicieron posible la conflagración. Todo eso estaba por verificar. Mis lecturas y mis notas en la perspectiva del trabajo no me quitaban, sin embargo, de la cabeza, por más esfuerzos que hacía, la posibilidad de desarrollar un proyecto para mí. No es que me obsesionara el tema del pishtaco, pero la verdad, el fantasma cruel y atrabiliario que buscaba la grasa de la gente se inmiscuía cada vez más en los preparativos de mi viaje. El día de mi partida ocurrió algo que me hizo reflexionar y que, a la vez, contribuyó a afirmarme en mi secreto proyecto. En el taxi que me llevaba a la compañía de ómnibus, pese a que tenía la cabeza llena de preocupaciones inmediatas, de repente me encontré hablando con el chofer de mi tema recurrente, obsesivo, debo reconocerlo. No recuerdo cómo lo planteé, pero debe haber sido en tono descreído y risueño, porque el taxista de pronto me miró con rostro grave. No, señor, no es así. Existen. Yo los he visto. Su gesto y su frase me devolvieron de nuevo a la curiosidad "científica".

-¿Cómo está tan seguro? -pregunté-. ¿Usted los ha visto?

-Sí, señor, yo los he visto. ¡Acabo de decírselo! Una vez vi a uno de ellos.

Mi curiosidad dio paso a una expectativa asombrada. El hombre era delgado y su edad era indefinible. ¿Cuarenta, cincuenta años? Vaya usted a saber. En todo caso, su rostro afilado hablaba de años de hambre y, tal vez, de enfermedad. Su voz, seca, rijosa, se atenuó, evocadora. Es gente que viste en forma rara, ¿sabe? Usan borceguíes como los militares, pero su casco es de minero. Y van con mochila, donde seguramente llevan la escopeta y las otras cosas que usan para hacer daño a la gente. ¿Usted los ha visto? ¿Cuándo? ¿Dónde?, no pude impedirme insistir, incrédulo. El hombre parecía sujeto a un leve trance y no necesitaba que yo lo incentivara demasiado. Siguió hablando con el mismo tono. Es lo que le digo, señor. He visto a uno de ellos, caminando al borde de la carretera. Debe haber sido por el 75. Yo tendría diez u once años y una tarde estaba jugando con otros niños, cerca del pueblo joven donde vivíamos, cuando lo vimos aparecer. Caminaba despacio, al borde de la pista, junto a las chacras. Cuando lo tuvimos cerca, vimos que nos miraba con mirada fuerte, muy fuerte. Era un gringo. Y sus ojos eran de un color extraño, como verdes, como lavados. Nos miró uno a uno, sonriéndonos, y tuvimos miedo, y nos pusimos a correr. Nos escondimos detrás de una barda y nos quedamos vigilándolo, viendo cómo se iba, con el paso de quien está buscando algo. Uno de mis amigos dijo lo que todos sabíamos, que había que cuidarse de gente así. Seguro era uno de esos que se llevaban a los niños, no para venderlos, como los gitanos, sino para matarlos, para descuartizarlos.

-¿Y ustedes cómo sabían eso? -inquirí.

-Los mayores nos contaban historias, nos habían advertido.


El Pishtaco, un mito enraizado en el Ande peruano.

Las semanas que pasé en Ayacucho, en los distritos que me tocó encuestar, fueron ricas, interesantes y aleccionadoras. Tendría que agregar también que fueron previsibles, pero esto lo explicaré más tarde. Llené decenas de casetes con las entrevistas que hice y varios cuadernos con las notas que tomé. Era un material riquísimo que me dio ideas para otros trabajos que, tal vez, me decía, podría desarrollar en el futuro. El destino de los huérfanos de la guerra, por ejemplo, era un buen tema. Se comenzaba a ver, a unos años de sus respectivas tragedias, los efectos de sus duelos y pérdidas en su estragada humanidad. La piel recuerda, el cerebro quiere olvidar, los oídos resucitan a los cadáveres e impiden que el sueño consuele a los deudos. Ese atisbo de vejez que había en los ojos de algunos, cuando no había simplemente un vacío de pozo sin fondo del que nunca, tal vez, iban a poder salir, me aterraba, me fascinaba. El abanico era amplio. Entrevisté a mujeres que habían perdido a sus maridos y que los daban por muertos porque los habían enterrado, y los habían ya comenzado a olvidar para pasar a otra cosa, para continuar en la vida. Eran, junto con los hijos que habían podido enterrar a sus padres, o los padres que habían podido enterrar a sus hijos, los afortunados entre los desgraciados, entre las víctimas que había dejado la guerra. Los más desolados eran los hijos, o los padres, o los esposos o esposas de gente que simplemente había desaparecido, de gente a la que los militares que los habían capturado habían volatilizado como por arte de magia, sin darles después ni cadáver que enterrar, ni explicación a la cual aferrarse para poder esperar. Me impresionó mucho constatar que la gente que había enterrado a sus muertos comenzaba a olvidar detalles de cómo se había producido su tragedia. En cambio, los deudos de los desaparecidos parecían vivir con una herida siempre abierta, casi diría cultivada, como una flor, venenosa, que sólo les ofrecía algo seguro, su propia muerte, por más lejana que estuviera, como único consuelo. Todos estos matices los había encontrado en uno u otro de mis testigos. Los que más me habían impresionado habían sido, sin duda, los adolescentes o los jóvenes adultos que habían sido niños, o adolescentes, en el momento en que la violencia se abatió sobre lo que había sido su mundo, privándolos de padres, de hermanos, de amigos, dejándolos como portadores de una supervivencia inexplicable para ellos mismos.

La mayor parte de los diálogos que yo había sostenido se habían dado en quechua, por lo que había necesitado la ayuda de un intérprete. Nunca como esos días sentí la carencia que implicaba para un científico social en el Perú no hablar quechua. Fue una ocasión para tomar resoluciones al respecto. Ahora debo crear la oportunidad para aprender esa lengua y, sobre todo, para darme a mí mismo muestras de voluntad para lograrlo, lo que será lo más difícil. Sobre los antiguos niños de Ayacucho, que había entrevistado ya en tanto que jóvenes adultos, debo decir también que todos tenían algo que los emparentaba. En todos ellos, en hombres y mujeres, en sus miradas, había algo de lisiado, desgajado y ausente. En sus ojos y silencios atisbé el lugar común aquel de que nadie sale indemne de una guerra y menos aún los sobrevivientes, los que vagan en sus recuerdos y recorren caminos que aúllan, noches acezantes que olfatean la sangre de los muertos. Todos ellos eran un continente que había logrado atisbar y que no entendía, no sólo porque no hablaba la lengua, sino porque la guerra misma era una entelequia que me era extranjera. No lograba entenderla. Por otro lado, estaba mi otra derrota. Después de semanas de trabajo y tras haber planteado no pocas veces el tema, debí rendirme ante una evidencia: el pishtaco no aparecía por ningún lado en esas comarcas. El pishtaco no había tenido vela en los entierros ayacuchanos. ¿Era un mito en vías de extinción? Cuando lo evocaba, la gente sabía de quién, de qué estaba hablando. Viejos y jóvenes conocían perfectamente al personaje, pero no lo relacionaban en absoluto con el desastre sangriento que se había abatido sobre la región y que había dejado miles y miles de muertos. Sí, todos sabían que los pishtacos existían, pero nadie los relacionaba con los militares ni con los terroristas de Sendero Luminoso, con las hordas de masacradores, de uno y otro bando, que habían asolado la región. La conclusión a la que llegué fue que un cataclismo objetivo y verdadero no tiene por qué mezclarse con los mitos que construye el imaginario de un pueblo que busca explicarse un mundo cruel y una realidad implacable. La guerra no había sido una construcción mítica, sino una explosión objetiva e inexplicable de la naturaleza, tan objetiva como son los terremotos o la erupción de los volcanes.

Después de poner en orden mis materiales de la encuesta y de pasar en limpio mis conclusiones, me preparé para el retorno a Lima. No quise partir, sin embargo, con el espíritu contaminado por las impresiones que había almacenado sobre la guerra y que amenazaban con convertirse también en conclusiones. ¡Qué sabía yo de lo que había sido en verdad la guerra! Para atacar el tema tenía que documentarme, estudiar más, seguir los trabajos que recién estaban pergeñándose al respecto. Se comenzaba a hablar de una comisión de la verdad sobre el conflicto interno, a la manera de la que en Sudáfrica había terminado por saldar el régimen del Apartheid. Un escritor peruano había mencionado esta posibilidad en una carta. Los intelectuales, en los cafés, decían que por qué no, que una iniciativa de esta naturaleza podía ser el acta del segundo nacimiento del Perú como nación moderna, después del fiasco de la república surgida de la independencia. Total, soñar no cuesta nada, decían los más realistas. Y la verdad es que, por entonces, a fines de los noventa, el Perú seguía bajo la dictadura de Fujimori, la más corrupta y esperpéntica de todas las que había sufrido en su historia. Había, pues, mucho pan que rebanar antes de meterse en honduras. Faltaban unas horas para mi viaje y decidí limpiar mi espíritu. Visité a una familia amiga, que vendía gaseosas y fruta en el pueblo cercano de Querobamba. Conversé con los viejos, con los que hablaban castellano, y hablamos del ganado, de las ovejas, de la cosecha de lentejas y habas que esperaban que fueran buenas ese año. Con los niños jugué al trompo. Mejor dicho hice todo lo que pude para aprender la habilidad con la que lo lanzaban y lo hacían zumbar. No logré gran cosa. Los hice reír y reí yo también. Al final de la tarde, viendo que la camioneta que iba a llevarme a Cayara Nuevo, y tal vez hasta Huamanga, no llegaba, volví a donde la señora Lastenia, que me había alojado. Una noche más iba a dormir bajo sus pullos y en su cama que olía a carnero. Me dormí con el sueño tranquilo de quien ha hecho las paces en su alma. Las paces con quién, no me lo pude explicar mientras me hundía en las aguas agitadas de mi alma.

Al día siguiente me instalé en el minibús que me iba a llevar a la capital del departamento. Iba casi lleno, pero me pude sentar, pese a mi corpulencia, en una de las banquetas. Iba rodeado de la curiosidad y de las sonrisas de los pasajeros, que en su mayoría eran mujeres campesinas. Intenté conversar con ellas, pero de los saludos, de las sonrisas y de las gracias que di a una de ellas, que tuvo la amabilidad de regalarme una mandarina, no pasamos. Otra vez estaba allí, la gran barrera. Yo no hablaba quechua y ellas no hablaban bastante castellano como para expresarse con soltura. El chofer iba delante, silbando, intentando acompañar la música de su radio-casete, donde había puesto una cinta con esa música de fusión que mezcla el huayno y la cumbia y que en Lima llaman chicha. Decidí leer un poco, aprovechar las tres o cuatro horas que iba a durar el viaje para estudiar mis cursos o, al menos, mis notas. No pude hacer nada. El cansancio, el relajamiento del espíritu después de esas semanas de trabajo, no me permitían concentrarme. Al final, opté por la lectura de una revista que saqué del fondo de mi maletín. Era un ejemplar pasado de Somos, el suplemento de variedades de un gran diario de Lima. Íbamos ya cerca de Cayara Nuevo, a medio camino hacia Huamanga, y yo intentaba entrar en la lectura de un artículo sobre un escalador de montañas, un andinista. Era un artículo ilustrado, con fotos de grandes picos, hielos eternos y blanca y pura nieve, y con un andinista ataviado de vistosa ropa deportiva, por supuesto. En ese momento me di cuenta de que mi vecina, la que me había regalado la mandarina, estaba con la cabeza ladeada, intentando ver lo que estaba leyendo, o, mejor dicho, ver las fotos que estaba viendo y, en particular, una en la que se veía al alpinista prácticamente colgado de una cornisa, a la que sólo lo unía una cuerda y el piolín que había logrado clavar en la roca para hacerse de un punto de apoyo en su ascensión. La mujer olía a yerbas fuertes y a mandarina. Me preguntó, en su mal castellano, quién era ese hombre. Se lo expliqué. La mujer se quedó en silencio un momento, sin dejar de mirar de vez en cuando la revista, que yo mantenía abierta. Quise desentenderme de ella y volver a mi lectura, pero ya no pude.

Al rato, la mujer habló de nuevo, sonriendo con timidez.

-Hace años, cuando era niña, en mi pueblo, lejos de aquí, la gente, la comunidad, mató a un hombre como ese.

-¿Cómo...? ¿Por qué...?

-¡Porque era un pishtaco!

Intenté no tartamudear, hablar con normalidad, con el tono más neutro.

-Pero, ¿cómo sabían que era un pishtaco?

-Por sus cosas, por su ropa... -dijo-. ¡En su mochila tenía picos, sogas, todas las cosas que usan para sacarle la grasa a la gente!

La miré y ella me miró, sin llegar a ver, creo, mi enorme desasosiego. Yo vi en sus ojos un abismo, sobre el que flotaba la inocencia. Al final, me quedé en silencio, porque sobre ese abismo no había ningún puente.

Lima, 2009.

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sábado, 24 de julio de 2010

PUBLICACIONES: Presentación y presentación.

Por Jorge A. Chávez Silva, "Charro"
En una ceremonia en la que tuvo de todo: teatro a cargo del actor Nerit Olaya Guerrero, quien en una intervención vigorosa e inspirada teatralizó el cuento La noche anterior, así como las interpretaciones de los escritores y críticos José Antonio Bravo y Nilo Espinoza Haro, se presentó el jueves 22, con gran éxito, el libro Extraños frutos, del escritor celendino Alfredo Pita.

Los editores y la madre y otros familiares de Alfredo Pita, en la presentación de Extraños frutos.

La presencia del colectivo CPM y FUSCAN se dejó notar en las personas del poeta Jorge Horna Chávez, José Luis Aliaga Pereyra, Crispín Piritaño y Jorge A. Chávez Silva, quienes estuvimos de acuerdo en las apreciaciones acerca de la obra y el escritor, coincidentes con lo que anteriormente hemos expresado y que fue corroborado con una frase que dejó deslizar Nilo Espinoza Haro: “Alfredo es un celendino universal”.
Este concepto es el ejemplo que nosotros, como celendinos, queremos destacar en la actitud de Alfredo, quien, pese a haber triunfado como escritor y vivir en una ciudad como París, que seguramente a muchos les hace olvidar el terruño en que nacieron, nos demuestra permanentemente que lleva a nuestro pueblo grabado a fuego en el corazón y cree en que una cultura como la nuestra debe preservarse. Nunca terminan las lecciones de Alfredo, expresadas por los exégetas de su obra, que subrayaron esta singular actitud. Lamentablemente no estuvo el escritor para expresarlo personalmente.
En la fría noche limeña, la inauguración de la XV edición de la FERIA INTERNACIONAL DEL LIBRO tuvo esa calidez que tanto gusta a los lectores, que pudimos apreciar diversos aspectos del quehacer cultural y nos llevamos el convencimiento de que, pese a los avances de la tecnología, nada podrá superar al libro físico. En el caso del libro de Alfredo Pita nos hemos encontrado con una edición muy bien lograda, bien diseñada, pulcra y atractiva. Realmente enorgullece que en el Perú existan editoriales serias, que hacen un buen trabajo, como es el caso del Fondo Editorial de la Universidad Inca Garcilaso.
En los próximos días, Espina de Maram va a publicar uno de los cuentos de Extraños frutos, especialmente para los cibernautas que radican en el extranjero.


La novela de José de Piérola "Un beso del infierno".

La otra noticias es la presentación del libro Un beso del infierno, del escritor de raigambre celendina José de Piérola. El acontecimiento es en la sala “Ciro Alegría” de la FIL, hoy, 24 de julio, a las 7:00 pm, en el antoguo parque Matamula, hoy nominado como Parque de los Próceres.

José de Piérola Chávez, un escritor de raíces celendinas, hoy en la sala "Ciro Alegría" de la FIL.

Todos los celendinos amantes de la literatura y de la cultura en general, tenemos la obligación moral y material de estar presentes en la FIL, acompañando a nuestros hermanos, porque estos escritores, Alfredo y José, llevan en alto el nombre de Celendín.
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lunes, 19 de julio de 2010

PUBLICACIONES: Alfredo Pita y “Extraños frutos”

Por Jorge A. Chávez Silva
Como ya lo adelantáramos en ediciones anteriores, en una entrevista exclusiva concedida a CPM, a propósito de su deber cívico como celendino, El escritor Alfredo Pita nos manifestó que tenía varios proyectos de literatura en la que incluía a una novela y un libro de cuentos. Dentro de su proficua labor como periodista y comentarista de la Agencia France Presse.
En la ocasión en que estuvo de visita familiar en Lima, nos dejó entrever el interés que tenían algunas editoriales en publicar sus obras y que estaba en negociaciones al respecto. Este interés es comprensible dado que se trata de un escritor cuajado, el mejor de su generación a nuestro modesto juicio, premiado en el país y en el extranjero y finalmente se ha cristalizado mediante el Fondo Editorial de la Universidad Garcilaso de la Vega, quién la va editar con una carátula que nos parece por demás sugerente.

Hermosa carátula, adornada por cuadro de famoso pintor Herman Braun.

El cuadro que ilustra la carátula de "Extraños frutos", de Alfredo Pita, toma como pretexto una famosa foto de Pablo Picasso, tomada en los años 60. El pintor peruano Herman Braun Vega, gran cultor del sincretismo provocador, firma un cuadro de gran formato. Su título: "Don Pablo baila un huayno bajo la mirada sorprendida de Matisse". Herman Braun-Vega, París 2005, acrílico sobre tela, 200 x 200 cm.
No nos sorprende que Alfredo, siendo un esteta como es, haya escogido este hermoso motivo que evoca varias facetas del arte contemporáneo para ilustrar un libro que tiene ese mismo fondo psicológico y metafísico. Los cuentos que inserta en “Extraños frutos” nos llevan a meditar sobre la tragedia de los que voluntariamente o movidos por diversas circunstancias tienen que extrañarse de la patria y los que llevándola a cuestas tratan de rehacer su vida en el extranjero, con todas las dificultades que el caso entraña.
Los mitos que son resultantes de nuestra pluriculturalidad están tratados con mucha propiedad, como en el caso de “Pishtaco”, un mito andino que cada cierto tiempo cobra actualidad unido a la politiquería, en que son duchos nuestros representantes en el congreso y en el gobierno. Sin llegar a lo grotesco de los medios peruanos de comunicación Alfredo lo muestra como un remanente cultural inamovible por siglos y que salta como un monstruo destructor en el subconsciente del común de las gentes del ande.
Los demás cuentos como “Salvador”, que tiene escenario y personajes celendinos están tratados con ese tinte poético que imprime Alfredo a cada una de sus historias, Estamos seguros de que su libro gustará y será una nueva propuesta dentro del panorama actual de la literatura peruana. El medio donde Alfredo desarrolla su trabajo, una ciudad como París, tiene ingredientes que amplían su panorama literario, lo mismo que el trato frecuente que tiene con escritores contemporáneos..
La cita es en el parque Matamula el jueves 22 de julio a horas 5:30 pm en la sala “José María Arguedas”, nombre emblemático para Alfredo que siempre estuvo en el entorno amical del autor de “Los Ríos Profundos”. Creemos que para los celendinos, aparte de ser un deber, es un gusto asistir a la presentación del libro de un paisano, ejemplo de cómo un celendino debe amar a su pueblo natal. Alfredo siempre ha estado alentando nuestras luchas por la conservación de un pasado y una historia comunes que nos unen celendinamente.


martes, 13 de julio de 2010

CUENTO Jorge Díaz Herrera

En sus historias enmarcadas en la irrealidad de un mundo absurdo y cruel, Jorge describe con acierto la vida anodina de la gente marginal que pervive como una rebaba de los retazos de sociedad empeñada en vivir su propio mundo, con sus tabúes y códigos, aislada en una sociedad que se permite ser discriminante dentro de su propia mediocridad y persiste en costumbres señoriales de un tiempo ha. Esos seres, en los que nadie repara, sirven de pretexto para la metafísica de Jorge que nos descubre el mundo interior de personas que aparentemente no lo tienen y pasan desapercibidas en la existencia. (NdlR)


UNA POR OTRA

De puro vieja, Rosaura estaba medio sorda, y ahora que se iban a la capital no podían dejarla abandonada. La acomodaron junto a los bultos y la llevaron con ellos en el camión. La nueva casa resultó estrecha y tuvieron que mandarle hacer en la azotea un cuartito de madera. Casi toda su vida Rosaura había estado al servicio de la familia, y nunca pudo tener un pedazo de tiempo para ella misma. Ni siquiera aprendió la lengua de los patrones; la trajeron en su propio idioma y así la dejaron. Además, no fue necesario que se dieran el trabajo de enseñarle a hablar de otra manera. El señor y a señora podían conversar con ella, y eso bastó. Pero en la capital, difuntos los señores, las cosas resultaron diferentes. Los muchachos, hombres ya, no la entendían ni ella los entendía a ellos. Se le acentuó la sordera y se acostumbró a caminar de un extremo a otro de la azotea, sin dejar de mover las mandíbulas rumiando pensamientos indecibles. Ensordeció por completo y le vino un cariño inmenso por el animalejo que trajeron los muchachos y al que ella se dio por entero hasta verlo convertido en un imponente perrazo negro de dientes gruesos y pecho ancho. De vez en cuando ella bajaba pasito a paso las escaleras y entraba en la casa, y ellos la ahuyentaban dando palmadas en el aire como se ahuyenta a las gallinas. Rosaura regresaba a su cuartito de la azotea, volviendo una y otra vez sus ojos parpadeantes y sonriéndoles. Cuando murió, fueron a recogerla, y el perrazo se encaramó junto a la vieja, erizado y gruñendo, para que no se la llevaran. Unos latigazos lo hicieron renguear con el rabo entre las piernas hasta el otro lado del cordel de ropa. La familia ordenó a la nueva sirvienta que lavara bien la azotea, desinfectándola, antes de acomodar sus cosas en el cuartito de madera.

viernes, 9 de julio de 2010

CUENTO: Alfonso Peláez Bazán

El cuento que publicamos en esta oportunidad, pese a que, a nuestro juicio, en él, el estilo caracterísco de nuestro escritor aún no está cimentado, es uno de los más emblemáticos y uno de los más conocidos entre la gente de ayer. Nosotros recordamos las referencias que hacían nuestros mayores acerca de “Cuando recién se hace santo” como la crónica exquisita de un hecho real maravilloso, que dibujaba de un solo plumazo, la idiosincrasia de un pueblo diferente como el celendino. Para las generaciones de cincuenta años atrás, sin embargo, es poco conocido. Se publicó una sola vez y punto. Pocos son los que en realidad lo han leído y la mayoría lo conocía solo por esa referencia. CPM, a través de su suplemento ESPINA DE MARAM, se han propuesto publicar la obra entera de todos los escritores celendinos, y por ello andamos a la caza de las obras de estos artistas. Este cuento, escrito en castellano castizo, cosa desacostumbrada en don Alfonso, lo hemos obtenido gracias a la benevolencia de Moisés Chávez Velásquez, quien lo tenía guardado como un tesoro entre los muchos que posee de la cultura celendina y de este modo llega a nuestros lectores. (NdlR)

Alfonso Peláez Bazán en 1941 (Foto archivo CPM)

CUANDO RECIEN SE HACE SANTO

Por Alfonso Peláez Bazán

Muy serio percance le ocurrió en mi pueblo a San Sebastián el 8 de junio de 1887. Os prometo, hipotéticos lectores, que fue el tal percance de esos que a muy raros santos les puede ocurrir en tierra de cristianos. Yo os advierto, además, que el hecho está fuera de toda duda: Aparte de que consta en ya amarillentos infolios, hay todavía personas que pueden dar fe de él.
Más, por favor, no os detengáis a pensar si el Santo de Narbona pudo estar o no en Celendín… Tampoco reparéis en las fechas; no, por favor.Tened confianza –eso es todo-, en que yo os llevaré a buen final, y ya veréis cómo lo que hoy está pareciendo un enigma, resulta más claro que agua destilada.
***
Todavía caminan por las calles de Celendín –acabáis de saber que Celendín es mi pueblo y como no estoy haciendo un cuento, no tendría por qué cambiarle de nombre-; todavía caminan, os decía, unos viejos casi esqueletizados, de aspecto un poco fantasmal que vienen jalando desde bien atrás del siglo pasado. Son dos viejos que siguen viviendo como si la muerte se hubiera olvidado de ellos. Son como herrumbre del tiempo, o como extraños guarismos de la vida y la muerte. Sobre las veredas azulejas de mi pueblo caminan haciendo con sus chancletas –sucias y horriblemente encogidas como ellos- un ruido seco, penitente. Tosen con estrépito, y al final de cada acceso el aire se hace en sus pulmones sonidos cavernosos, sibilantes.
Cuando pasan junto a los niños, éstos se le los quedan mirando con tamaños ojos. Y en todos los hogares, el hermanito mayor le dice al menor:
-Si sigues llorando, ¡Te va a llevar don Juan Antonio!
O también:
-Préstame tu corneta si no quieres que llame a don Goyo…
***
Terror de niños, tales viejos siguen siendo, sin embargo, uno de los mejores atractivos de los velorios. Pues sabed que éstos, en mi tierra, en vez de ser fúnebres y mortificantes, son, por el contrario pintorescos y amenos. No sé… o mis paisanos tienen un sentido muy distinto de la muerte, o es que se vengan así de ella. Lo cierto es que, en mi pueblo, los velorios resultan verdaderas fiestas. Alguna razón debió tener aquél que dijo: “Tres días grandes tiene la mujer celendina: El día de su matrimonio, el día que mata su chancho y el día que muere su marido”. Lo que no quita, desde luego, que la mujer celendina sea de las más fieles.
Don Juan Antonio y don Goyo siguen siendo los más asiduos asistentes a los velorios. Entrad a la casa donde está velándose un muerto, y lo primero que oiréis es la tos exuberante de cualquiera de los viejos. Allí están –en ése y otro ángulo- rodeados de entusiastas gentes que han ido dispuestas a pasar algunas horas de la noche escuchando cosas de otros tiempos. Porque ése el tema de estos viejos; no puede ser otro: El pasado ha cobrado en ellos una importancia vital. El recuerdo es la evasión de los viejos, como la fantasía lo es de los niños.
Por supuesto que en primer término hacen el elogio del difunto, a quien vieron “nacer, crecer y morir”. A renglón seguido hacen la historia de la familia, por lo menos desde tres generaciones atrás. Desquitan, pues, de sobra las copas de aguardiente y las tazas de café con tajadas de dormido.Las bancas de esos ángulos se mantienen compactas hasta bien entrada la noche. EL personaje importante, el hecho notable, la hazaña valerosa, la anécdota picante, las fechorías de algún bandido, las montoneras, las desventuras de más de una dama, de nuevo han tomado vida en una charla miliunanochesca.-No es cuento, hijo; es la pura verdad –pontifica cada relato don Juan Antonio.
Hace algunos años, en uno de esos velorios de mi tierra, oí narrar a don Juan Antonio la interesante historia que os tengo anunciada desde hace rato. A los pocos días de haberla escuchado, fui por el archivo del Concejo Provincial y pude confirmar su autenticidad. No sabría deciros por qué he retardado tanto la tarea de escribirla.

El autor Alfonso Peláez Bazán y familia en 1941 (Foto archivo CPM)
***
Imaginad un hombre vigoroso empujando empeñosamente una pesada carreta a lo largo de áspera y escabrosa senda. Ese hombre podría ser don Eleuterio H. Merino, preclaro hijo de Celendín que durante doce años desempeñó la alcaldía de la provincia. En efecto, don Eleuterio H. Merino, como alcalde y como simple ciudadano, hizo el progreso de su pueblo hasta donde le permitieron las posibilidades del medio y de la época, desde luego. Fundó escuelas en la ciudad y en casi todos los caseríos, y organizó y dirigió un colegio de segunda enseñanza.
En el orden material, hizo construir puentes y caminos, mejoró el plano de la ciudad y levantó edificios (el mercado, la cárcel pública, templos). En su empeño de presentar una ciudad decente, agradable, un día llamó a todos los carpinteros del lugar y les ordenó hacer desaparecer todas las parachacas que muchas casas lucían como balcones. Así lo hicieron, y al cabo de corto tiempo, los hubo ya verdaderos.Otro día, por medio de un bando, declaro de “propiedad común todos animales que, en plan de crianza, revolvían y pastaban en las plazas y calles”. Pues era costumbre inveterada en el lugar (como en todos los pueblos de la sierra) sacar de los corrales, durante el día, las gallinas, los chanchos y hasta los caballos. Con tan enérgico cuanto divertido bando, el alcalde Merino resolvió en pocas horas el problema más difícil y antipático de cuantos tenían que afrontar los municipios.
A su gran inteligencia y firme voluntad se unía una atrayente manera de ser; es decir, era un hombre simpático y con mucha vena de humorista. Se cuentan de él sabrosísimas anécdotas. Escribió dos importantes obras que han quedado inéditas. Una sobre religión y otra sobre historia del país. Y se recuerdan aún los saraos literarios que él supo mantener hasta la hora de su muerte.
Año tras año lo elegían alcalde. Desde luego, eran aquellos otros tiempos. Entonces se elegían a los alcaldes, y la ciudadanía no tenía más indicadores que los merecimientos de cada hombre. Y por supuesto que no escaseaban los buenos ejemplares de varones. Los tiempos han cambiado, indudablemente. La especie humana ha perdido en peso y en calidad.
-¡Huf! Ahora ya no hay en los pueblos hombres como para alcaldes –afirma desconsolado don Juan Antonio moviendo de un lado para otro la nevada cabeza.
***
Entre gritos de alborozo y cantos de esperanza despuntó el 1° de enero de 1886, y el Sol apareció radiante por la fila de Jelig. Los tejados de las casas ardieron en oro y las paredes blancas resplandecieron de candor. Volaron bien alto los quendes, los guanchacos, los zorzales y los gorriones. De los hornos de las Velásquez empezaron a salir los ricos pasteles de manjar blanco. En las esquinas de la plaza principal se instalaron las vendedoras de naranjas y lúcumas. Allí estuvieron doña Runda y doña Anguina.
Las tres cantinas de la calle central se fueron llenando de señores connotados, dispuestos a tomar en rueda unas cuantas copitas y luego retirarse a almorzar, cada cual en su casa, en dichosa compañía con los suyosHonorio, el ciego horrible pero orgulloso y trabajador, está dando sus alegres dianas con tambor y quena al alcalde, al subprefecto, al gobernador, al cura.
Por la tarde, las damas, luciendo fantásticos trajes y lindas sombrillas venidas desde París, visitarán los nacimientos. Los hombres, entretando, asistirán a la sesión del Concejo.

Alcalde y concejales en 1927 (Foto archivo CPM)

***
A la una de la tarde empezaron a llegar los señores concejales. A las dos no faltaba ninguno. Allí estuvieron todos con sus rígidos y deslumbrantes cuellos de caucho y sus amplios sacos partidos. EL señor alcalde, don Eleuterio H. Merino, lucía fin levita y pantalón de fantasía. Eran los ciudadanos dispuestos a servir a su pueblo con todo patriotismo y desinterés. Luego fueron llegando grupos de ciudadanos de toda condición social. Comerciantes, agricultores, artesanos y los pocos empleados del Estado.
La sesión del primer día de cada año tenía, entonces, dos finalidades: Oír la memoria del alcalde y formular un programa de trabajo para el nuevo año. Cuando la sesión quedaba terminada, todos se iban pacíficamente a sus hogares. Entonces, creo que no se conocía la cerveza.
Don Eleuterio H. Merino leyó, pues, su memoria. Todos llenos de respeto y simpatía escucharon al alcalde. Este no usó más palabras que las necesarias para exponer exactamente todo lo hecho por el Concejo durante el año que acababa de expirar. Luego se pasó a la segunda parte. Fueron sometidos a discusión importantes proyectos, siendo casi todos aprobados.
Hubo uno que mereció especial atención de los señores concejales. La terminación de la Iglesia de la Purísima Concepción; faltaban los techos solamente. Hacía tiempo que la obra estaba en ese estado, y no había por qué seguir contemplando tal abandono. Se invocó el ornato público y la fe católica.
Empero, el municipio no contaba con recursos suficientes. Sus entradas apenas le permitían sostener algunas escuelas y dar alumbrado a dos calles de la población. Por otro lado, ya todos los habitantes de la ciudad habían contribuido de ésta o aquella manera, y el Concejo no veía correcto volver a molestarlos. Pero Dios estaba de por medio. Uno de los concejales les dio la fórmula salvadora: Demandar la ayuda de todos los caseríos del distrito. Cada uno de ellos contribuiría con madera, carrizos, cueña o tejas.
-Si el Concejo, estimados compañeros, acuerda hacerlo así, podemos contar desde ahora, si no con todo, con gran parte del material –terminó don José Rojas Cisneros.
La idea fue acogida por toda la corporación y el público. Inmediatamente, otro de los concejales sugirió una “mejora” a la proposición de su colega. Habló de la conveniencia de “tomar en cuenta al santo de cada caserío”.
-Así, señores, los moradores se sentirán más obligados a satisfacer nuestra demanda. Todos ellos son profundamente devotos de sus santos –fundamentó su insinuación don Prudencio Díaz Arana.
Hubo un rumor de aprobación en toda la sala. Radical e irónico, habló enseguida don Pedro Ortíz Montoya:
-Yo creo, conciudadanos, que, sea que tengamos que dirigirnos a los moradores o al santo, habremos de hacerlo no en forma de demanda, sino de mandato. Esta es mi opinión.
Siguieron a estas palabras algunos segundos de vacilación en toda la concurrencia.
-Bien, señores –habló el alcalde-, ¿encarecemos y ordenamos? Resolvamos esto en primer término. Luego trataremos de acomodar lo mejor posible al santo.
Tras una corta discusión, el acuerdo del concejo quedó cristalizado así. “Ordenar a todos los caseríos para que, en nombre de sus respectivos santos, proporcionen los materiales que el Concejo habrá de señalarles.” Acto seguido, se escribió la siguiente relación:
Santa Rosa de Guayabas: 50tijeras y 200 manojos de cueña.
San Antonio de Ishcaihuasi: 200 varas, 50 mellas y 30 cargadores.
San Francisco de Chuclalás: 300 varas y 200 manojos de cueña.
San José de Pilco: 3 000 tejas.Niño de Pumarume: 2 000 tejas y 100 manojos de cueña.
San Isidro Labrador: 50 tijeras y 1 000 tejas.
San Sebastián de Llanguat: 20 000 carrizos.Candelaria de Chacapampa: 100 cargadores y otras tantas contra cargadoras.
Se tuvo en cuenta, por supuesto, las posibilidades de cada lugar, vale decir, de cada santo. Así, por ejemplo, para señalarle a San Sebastián 20 000 carrizos, se recordó que el rico valle de Llanguat, aparte de producir en abundancia dicho material, todos sus propietarios gozaban de cierta holgura económica.
A las 5 p.m. se levantó la sesión.Dos días después, o sea el 3 de enero, dos alguaciles repartieron las órdenes a todos los caseríos. Las fechas en cada uno de éstos habría de entregar su aporte estaban indicadas con toda claridad. Entretanto se irían construyendo los retablos, los altares, etc. Y el 8 de diciembre de aquel mismo año, día de la Purísima Concepción, quedaría inaugurada su iglesia. Lo había acordado así el honorable Concejo de Celendín en su sesión del 1° de enero.
***
Desde el 1° de abril de aquel año empezaron a llegar los materiales. Primero fueron las tijeras y las cargadoras; luego las varas, las mellas y las cueñas. Finalmente, por el mes de septiembre, las rosadas tejas. La llegada de cada santo trayendo su aporte constituía todo un suceso local al que los chicos realzaban con sus gritos noveleros y traviesos:
-¡Santa Rosa!
-¡La buenamoza!-¡La mentirosa!
Otro decía:
-¡Candelaria de Chacapampa!
-¡Con sus cargadoras y sus contracargadoras!
El señor párroco y uno de los síndicos del Concejo hacían la recepción del material. Declarada la conformidad, algún vecino entusiasta obsequiaba a la comitiva con dos o tres botellas de cañazo. Y al caer el Sol, santo y devotos volvían al caserío acogedor.Altar de Corpus Christi en la esquina de Pardo y El Comercio en 1926 (Foto Archivo CPM)
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Pero hubo un rebelde… ¡Sí, hubo un rebelde!Mientras todos los santos de la comprensión, como acabamos de ver, respondieron cristianamente, San Sebastián no hizo caso de la orden municipal. San Sebastián se burló del señor alcalde y de todos los concejales juntos. San Sebastián no trajo un carrizo.Durante largos meses, cada vez que las gentes oían por las calles ese ruido borrascoso peculiar que hacen los tercios de carrizos al ser arrastrados por las cansadas bestias, salían a sus puertas creyendo ver los carrizos de San Sebastián.
-¿Oyes? Al fin…Pero el desengaño estaba ahí, nomás a un paso. Siempre se trataba de dos o tres cargas de carrizos para algún vecino de la ciudad.
Llegaban, en cambio, desde el valle, ciertos rumores desfavorables:
-Señor Alcalde, mande notificar con la fuerza; así no más, no crea que obedezcan los llanguatinos. No se cansan de decir que ellos no son carneros –informaba algún buen hombre al señor alcalde.
Este no respondía. Pero es bien seguro que debía rabiar terriblemente en sus adentros.
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El Concejo, para no fallar en sus determinaciones tuvo que hacer esfuerzos supremos. Obtuvo carrizos de diferentes modos. Hubo gentes que desataron parte de sus techos. Y el 1° de diciembre de aquel año quedó terminada la iglesia de la Purísima Concepción. Se dieron las últimas manos de pintura y se colocaron las campanitas –una más grande que otra- en la torre de la derecha.-¡Qué campanas! Un celendino dice que el mundo no hay iguales. ¡Cómo son, en verdad de dulces y de vibrantes sus sones! Manos divinas echaron oro fino en sus entrañas ¡Qué cándida alegría en sus repiques, qué ternura en sus plegarias, qué suave y fina angustia en sus dobles! Quien nació oyéndolas, vuelve desde lejos para volverlas a oír.
La novena de la Virgen se sirvió en su propia iglesia.

Inicio de la procesión de Corpus Christy en 1926. (Foto archivo CPM)
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Hay inusitada animación en toda la ciudad. En los barrios de Colpacicho, Siracucho y Las Lagunas, es más espeso y prolongado el humo de las cocinas. En colosales ollas de tierra se están cocinando los tamales envueltos en hojas de achira. Desde bien temprano, las familias del centro mandan pagar “su parte”. Don Rodolfo, don Eduardo, don Julio, don Felipe, don Hermógenes “contratan” sus puestos en las mismas cocinas, junto a la olla colosal y a la payanca seductora.
Es la víspera del Corpus Christi.
Los niños están extraordinariamente contentos. Ellos solos se darán asueto por la tarde. Corpus Christi les ofrece la oportunidad de desbordar sus energías y entusiasmos en gritos y carreras desaforadas. Son dos días –la víspera y el día- que los niños no cambiarían por todas las fiestas del año juntas. Y todo el secreto reside en una costumbre que tiene cierto olor a paganismo. La víspera del Corpus Christi todos los santos de la comprensión se vienen a la ciudad acompañados de extraño séquito. Todos los feligreses, vistiendo sus mejores trajes, y una danza delante del santo.
Las danzas son comparsas de fieles disfrazados de chunchos, de diablos, de pallas, de animales, etc., que vienen ejecutando bailes grotescos al son de dos viruchos y un bombo. Los bailes generalmente no tienen ni ritmo ni gracia.A medida que avanza el extraño séquito, se les va enardeciendo la sangre a los danzantes por efecto de la agitación y del cañazo que cada uno de ellos trae en un gran cuerno; y entonces, empiezan a lanzar gritos salvajes, cavernarios.
Como raros heraldos, dos toros de poncho presiden la entrada de cada santo. Dando estridentes mugidos, embisten contra la muchedumbre de curiosos para abrir ancho paso al séquito.
Con ellos, con los toros de poncho, es que tienen que ver los niños. El placer de éstos es provocar al toro con pintorescos apodos y pepas de palta. El toro los persigue furioso, y los niños corren velozmente, produciendo un desbarajuste completo en la calle. Y así hasta llegar al atrio de la Iglesia del Carmen. Allí se encuentran todas las danzas y allí se confunden en un solo frenesí. Las familias distinguidas contemplan el paso de los santos desde sus balcones. Horas después, todos los santos de la comprensión quedan reconcentrados en la mencionada iglesia hasta el siguiente día.
Cada danza retorna a su comarca, no sin antes detenerse frente a cada establecimiento de licores. El jede de la danza se acerca al “señor comerciante” y le pone al hombro un gran pañuelo, cuyo color puede ser verde, amarillo o morado. La “distinción” vale una botella de cañazo. Minutos después el susodicho jefe restituye el gran pañuelo a cambio de la botella vacía.
Los bailes se van haciendo lúbricos, odiosos. Los toros de poncho no cesan de perseguir a los niños. Generalmente, al caer la tarde, el saldo es alguna cabeza rota.
En el día no hay nada nuevo sino la procesión. Todas las danzas vuelven de sus caseríos para asistir a ella. Por la tarde, las calles, como la víspera, se llenan de gritos salvajes y olor a cañazo. Desde épocas lejanas, así es hasta hoy la fiesta de Corpus Christi en Celendín.

Viejo tesando a su toro. Danza Guayabina en 1962 (Foto Archivo CPM)

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Hace 65 años, el 8 de junio de 1887, víspera del Corpus Christi. Los chicos están que se mueren de contento.
-¿Vendrá el toro zarco?
-¿Vendrá con su vieja?
-¿Vendrá la Guayabina?-¿Traerá cañas San Sebastián?
-¿Has amontonado ya tus pepas?
Tales son las preguntas que se hacen los niños en sus escuelas.
En el almuerzo, en vano sus madres les exigen comer con tranquilidad.
-¡Criatura de Dios, todavía no llegan las danzas!
-Tú no sabes, mamita. Aurelio, mi amigo de La Tranza, nos ha dicho en la escuela que la Guayabina viene a las doce.
Echa algo en los bolsillos y se va corriendo
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Dos de la tarde, las familias celendinas se aprestan para el chocolate. Las campanas de la Iglesia del Carmen acaban de anunciarlo y solemnizarlo. Solemne y bien puntual era, en verdad, hasta hace algunos años, el chocolate celendino.
Severo bastón de chonta con sencillo puño de plata. Don Eleuterio H. Merino sale de su casa y se dirige a la Plaza de Armas. Cosa extraña, por supuesto. A don Eleuterio no le gustan las danzas. Hasta tiene la idea de terminar con ellas. ¿Qué querrá ahora?
Se detiene en una de las esquinas de la plaza y mira insistentemente de un lado para otro. En la plaza ya están las danzas de la Candelaria, del Niño Dios de Pumarume, de San José de Pilco, por el barrio de Siracucho acaba de sonar un cohete anunciando a la famosa Guayabina de Santa Rosa. Y por Las Lagunas se oyen ya los taladrantes mugidos del toro zarco de San Francisco.
Don Eleuterio H. Merino sigue mirando con extraordinario interés. No tarda, sin embargo, en convencerse de que no ha llegado aún San Sebastián.
Se dirige hacia la otra esquina del mismo lado de la plaza, y allí se encuentra, por casualidad con don Saturnino Baella, uno de los concejiles.
***
Cuando más animada está la conversación del señor alcalde y su concejil, llegan hasta ellos los estentóreos mugidos de los toros de San Sebastián: ¡Muuu! ¡Muuu!
Con toda presteza, don Eleuterio vuelve la vista para ese lado.
-Es San Sebastián –le advierte don Saturnino Baella.
Don Eleuterio sigue mirando sin decir nada.
San Sebastián trae dos toros. Sus devotos portan como emblemas gruesas cañas de azúcar con todas sus hojas. De los palos del anda penden tremendos poros de miel. Los danzantes, como siempre, visten extrañas indumentas adornadas con choloques, shilshiles y cuernos de venado.
Se perciben ya claramente los sonidos de los bombos y los viruchos: ¡Bum… bummm! ¡Idigu… digu… diguuu!Entre breves minutos San Sebastián estará muy cerca del señor alcalde. Este y su concejil siguen mirando.
-¿Se acuerda usted, don Eleuterio, que San Sebastián no cumplió con la orden municipal de ahora año y medio?
-¿Cómo iba a olvidarlo, señor y amigo? Si por eso estoy aquí…
Con sorprendidos ojos, don Saturnino Baella se queda mirando al señor alcalde.
En su empeño de abrir camino, los toros de San Sebastián llegan hasta la esquina. ¡Muuu…muuu!Y vuelven jadeantes hasta la danza. En la nueva embestida se pasan de la esquina.

"Las danzas de Corpus Christi". Oleo por "Charro".

***
De pronto, don Eleuterio alza su severo bastón y con voz clara y enérgica, ordena:
-¡Alto!
De primera intención, los danzantes nada comprenden, y el jefe de ellos se apresura a poner en el hombro del señor alcalde un gran pañuelo morado.
El concejil se pone entre divertido y nervioso. El alcalde enrojece de cólera.
-¡Retírate, cholo insulso! ¡Y pare la danza!
Cuando han callado los viruchos y el bombo también, vuelve a hablar don Eleuterio, pero esta vez dirigiéndose al mismo santo:
-¡Oh, San Sebastián! Vos, que tuviste que veros con Dioclesiano, allá en la remota era de los mártires, vais ahora a entenderos con un humilde alcalde de provincia… Soy yo ese alcalde.
La más grande sorpresa se apodera de todos. Y tras breve pausa, continúa don Eleuterio:
-Desobedecisteis, vos, mi orden, que fue la voz del pueblo. Grave pecado, bien lo sabéis, es la desobediencia. Por ella perdieron los hombres su felicidad, según lo decís vosotros. Y sin duda, en el afán de recuperarla, es que ellos también castigan tal pecado. Y en mis dominios vais a convenceros de que las leyes son parejas e inflexibles…
Todo el séquito de ha ido petrificando en medio de la calle. Los curiosos que han ido agrupándose alrededor del alcalde habrían estallado en una inmensa carcajada si don Eleuterio H. Merino no hubiera puesto en sus palabras, en su gesto, en sus ojos claros, toda la gravedad de que era capaz.
Don Saturnino Baella estaba atónito.
***
El alcalde termina:
-¡En nombre, pues, de Dios y del Pueblo os tengo decretada detención por 24 horas en la cárcel pública, que en esta ciudad es la misma para todos!
Con sus apacibles ojos, San Sebastián mira lleno de asombro al señor alcalde. Así, al menos, parece.
-¡Vamos! –ordena enérgico don Eleuterio, indicando con su bastón la cárcel pública.
Mudos los viruchos y el bombo, la danza enfila por la izquierda.
Como saliendo de un letargo, las mujeres de la comitiva de San Sebastián se acercan al alcalde y claman:
-Por los cielos, patroncito, amito, gringuito… no lo lleve…
Los hombres, más ajustados a la realidad, y más francos, le dicen:
-Impónganos, señor alcalde, la multa que quiera, pero déjenos con nuestro santo… Hoy nos toca divertirnos.
El alcalde no responde nada. A su lado camina don Saturnino Baella.
Lentamente, apaciblemente, avanza San Sebastián hacia la cárcel pública.
***
-¡Alcaide! –Llama decidido don Eleuterio H. Merino.
Aparece al instante un hombre alto, moreno, de rudas facciones y torvo mirar.
-Mande, su señoría.
-Instale a este ilustre santo en la sala de presos, y mañana, a esta misma hora, lo pone en libertad. Y nadie de los que entran cargando el anda se queda adentro.
El hombre de torvo mirar se queda boquiabierto, pero tiene que obedecer. Cuando la reja de la prevención se cierra detrás de San Sebastián, la sorpresa de los presos que están en el patio no tiene límites. Y cuando se abre la sala de presos para meter ahí al santo, aquellos terminan por no creer lo que ven.
***
Don Eleuterio H. Merino se dirigió a la alcaldía y ordenó al secretario convocar a sesión extraordinaria para las 7 p.m. Luego se puso a leer.
A la hora indicada, todos los miembros del ayuntamiento estaban reunidos. Abierta la sesión, el alcalde se puso de pie y en forma breve y concisa dio cuenta del procedimiento tomado por él en contra de San Sebastián de Llanguat:
-Sois dueños, honorables miembros del Concejo, de pronunciaros libremente sobre la actitud del alcalde –fueron sus últimas palabras.
Al tiempo que hablaba don Eleuterio H. Merino, corrió traviesa a lo largo de la fila de concejales, una corriente de buen humor que luego se hizo discreta sonrisa en cada rostro.
Hablaron sucesivamente casi todos los concejales.
-Yo, compañeros, interpretando en forma el proceder de nuestro ilustre jefe –dijo don Edilberto Silva-, estoy de acuerdo con él, y espero que lo estaréis todos uniformemente.
-Dos mal pergeñadas frases, apreciados colegas –anunció don Mariano Burga-. Hoy ha quedado escrito en la historia de Celendín una de sus más sugestivas páginas. Por eso, señores, yo no solo que estoy de acuerdo con lo hecho por el señor alcalde, sino que le ofrezco mi encendido aplauso.
-Seréis benevolentes, señorías, para escuchar también mi voz –suplicó don Tomás Velásquez_. El progreso de nuestro pueblo exige unión y obediencia a la autoridad. Cuando los ciudadanos comienzan a desobedecer y a desunirse, todo está perdido. Por eso, yo también aplaudo al señor alcalde.
Hablaron otros, más o menos en igual tono. Luego se redactó el acta y firmaron de una vez.
***
Cuando don Eleuterio H. Merino llegó a su casa, a eso de las 8 p.m., encontró allí al párroco y a dos de las más encopetadas damas de entonces, doña Paula Velásquez y doña Dorila Tejada.
-Me imagino que habéis venido a interceder por el mártir Sebastián.
-Exactamente –dijo el cura Gastañeduy-. Y esperamos de su señoría la benevolencia de permitir la entrega de la imagen a esos fieles que están, no lo dude vuestra merced, arrepentidos de haber desobedecido vuestro mandato.
Don Eleuterio esperó que hablaran las damas.
-Es usted, sin duda, el más culto y gentil de nuestros paisanos, y no dudamos obtener vuestra gracia –roció al alcalde doña Dorila..
-Sí, sí –confirmó doña Paula.
Don Eleuterio se puso de pie y contestó a todos.
-demasiado comprendo la razón que tuvisteis por haber venido hasta aquí. Más, ¡oh infortunio! Vuestro empeño no conseguirá falsear acuerdo memorable de la Comuna. Lo siento por vosotras ilustres damas. Y por usted también, doctor Gastañeduy.
Un breve, pero aplastante silencio siguió a las palabras de don Eleuterio. Luego, las damas y el cura se pusieron de pie para abandonar el salón.
Don Eleuterio acompañó a sus distinguidas visitas hasta la puerta de la calle, y antes de despedirlas, les dijo, entre jocoso y serio:
-Conformaos, después de todo, pensando que San Sebastián debe estar muy contento de pasar una noche entre facinerosos, es decir, entre hermanos desgraciados que no pudieron ser santos… Y, por lo demás, nada extraño sería que alguno de ellos, por milagro de San Sebastián, claro, resulte también con ganas de pertenecer a la corte del Señor… ¿Por qué no?
Rieron todos y despidiéronse cordialmente.
***
Entre claro y oscuro, el alcaide de la cárcel hizo meter, sigilosamente, seis botellas de cañazo, tres libras de coca, cinco trueques de cal y diez atados de chuscos. No era posible que los presos dejaran pasar así nomás una noche tan extraordinaria. Tenían por compañero a un santo. ¡Y nada menos que a San Sebastián!
Fue así como, a eso de las siete, los presos hicieron rueda junto a San Sebastián. El cholo Julca, ladrón de cuenta, púsose inmediatamente a soplar la coca en su mugriento poncho habano con listas cabritillas. Manqueras, violador de doncellas, repartió parsimoniosamente la cal. El Tongo, victimador de viejas, repartió con largueza los chuscos. Vargas, salteador de caminos probó de las seis botellas para comprobar si era el mismo trago. El Gavilán, viejo pájaro de las alturas, tendió unos cueros de oso. Mientras el Guacrayo, terror del pueblo, profería blasfemias.
-Con perdón de ti, Zarquito –dijo campechanamente Vargas, dirigiéndose a San Sebastián, al tiempo de empezar su armada.
-¡Pobre don Sheba! Él seguramente nunca vio pasar estas cosas –ayudó el cholo Julca, mientras las menudas hojas saltaban en torbellino sobre el mugriento poncho.
-Buena suerte has tenido, amigaso –agregó el Manqueras.
-¡Santo va a ser recién desde ahora! –anunció cínicamente un viejo siniestro que tenía cicatrices en las mejillas.
-Bueno. Dejen tranquilo a don Sheba, y cada uno empiece a contar algo –propuso el Gavilán.
-Si quieren, le tapo las orejas… se atrevió el Tongo.
-No. Que oiga –ordenó, terrible, el gran Guacrayo.
***
Y así fue, en efecto. San Sebastián oyó todas las cosas de que son capaces los hombres. Las oyó durante la noche, en medio de una extraña salmodia de caleros.
Vargas contó, con evidente nostalgia, de sus mil asaltos en la jalca de Cumullca y Jadibamba. El Tongo, con asombrosa tranquilidad, narró sus degüellos de viejas. El Manqueras, vulgarote y lascivo, metió extraña calentura en la sangre de sus oyentes refiriendo sus “aventuras galantes”. El Gavilán, sombríamente habló de los talalanes, esos agujeros tremendos por donde los hacendados arrojan a los ladrones. El Julca habló de cosas parecidas. El viejo siniestro refirió la escalofriante de sus dos cicatrices espectaculares. El terrible Guacrayo se concretaba a lanzar blasfemias durante toda la noche.
Casi al amanecer, la fatiga y el sueño, como dos grandes montañas, cayeron sobre los miserables. Al otro día, a las seis de la mañana, se podía ver alrededor del santo mártir un repugnante saldo: infinidad de puchos sobre un suelo teñido de verde.
Los presos se quedaron dormidos hasta bien subido el sol. Cada cual, al levantarse, cambió, por supuesto, miradas con San Sebastián. Este tenía nublados de humo los ojos.
A las tres de la tarde entraron los llanguatinos y sacaron su santo. Sin detenerse un segundo más, todo el séquito tomó presurosamente para el valle.
Huelga decir que durante mucho tiempo lo ocurrido a San Sebastián fue el tema de todas las conversaciones. Corrieron, incluso, toda clase de chismes: Se hablaba, por ejemplo, de la excomulgación de don Eleuterio H. Merino. Pero don Eleuterio Hache (como le llamaron familiarmente todos sus comprovincianos) tenía demasiada preocupación por el progreso y la cultura de su pueblo como para prestar oído a hablillas y chismes.
Y así quedó escrito en mi tierra el proverbio: “¡Con don Eleuterio Hache, ni los santos”!
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